El último argumento de los reyes (59 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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La tenaza de los puños del Temible pesaba como las montañas. Por muy ardiente que fuera el furor del Sanguinario, por más que se retorciera, pataleara y gritara de rabia, le tenía agarrado con la misma fuerza con que la fría tierra agarra a los muertos sepultados. La sangre manaba de su cara, de su espalda, de la profunda raja de la armadura del Temible y le empapaba las ropas y se extendía ardiente sobre su piel.

El mundo entero ardía. Y por encima del horno, y de la marmita, y del crisol, Bethod asintió con la cabeza, y los brazos gélidos del gigante se cerraron con más fuerza.

El Sabueso se orientaba por el olfato. Su nariz rara vez le engañaba y tenía la esperanza de que tampoco lo hiciera en aquella ocasión. Se trataba de un olor bastante repulsivo, como a pasteles que hubieran estado demasiado tiempo al horno. Condujo a los otros por un vestíbulo vacío, por una escalera en penumbra, recorriendo sigilosamente la húmeda oscuridad de las laberínticas entrañas de la Colina de Skarling. Ahora ya no era sólo un olor, también oía algo, y sonaba tan mal como olía. Una voz femenina, cantando suavemente en un tono bajo. Un cántico extraño en una lengua desconocida para el Sabueso.

—Tiene que ser ella —musitó Dow.

—No me gusta como suena eso —le respondió el Sabueso con un susurro—. Suena a magia.

—¿Y qué esperabas? Es una maldita bruja, ¿no? Iré por el otro lado para cogerla por detrás.

—No, aguarda... —pero Dow se alejaba ya en sentido contrario caminando con pasos silenciosos.

—Mierda —el Sabueso, con Hosco pegado a su espalda, avanzó por el pasadizo siguiendo el olor mientras el cántico sonaba cada vez más cercano. Se topó con un haz de luz que se filtraba a través de un arco, se acercó con cuidado y se asomó por el recodo.

La sala que había al otro lado no podía tener un aspecto más diabólico. Oscura, sin ventanas y con otras tres puertas negras en las paredes. En su extremo más alejado se encontraba la única fuente de luz: un brasero humeante, lleno de crepitantes ascuas, que confería al ambiente una luminosidad de un rojo sucio y desprendía un hedor dulzón. Había frascos y tarros desperdigados por todas partes y de las grasientas vigas del techo colgaban haces de ramas, hierbas y flores secas cuyas extrañas sombras evocaban las formas de ahorcados balanceándose.

Junto al brasero, de pie y dándole la espalda al Sabueso, había una mujer. Sus brazos, largos y pálidos, estaban extendidos y brillaban de sudor. Destellos dorados rodeaban sus finas muñecas y una larga cabellera negra le caía por la espalda. El Sabueso tal vez no entendiera las palabras de su canto, pero se olía que lo que estaba haciendo no debía de ser nada bueno.

Hosco levantó el arco, alzando una ceja. El Sabueso le hizo un gesto negativo con la cabeza mientras sacaba con sigilo su puñal. Cargársela de forma inmediata con una flecha no era tarea fácil, y a saber lo que haría tras recibir el disparo. Una fría hoja de acero en el cuello no dejaría nada al azar.

Entraron de puntillas en la sala. Dentro hacía mucho calor y el aire era denso como agua de ciénaga. Convencido de que si aspiraba aquel hedor se asfixiaría, el Sabueso avanzó a hurtadillas conteniendo la respiración. Estaba sudando, o quizá fuera la habitación la que sudaba; lo único cierto era que de golpe la piel se le había cubierto de una película de humedad. Escogía con cuidado cada paso, buscando un camino entre los trastos que había desperdigados por el suelo: cajas, haces, frascos. Palpó con su mano humedecida la empuñadura del puñal y clavó la vista en un punto entre los hombros de la mujer, el punto donde iba a hundir el...

Su pie tropezó con un tarro, que rodó ruidosamente por el suelo. La mujer dejó de cantar de golpe y giró bruscamente la cabeza. Un rostro demacrado y pálido como el de un ahogado, con pintura negra alrededor de los ojos: unos ojos azules oblicuos, tan fríos como el océano.

El círculo se había quedado en silencio. Los hombres que lo bordeaban permanecían inmóviles con los escudos colgando de los brazos. La multitud que tenían a su espalda, la gente que se agolpaba contra el parapeto... todos estaban petrificados y callados como muertos. Nuevededos se retorcía y forcejeaba con una furia rabiosa, pero el gigante le tenía bien sujeto. Gruesos músculos se tensaron bajo la piel azul del Temible cuando sus colosales brazos comenzaron a apretar con más fuerza para arrebatarle la vida a su oponente. West sintió en la boca el amargo regusto del fracaso. Todo lo que había hecho, todo lo que había sufrido, todas las vidas que se habían perdido no habían servido de nada. Bethod quedaría libre.

Entonces Nuevededos soltó un gruñido animal. El Temible seguía teniéndolo bien sujeto, pero ahora se apreciaba que su brazo azul temblaba debido al esfuerzo. Era como si de repente hubiera perdido parte de sus fuerzas y ya no pudiera apretar más. Mientras observaba la escena, los propios músculos de West permanecían en tensión. La gruesa correa del escudo se le clavaba en la palma de la mano y los dientes le dolían de apretada que tenía la mandíbula.

Los dos combatientes estaban trabados entre sí, forcejeando con todos los músculos de su cuerpo, y, a la vez, completamente inmóviles, como petrificados en el centro del círculo.

El Sabueso se abalanzó hacia delante blandiendo el cuchillo.

—Alto.

Se quedó paralizado al instante. Nunca había oído una voz igual. Había bastado una palabra para que su mente se vaciara por completo. Se quedó mirando boquiabierto a la pálida mujer, conteniendo la respiración y deseando fervientemente que volviera a pronunciar otra palabra.

—Tú también —dijo volviendo la vista hacia Hosco, cuyo semblante se relajó de inmediato y dibujó una sonrisa mientras bajaba el arco.

Luego miró de arriba abajo al Sabueso e hizo un puchero como si se hubiera llevado una gran decepción.

—¿Es así como se comporta un huésped?

El Sabueso pestañeó. ¿En qué demonios estaba pensando, cómo se le había ocurrido irrumpir allí de esa manera, y encima con un puñal desenvainado? No podía creer que hubiera hecho una cosa así. Se sonrojó hasta las raíces del cabello.

—Oh... disculpe... por los muertos...

—¡Uj! —soltó Hosco, y acto seguido arrojó el arco a un rincón, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que tenía una boñiga en la mano, y se lo quedó mirando desconcertado.

—Así está mejor —la mujer esbozó una sonrisa y el Sabueso se dio cuenta de que también él estaba sonriendo como un idiota. Es posible que se le hubiera caído un poco de saliva, pero tampoco había sido mucho, así que no importaba. Mientras ella siguiera hablando nada tenía demasiada importancia. Los finos dedos de la mujer acariciaron el aire haciéndoles una seña—. No hay razón para que os quedéis ahí tan lejos de mí. Acercaos.

Hosco y él avanzaron hacia la mujer con paso tambaleante, como un par de niños ansiosos. Durante el trayecto, el Sabueso, en su afán por mostrarse complaciente, estuvo a punto de tropezar, y Hosco se chocó con una mesa y casi se cae de bruces.

—Me llamo Caurib.

—Oh —dijo el Sabueso. El nombre más bonito que había oído en su vida, sin duda. Qué increíble que una simple palabra pudiera ser tan hermosa.

—¡Yo me llamo Hosco Harding!

—A mí me llaman Sabueso; es porque tengo un olfato muy fino y... ejem... bueno... —por los muertos, hay que ver lo que le costaba pensar con un mínimo de claridad. Tenía una vaga idea de que estaba allí para hacer algo muy importante, pero qué le aspen si sabía el qué.

—Sabueso... perfecto —su voz era tan relajante como un baño de agua caliente, como un dulce beso, como leche y miel...—. ¡No te duermas todavía! —la cabeza del Sabueso se bamboleó y el rostro maquillado de Caurib se convirtió en un borrón blanco y negro que flotaba ante él.

—Lo siento —barboteó poniéndose otra vez colorado e intentando ocultar el puñal tras su espalda—. Siento mucho lo del cuchillo... no tengo ni idea de para qué...

—No te preocupes. Me alegro de que lo hayas traído. Creo que lo mejor será que lo uses para apuñalar a tu amigo.

—¿A él? —el Sabueso miró de reojo a Hosco.

Hosco le sonrió y asintió con la cabeza.

—¡Ah, estupendo!

—Sí, sí, muy buena idea —el Sabueso alzó el puñal y le pareció que pesaba una tonelada—. Esto... ¡quiere que se lo clave en algún sitio en concreto?

—En el corazón estará bien.

—Claro, sí. Perfecto. En el corazón —Hosco se puso de frente para facilitarle las cosas. El Sabueso parpadeó y se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor—. Bueno, vamos allá —mierda, qué mareado estaba. Entornó los ojos y escudriñó el pecho de Hosco para asegurarse de que acertaba a la primera. No quería volver a meter la pata—. Vamos allá...

—¡Hazlo ya! —bufó la mujer—. Simplemente haz...

El acero del hacha produjo un leve chasquido al hundirse en la cabeza de Caurib casi hasta la altura de la barbilla. Un chorro de sangre salió disparado y salpicó la boquiabierta cara del Sabueso mientras el delgado cuerpo de la mujer se desplomaba como un guiñapo.

Con gesto ceñudo, Dow se puso a retorcer el mango hasta que la hoja del hacha salió al fin del cráneo destrozado de Caurib produciendo una especie de succión.

—Esta perra hablaba demasiado.

El Sanguinario advirtió el cambio. Fue como los primeros brotes verdes de la primavera. Como los primeros vientos cálidos que anuncian la llegada del verano. Había un mensaje en la forma en que le tenía agarrado el Temible. Ya no sentía que sus huesos se quejaran como si estuvieran a punto de reventar. La fuerza del gigante iba a menos y la suya a más.

El Sanguinario sorbió aire y sintió que su furia volvía a arder con la misma intensidad de siempre. Despacio, muy despacio, fue apartando la cara del hombro del gigante y notó que el metal se deslizaba fuera de su boca. Se retorció y se retorció hasta que su cuello quedó libre. Hasta que se quedó frente a la cara gesticulante del gigante. El Sanguinario sonrió y luego se lanzó hacia delante, rápido como una lluvia de chispas, y hundió sus dientes en el labio inferior del Temible.

El gigante gruñó, movió los brazos, trató de apartar la cabeza del Sanguinario, trató de arrancar de su boca los dientes que le mordían. Pero le hubiera resultado más fácil sacudirse de encima una peste. Sus brazos se aflojaron y el Sanguinario retorció la mano que sujetaba la espada del Creador. La retorció, como se retuerce la serpiente en su nido, y poco a poco la fue liberando.

El brazo azul del gigante se desenroscó del cuerpo del Sanguinario y le agarró la muñeca con una mano, pero ya nada podía pararlo. Cuando la semilla de un árbol halla una grieta en las montañas, al cabo de unos años sus hondas raíces terminan por resquebrajar la roca. Y lo mismo hacía el Sanguinario: mantenía todos sus músculos en tensión y dejaba que el tiempo fuera transcurriendo mientras bufaba su odio a la boca palpitante del Temible. La hoja de la espada siguió avanzando despacio, muy despacio, hasta que por fin la punta se hundió en la carne pintada justo por debajo de la última costilla del gigante.

El Sanguinario sintió el goteo de la sangre sobre la empuñadura y sobre su puño apretado. Sintió la sangre fluir de la boca del Temible a la suya, resbalarle por el cuello y filtrarse por las heridas que surcaban su espalda para caer luego al suelo. Todo tal y como tenía que ser. Suavemente, con suma delicadeza, la hoja se fue deslizando por el cuerpo tatuado del Temible, hacia un lado, hacia arriba, hacia delante.

Las colosales manos lanzaban zarpazos contra el brazo que teñía a su espalda, buscando desesperadamente algún punto de apoyo que le sirviera para detener el irresistible avance de aquel acero. Pero, con cada movimiento, la fuerza del gigante se iba derritiendo como un trozo de hielo colocado al lado de un horno. Más fácil sería detener el curso del Torrente Blanco que parar al Sanguinario.

El movimiento de sus manos era como el crecimiento de un árbol, avanzaba medio pelo cada vez, pero no había carne, ni piedra, ni metal que pudiera detenerlo.

El costado tatuado del gigante era invulnerable. Así lo quiso el gran Glustrod en épocas pretéritas, en los Viejos Tiempos, cuando aquellas palabras fueron escritas sobre la piel del Temible. Pero Glustrod sólo había escrito en un costado. Lentamente, con suavidad, con delicadeza, la punta de la espada del Creador cruzó la línea divisoria, accedió al costado donde no había escritura y se fue hundiendo en sus tripas, ensartándole como si estuviera preparando un trozo de carne para una parrilla.

El gigante profirió un aullido agudo y las pocas fuerzas que le quedaban le abandonaron. El Sanguinario abrió las mandíbulas y le soltó, manteniéndole la espalda sujeta con una mano mientras la otra seguía introduciendo la espada en el cuerpo de su enemigo. El Sanguinario bufaba carcajadas entre dientes, las chorreaba por el agujero deforme de su cara. Hincó a fondo la espada para ver adónde llegaba, y la punta apareció entre las placas acorazadas que había justo debajo de la axila del gigante y relució roja al sol.

Soltando aún su interminable aullido, Fenris el Temible se tambaleó hacia atrás, con un hilo de babas sanguinolentas colgando de su boca abierta. El costado pintado había cicatrizado ya, pero el otro había quedado reducido a carne picada. Los hombres que formaban el círculo le miraban petrificados asomándose por encima del borde de sus escudos. Se movía arrastrando los pies, buscando a tientas con una mano la roja empuñadura de la espada del Creador, que estaba hundida en su costado hasta la cruz y de cuyo pomo ensangrentado caía un constante reguero que sembraba la tierra de manchas rojas. Su aullido se convirtió en un estertor sordo, se pisó un pie con el otro, se inclinó como un árbol recién talado y cayó de espaldas en el centro del círculo con los brazos y las piernas extendidos. Su cara dejó de palpitar al fin y se produjo un prolongado silencio.

—Por los muertos —fueron unas palabras dichas casi en voz baja, con un tono reflexivo. Logen entrecerró los ojos para protegerse del sol y al alzar la vista divisó la silueta negra de un hombre que le miraba desde lo alto de la barbacana—. Por los muertos, nunca pensé que lo conseguirías.

El mundo se bamboleaba mientras Logen se ponía en marcha, con el aliento silbando gélido a través de la herida de la cara y raspándole su garganta en carne viva.

Los hombres del círculo, enmudecidos y con los escudos colgando de los brazos, se apartaron para abrirle paso.

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