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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (4 page)

BOOK: El tercer gemelo
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—¡Qué gran idea! «Uso la treinta y seis D, para más información, llame a este número de teléfono.» Es muy sutil, desde luego.

—No es más que envidia por mi parte, siempre desee tener un buen parachoques —reconoció Jeannie, y ambas se echaron a reír—. Pero es cierto, pedí a Dios que me concediera un tetamen como es debido. Prácticamente fui la última chica de la clase a la que le vino la regla, era de lo mas embarazoso.

—No me digas que te ponías de rodillas junto a la cama y rezabas: Por favor, Dios de mi alma, haz que me crezcan las tetas.

—La verdad es que a quien rezaba era a la Virgen María. Suponía que era asunto de mujeres. Y no decía tetas, naturalmente.

—¿Qué decías? ¿Pechos?

—No, me figuraba que a la Virgen Santa no se le podía decir pechos.

—¿Cómo los llamabas, pues?

—Globos.

Lisa soltó la carcajada.

—No sé de dónde saqué la palabra, debía de habérsela oído a algunos hombres que estuvieran hablando de ello. Me pareció un eufemismo bastante educado. Esto nunca se lo he contado a nadie en toda mi vida.

Lisa miró hacia atrás.

—Bueno, no veo ningún chico guapo lanzado en nuestra persecución. Me parece que hemos despistado a Brad Pitt.

—Buena cosa. Es exactamente mi tipo: apuesto, sexualmente atractivo, presuntuoso y absolutamente indigno de confianza.

—¿Cómo sabes que no es de fiar? Sólo lo tuviste frente a ti veinte segundos.

—Todos los hombres son indignos de confianza.

—Es probable que tengas razón. ¿Piensas dejarte ver esta noche por el Andy's?

—Sí, sólo estaré una hora o así. Primero tengo que ducharme.

Llevaba el polo empapado de sudor.

—Yo también. —Lisa vestía pantalones cortos y calzaba zapatillas de deporte—. He estado entrenándome con el equipo de hockey. ¿Por qué sólo una hora?

—He tenido un día pesadísimo. —El partido había distraído a Jeannie, pero el agotamiento reapareció en aquel instante y provocó en ella una mueca de dolor—. He tenido que ingresar a mi madre en una residencia geriátrica.

—¡Oh, Jeannie, cuánto lo siento!

Jeannie le contó la historia mientras entraban en el edificio del gimnasio y descendían por la escalera del sótano. En el vestuario, Jeannie vio al pasar la imagen de ambas reflejada en el espejo. Eran físicamente tan distintas que casi parecían actrices de un número cómico. Lisa tenía una estatura inferior a la talla media, Jeannie medía casi metro ochenta y cinco. Lisa era rubia y curvilínea, mientras que Jeannie era morena y musculosa. Lisa tenía una carita preciosa, salpicada de pecas a través de la coqueta naricilla y boca en forma de arco. La mayoría calificaba a Jeannie de impresionante, a algunos hombres les parecía guapa, pero nadie la había llamado nunca bonita.

Cuando se desprendían de las sudadas prendas deportivas, Lisa inquirió:

—¿Qué hay de tu padre? Nunca hablas de él.

Jeannie suspiró. Era la pregunta que había aprendido a temer, incluso siendo niña; pero que surgía invariablemente, tarde o temprano. Durante muchos años mintió explicando que su padre estaba muerto, había desaparecido o se encontraba trabajando en Arabia Saudí. Últimamente, sin embargo, confesaba la verdad.

—Mi padre está en la cárcel —dijo.

—Oh, Dios. No debí preguntar.

—No importa. Se ha pasado en la cárcel la mayor parte de mi vida. Esta es la tercera condena que cumple.

—¿A cuánto le sentenciaron?

—Ni me acuerdo. Carece de importancia. Cuando salga, seguirá sin servir para nada. Nunca se preocupó de cuidar de nosotras y no va a empezar a hacerlo ahora.

—¿Nunca tuvo un empleo normal?

—Sólo cuando deseaba preparar un golpe. Se contrataba como conserje, portero o guarda de seguridad y trabajaba ocho o quince días, mientras estudiaba el terreno antes de cometer allí el robo.

Lisa le dirigió una mirada penetrante.

—¿Por eso te interesa tanto la genética de la criminalidad?

—Puede.

—Probablemente no. —Lisa hizo un gesto como si apartara aquello a un lado—. De todas formas, no me gusta nada el psicoanálisis de aficionados.

Entraron en las duchas. Jeannie se lo tomó con calma, tardó más porque se lavaba la cabeza. Agradecía la amistad de Lisa. Esta llevaba poco más de un año en Jones Falls cuando al principio del semestre llegó Jeannie, a la que enseñó el lugar. A Jeannie le encantaba colaborar con Lisa en el laboratorio, porque Lisa era una muchacha en la que se podía confiar. También le gustaba salir con ella al finalizar el trabajo, porque se podía hablar de todo con la muchacha, sin temor a que se escandalizase.

Jeannie se estaba aplicando un acondicionador en el pelo cuando oyó ruidos extraños. Se detuvo y aguzó el oído. Sonaba como a chillidos de miedo. Un escalofrío de angustia atravesó su cuerpo, de pies a cabeza, haciéndola estremecer. De pronto, se sintió muy vulnerable: desnuda, mojada, en el subterráneo. Vaciló, luego se aclaró el pelo rápidamente y salió de la ducha para ver que estaba ocurriendo.

En cuanto salió de debajo del agua olió a quemado. No vio llamas, pero las densas nubes de humo negro grisáceo casi llegaban al techo. Parecía salir de los ventiladores. Se había declarado un incendio.

Sintió miedo. Nunca había estado en un incendio.

Las que tenían sangre fría agarraban sus bolsas y se dirigían a la puerta. Otras se entregaban a la histeria, se chillaban unas a otras con voz asustada y corrían de un lado para otro, sin rumbo. Un imbécil de seguridad, con la cara y la nariz cubiertas por un pañuelo moteado, las asustó todavía más al entrar en el vestuario, empujarlas y darles órdenes a voces.

Jeannie comprendió que no debía entretenerse allí el tiempo necesario para vestirse, pero tampoco podía decidirse a salir del edificio completamente desnuda. El miedo circulaba por sus venas como agua helada, pero se tranquilizó mediante un esfuerzo de voluntad. Encontró su taquilla. Lisa no estaba a la vista. Cogió sus ropas, se puso los vaqueros y se pasó la camiseta de manga corta por la cabeza.

Lo hizo todo en contados segundos, pero en ese espacio de tiempo la sala se quedó vacía de personas y llena de humo. Ya no veía la puerta y empezó a toser. Le aterró la idea de que le fuese imposible respirar. «Se dónde está la puerta, todo lo que tengo que hacer es conservar la calma», se dijo. Llevaba en el bolsillo de los vaqueros las llaves y el dinero. Cogió la raqueta de tenis. Contuvo la respiración, mientras atravesaba el vestuario con paso rápido, rumbo a la salida.

La densa humareda llenaba el pasillo y los ojos de Jeannie empezaron a lagrimear, acabando de cegarla. Deseó entonces haber salido desnuda y ganado así unos segundos preciosos. Los pantalones vaqueros no le ayudaban a respirar ni a ver nada en medio de aquella niebla de vapores y humos. Y si una está muerta, maldito si importa el que se encuentre desnuda.

Apoyó una mano temblorosa en la pared, a fin de orientarse mientras se apresuraba pasillo adelante, aún con la respiración contenida. Pensó que podía tropezar con otras mujeres, pero al parecer todas las demás se le habían adelantado. Al acabarse la pared, Jeannie supo que había llegado al pequeño vestíbulo, aunque no podía ver nada excepto nubes de humo. La escalera debía de estar delante. Cruzó el vestíbulo y chocó con la máquina de Coca-Cola. ¿La escalera quedaba a la izquierda o a la derecha? A la izquierda, supuso. Avanzó en esa dirección, entonces topó con la puerta del vestuario de los hombres y comprendió que había optado por la dirección equivocada.

Ya no podía contener la respiración por más tiempo. Aspiró aire con un gemido. Tragaba mas humo que oxígeno y eso la hizo toser convulsivamente. Retrocedió tambaleándose a lo largo de la pared, agitada dolorosamente por los accesos de tos, con las fosas nasales ardiendo y los ojos llenos de lágrimas, casi incapaz de verse las manos aunque se las pusiera delante de las narices. Con todo su ser anhelando una bocanada de aire a la que durante veintinueve años no había dado importancia. Siguió por la pared hasta la máquina de Coca-Cola y la rodeó. Comprendió que había encontrado la escalera en el momento en que tropezó con el primer peldaño. Se le escapó la raqueta de la mano y la perdió de vista.

Era una raqueta especial —con ella había ganado el Mayfair Lites Challenge—, pero la dejó abandonada y gateó escaleras arriba a cuatro patas.

Al llegar al espacioso vestíbulo de la planta baja comprobó que gran parte del humo se había disipado súbitamente. Vio las puertas del edificio, abiertas de par en par. Un guardia de seguridad estaba en la entrada, por la parte exterior; le hacía señas y le gritaba:

—¡Venga!

Sin dejar de toser, medio ahogada, Jeannie cruzó el vestíbulo dando traspiés y salió al bendito aire libre.

Permaneció en la escalinata dos o tres minutos, doblada sobre sí misma, aspirando bocanadas de aire y expulsando el humo de sus pulmones. Cuando por fin la respiración alcanzó la normalidad oyó la sirena de un vehículo de emergencia que ululaba a lo lejos. Volvió la cabeza y buscó a Lisa con la mirada, pero no la localizó por parte alguna.

Seguramente ya habría salido. Estremecida todavía, Jeannie avanzó entre la muchedumbre, escudriñando los rostros. Ahora que se encontraban fuera de peligro, todo el mundo emitía risas nerviosas. Casi todos los estudiantes iban más o menos desnudos, por lo que reinaba una atmósfera curiosamente íntima. Las chicas que se las habían arreglado para salvar sus bolsas prestaban prendas de ropa a las compañeras menos afortunadas. Mujeres desnudas agradecían las sucias y sudadas camisetas que les dejaban sus amigas. Varias personas se cubrían sólo con toallas.

Lisa no estaba entre la multitud. Dominada por una creciente angustia, Jeannie volvió hasta el guardia de seguridad de la puerta.

—Temo que mi amiga pueda haberse quedado ahí dentro —dijo. Captó la vibración del miedo que matizaba su propia voz.

—No seré yo quien entre a buscarla —dijo el guardia rápidamente.

—Un hombre valiente —saltó Jeannie.

No estaba segura de haber deseado que lo hiciera, pero tampoco esperaba que aquel individuo fuera tan completamente inútil.

Apareció el resentimiento en la expresión del guardia.

—Ese trabajo les corresponde a ellos —señaló el coche de bomberos que se acercaba por la carretera.

Jeannie empezaba a temer de veras por la vida de Lisa, pero no sabía qué hacer. Observó, saturada de impotencia, a los bomberos, que se apeaban del vehículo y se ponían las máscaras respiratorias.

Le pareció que se movían tan despacio que le entraron ganas de sacudirlos y gritarles: «¡Rápido! ¡Rápido!». Llegó otro coche de bomberos y después un vehículo de la policía con la banda azul y plata del Departamento de Policía de Baltimore.

Mientras los bomberos arrastraban la manguera hacia el interior del edificio, un oficial abordó e interrogó al guardia del vestíbulo:

—¿Dónde cree que empezó?

—En el vestuario de mujeres —le contestó el guardia.

—¿Y dónde está eso, exactamente?

—En el sótano, al fondo.

—¿Cuántas salidas tiene el sótano?

—Sólo una, la escalera que sube hasta el vestíbulo principal, que está ahí mismo.

Un empleado de mantenimiento que andaba por allí cerca le contradijo:

—Hay una escalerilla en la sala de máquinas de la piscina. Da a una trampilla de acceso situada en la parte trasera del edificio.

Jeannie captó la atención del oficial de bomberos.

—Creo que es posible que una persona este aún ahí dentro —dijo.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer. Veinticuatro años, rubia, baja de estatura.

—Si está ahí, la encontraremos.

Jeannie se tranquilizó durante un momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no habían prometido encontrarla viva.

Al individuo de seguridad que estuvo en el vestuario no se le veía por parte alguna. Jeannie se dirigió al jefe de bomberos:

—Hay otro guardia de seguridad en el edificio. No lo veo por ninguna parte. Un hombre alto.

—El único guardia de seguridad del edificio soy yo. No hay ningún otro —intervino el guardia del vestíbulo.

—Bueno, el que yo digo llevaba una gorra con la palabra SEGURIDAD escrita en ella y ordenaba a la gente que evacuara el edificio.

—Me importa un rábano lo que llevase escrito en la gorra...

—¡Oh, vamos, por el amor de Dios, deje de discutir! —saltó Jeannie—. ¡Tal vez me lo imaginé, pero si no es así, su vida puede estar en peligro!

Cerca de ellos, escuchándoles, había una muchacha con las vueltas del pantalón caqui arremangadas.

—Yo vi a ese tipo, un guarro asqueroso —dijo—. Me metió mano.

—Tranquilas —aconsejó el jefe de bomberos—, los encontraremos a todos. Gracias por su colaboración.

Se alejó.

Jeannie fulminó con la mirada al guardia del vestíbulo. Se daba cuenta de que el oficial de bomberos no le había hecho a ella demasiado caso porque había gritado al guardia. Se retiró, contrariada.

¿Qué iba a hacer ahora? Los hombres del servicio contra incendios entraban en el gimnasio con sus cascos y sus botazas. Ella iba descalza y se cubría con una camiseta de manga corta. Si intentaba entrar allí, la echarían inmediatamente. Apretó los puños con fuerza, consternada. «¡Piensa, piensa! ¿En qué otro sitio puede estar Lisa?»

El gimnasio se encontraba contiguo al edificio de Psicología Ruth W. Acorn, bautizado así en honor de la esposa de un benefactor, pero al que todo el personal llamaba la Loquería. ¿Era posible que Lisa se hubiese refugiado allí? Quizás estuviesen cerradas las puertas los domingos, pero también era probable que Lisa tuviera llave. Cabía la posibilidad de que se hubiese apresurado a entrar allí en busca de una bata de laboratorio con la que cubrirse o simplemente para sentarse a su mesa en tanto se recuperaba. Jeannie decidió ir a comprobarlo. Cualquier cosa era mejor que seguir allí de pie, cruzada de brazos.

Atravesó en cuatro zancadas el césped, hacia la entrada principal de la Loquería y echó un vistazo a través de los cristales de la puerta. No había nadie en el vestíbulo. Se sacó del bolsillo la tarjeta de plástico que hacía las veces de llave y la introdujo en la ranura del lector de tarjetas. Se abrió la puerta. Corrió hacia la escalera, al tiempo que llamaba:

—¡Lisa! ¿Estás ahí?

El laboratorio se encontraba desierto. La silla de Lisa cuidadosamente colocada debajo del escritorio y la pantalla del ordenador apagada. Jeannie fue a echar una mirada en los servicios de mujeres, en el fondo del pasillo. Nada.

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