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Authors: Eduardo Punset

El viaje al amor (3 page)

BOOK: El viaje al amor
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El descubrimiento -no menos importante que el de un agujero negro en el centro de nuestra galaxia- revela que la memoria se mantiene a pesar de los cambios estructurales que se producen en las relaciones sinápticas o en las propias neuronas. Ningún ordenador podría mantener en orden sus archivos y carpetas sometido a semejante vendaval de cambios continuos en su estructura interna: se estropearía. En términos más generales, lo que sucede con la memoria de los pollitos sucede con todos los cuerpos de los organismos vivos.

Durante el tiempo que el lector ha invertido en recorrer con sus ojos y descifrar con su cerebro las páginas que lleva leídas, cada una de sus moléculas puede haber recorrido muchos miles de kilómetros, y algunas moléculas se habrán roto y resintetizado cientos de veces en un segundo; es más, al menos cincuenta mil millones de células corporales mueren cada día por apoptosis (suicidio celular programado) y son sustituidas por otras nuevas. Y sin embargo seguimos siendo la misma persona. O eso creemos. Sometidos al ciclón de los cambios constantes en el armazón vital, dejamos de ser, muy probablemente, los mismos que éramos. Tomemos nota, de momento, de que la falta de continuidad y permanencia constituye un aliciente adicional para buscar amparo y sosiego en una emoción personal que pueda aportar esas sensaciones.

En este sentido, el amor formaría una especie de red, de estructura que confiere identidad en medio de la inestabilidad orgánica. La gente suele mirarse a través de los ojos. Los enamorados se ven perfectos y se lo transmiten a su pareja. Esta especie de ego-booster o refuerzo para el ego forma parte de lo positivo del amor. Recuerdo a un amigo que convivió varios años con su novia hasta que ésta lo dejó. Nunca comentaba nada acerca de aquella ruptura, excepto un día en que me soltó de pronto: «Laura siempre se reía con mis bromas. Le parecían muy divertidas. Luego, poco a poco dejó de reírse. Es tremendo darse cuenta de que la persona que antes te encontraba estupendo ya no te ve como a un tipo divertido, sino ridículo. De repente me sentía idiota».

En psicología, sobre todo en las fases tempranas de la educación, es bien sabida la influencia de las expectativas de los demás en el desarrollo de nuestro carácter. De la misma manera que unas expectativas desmesuradas pueden provocar una respuesta distorsionada en el niño -por ejemplo, en forma de desarreglos alimentarios, tipo bulimia o anorexia-, un niño que convive con expectativas negativas y estresantes («si fueses guapo…», «eres un vago y siempre lo serás», «eres tan cobarde como tu padre») se amolda fácilmente a lo que se espera de él.

Para bien o para mal, los demás, sobre todo durante la pubertad, actúan como espejos en los que nos reflejamos. Esto explica, también, por qué el desamor tiene efectos tan potentes en la psicología de las personas: por un lado «desestructura» y por otro el que es rechazado no se siente digno de ser amado. Es un efecto doblemente negativo.

Añadamos ahora una digresión contemplativa que apunta también a la fragilidad y el desconcierto vitales, y que tuvo lugar en el curso de una conversación en Suiza con Heinrich Rorher, premio Nobel de Física en 1986. La discusión vino a cuento sobre el debate de si las bacterias también tenían conciencia como los humanos. La verdad es que, a veces, al contemplar sus complejas y coordinadas reacciones, resulta difícil no concederles dicho atributo. Y si las bacterias tienen conciencia, ¿por qué no iban a tenerla los átomos?, me preguntaba yo. La respuesta del premio Nobel fue la siguiente: «Ahora siempre diferenciamos netamente entre la inteligencia, la materia viva y la materia inerte. Si vamos más allá, todo está formado por átomos. Probablemente, esa separación no es muy razonable a largo plazo. Quizás en el futuro surja una perspectiva diferente en la que se confundan las tres categorías: la inteligencia.

En aquel paréntesis hermético e impenetrable quedó mi primera huella de la fusión de dos emociones mudas, de puertas afuera, pero embriagadas de placer de puertas adentro. Los niveles mínimos de Cortisol, que suelen bajar al atardecer, no importaban en aquel cuerpo adolescente; mi cuerpo. No hacía falta recurrir a ninguna energía adicional, porque Soledad no ofrecía resistencia alguna a las caricias improvisadas. Había energía más que disponible para que el casi centenar de neuropéptides responsables de los flujos hormonales activara una digresión ensoñadora, con un vocabulario inconsciente y puramente emocional.

La comunidad científica no descubrió hasta muchos años más tarde, en la década de 1960, los neurotransmisores que impactan al cerebro. ¡Qué extraño! ¿Cómo ha podido sobrevivir la gente que nos ha precedido sin tener ni idea de lo que les pasaba por dentro?

Puede ser, efectivamente, que el amor sea un impulso básico y universal, una constante a lo largo de todas las vidas, pero su primera irrupción en el corazón de los adolescentes suele darse por la vía furtiva, distinta y contenida en las agujas del reloj del tiempo. Sesenta años después, casi he comprendido la clave biológica de aquel acontecimiento, aunque -como dice la psicóloga y escritora Sue Gerhardt- sus cimientos se construyan, sin que nos demos cuenta, durante los nueve meses del embarazo y los dos primeros años de vida. Es entonces cuando se modula el cerebro social y se establecen tanto la forma como los recursos emocionales de una persona. Es genético, sí; pero no únicamente.

Lleva su tiempo admitir -nunca pensé a este respecto en el verbo 'resignarse', porque ello implicaría que la posible alternativa era mejor: ¿mejor en qué?– que no elegí a mis padres, ni la dirección de las fuerzas colosales, más potentes que los movimientos de las capas tectónicas, que iban a desencadenar mis flujos hormonales y, en definitiva, mi carácter potencial para toda la vida.

Ningún padre ha elegido tampoco a sus hijos. Estamos aquí porque alguien sacó de un bombo gigantesco la bola con nuestro número. Pudo ser otro. Y sería distinto (con la sola excepción de un gemelo monocigótico, aunque, incluso en este caso, la epigenética se encargaría de que la expresión de los genes no fuera idéntica). Venimos al mundo gracias a un festival silencioso que escenifican billones de genes desde hace millones de años.

En lugar de estar atrapados en un universo de cuatro dimensiones -tres espaciales y una temporal, las que percibimos claramente-, los humanos podríamos estar inmersos, en realidad, en un universo de muchas más dimensiones, tal vez once, según algunos físicos, como Lisa Randall, de la Universidad de Harvard. Siete dimensiones adicionales que no somos capaces de percibir. Si nuestro amplio universo es, como podría probarse en la década que viene, tan sólo una minúscula rodaja de un universo de dimensiones desconocidas, de mundos paralelos que nos traspasan sin tocarnos -como en esencia claman las religiones-, se trastocaría profundamente la conciencia de nosotros mismos.

Antes de alcanzar el veredicto sobre los porcentajes respectivos de determinismo y libre albedrío que impactan el alma, ¿hace falta aludir a la tormenta mutacional heredada mientras estábamos en el vientre materno?

Se trata de una tormenta mutacional que afecta a la salud del individuo, a su aspecto -el grado de simetría de su cara o la debilidad de su visión-, a sus sentimientos, a su pensamiento y, en última instancia, a lo que sus congéneres tildarán de fealdad o belleza. Se trata de un número de mutaciones muy superior al de cualquier otra especie, sin que se conozcan todavía a ciencia cierta las razones de nuestra supervivencia, más allá de la depuración ejercida por la selección natural y la diversidad genética aportada por el sistema de reproducción sexual.

Por no elegir, nos está también vedado decidir la hora precisa del sueño o levantarnos al amanecer. Estas decisiones están en manos de los millones de relojes biológicos alojados en las células, programados en función del hemisferio y los meridianos en que les haya tocado vivir. Los ritmos de la vida establecen un mecanismo cerebral para ajustar nuestra fisiología y comportamiento a los requisitos de actividad y descanso del ciclo de la noche y el día.

Como señala el biólogo británico Russell Foster, profesor también del Imperial College, un nadador olímpico puede ganar casi tres segundos al tiempo que necesita para recorrer cien metros si la prueba se efectúa a las seis de la tarde en lugar de las seis de la mañana. Tres segundos suponen, ni más ni menos, que la diferencia entre llegar el primero o el último. Casi todos los grandes desastres tecnológicos como los accidentes nucleares de las islas de las Tres Millas o de Chernóbil tuvieron lugar en el turno de noche, cuando el reloj biológico no sabe o no contesta.

Naturaleza y medio

Más allá de la biología está el entorno en el que a uno le ha tocado por suerte o por desgracia vivir. Mientras los científicos siguen discutiendo si una persona depresiva y violenta termina generando su propio entorno depresivo y violento, o si un entorno amable y sosegado modula comportamientos del mismo estilo, las interacciones entre nature y nurture, entre lo innato y lo adquirido, están ya ampliamente comprobadas.

El estudio más importante de la psiquiatría biológica de los últimos veinticinco años, encabezado por la neuropsiquiatra norteamericana Yvette Sheline, profesora de la Washington University en San Louis, ha demostrado que la reducción del volumen del hipocampo en mujeres deprimidas es proporcional a la falta de administración de medicamentos. Pero a raíz de esas investigaciones se comprobaron dos cosas igualmente importantes.

Primero, que existe, efectivamente, un gen que codifica una proteína que determina cuánta serotonina fluye entre las neuronas. Como es sabido, la serotonina es un neurotransmisor cerebral que figura en el centro de toda la reflexión sobre la depresión. ¿Quiere esto decir que si se tiene la versión incorrecta del gen se está condenado a sufrir estados depresivos?

No necesariamente. Porque el segundo descubrimiento del estudio citado demuestra que, además de tener la versión incorrecta del gen, hace falta estar expuesto a un entorno estresante durante el crecimiento del individuo. Los genes determinan los potenciales y probabilidades, pero no siempre el destino. Si sirve de consuelo, esto último corre a cargo del entorno, que tampoco lo ha elegido el recién nacido.

Los mongoles y la mancha azul en el coxis

Volvamos al principio de mi historia. Al encuentro fortuito del esperma y el óvulo al que hacía referencia al comienzo de este capítulo había precedido otro encuentro no menos fortuito en el Hospital de Sant Pau de Barcelona entre mi madre, que ejercía allí de enfermera, y mi padre, que estrenaba su flamante título de médico. Venían de dos universos distintos. Castigada la una por la guerra y la orfandad, preservado el otro por la estructura geográfica de un pequeño valle en el corazón de los Pirineos sólo violado -en el sentido literal de la palabra- por las incursiones mongolas en el siglo XIII.

La huella genética de aquellos guerreros llegados a caballo desde el actual Kazajistán ha perdurado hasta nuestros días en forma de una inocente mancha azul en la epidermis que recubre el coxis de la docena de familias supervivientes, cuyos antepasados fueron pasto de las pasiones desenfrenadas de aquellos invasores de pómulos salientes y ojos rasgados.

–Doctor, estamos preocupados por esta mancha azul del bebé. ¿Significa algo? – le pregunté al médico cuando nació nuestra tercera hija, Carolina, en Washington, donde vivíamos entonces.

–¿De dónde vienen ustedes? – contestó el médico con otra pregunta. Y siguió-: Es la mancha genética de los mongoles provocada, dice la leyenda, por macerar la caza con su trasero montando a caballo. Es perfectamente normal; no pasa nada. Simplemente, ¡alguno de sus antepasados fue mongol!

Algunas veces he tratado de imaginar la entrada al galope de aquellos guerreros en la apacible aldea medieval ampurdanesa con su séquito de violaciones y raptos. Otras veces pensaba que a Cistella -el pueblo de mis antepasados- no era fácil llegar ni salir de cualquier manera. Incluso a caballo. Sería lógico que hubieran soltado los caballos en el prado contiguo al cementerio y permanecido unos días recuperando fuerzas por el estrago del accidentado recorrido a través de los Pirineos. Tiempo suficiente para enamorarse de alguna campesina y cobrar algo de sosiego antes de partir de nuevo. Pudo haber amor -historias de amor- incluso en el más inesperado de los encuentros, por lo demás tan infrecuentes como en una ciudad moderna.

Con toda seguridad, en aquella aldea cristiana y medieval las mujeres acosadas por los mongoles sólo habrían intimado antes con un hombre a lo sumo. Los encuentros individuales, el paraje ideal del amor, eran y siguen siendo raros en los entornos urbanos de ahora mismo. La gente se busca, incluso desesperadamente, a través de Internet. Un físico amigo me explicaba que si arrojáramos al espacio una bola del tamaño de la Tierra, las posibilidades de que chocara con algo serían prácticamente nulas para la eternidad. La aparente densidad de las estrellas es un engaño. El espacio está vacío. Con ese ejemplo quería que me extrañara menos la soledad de la gente aquí abajo, su aislamiento e incomunicación lacerantes.

¿Hay alguien más ahí afuera?

La densidad demográfica, pues, también resulta un engaño. Entre las personas hay tanto vacío como en su interior, en donde la distancia entre un electrón y el núcleo de sus átomos es parecida, en términos proporcionales, a la que separa a la Tierra de la Luna. Fundamentalmente, sólo hay vacío. Y la especie sólo tiene un recurso en forma de emoción para salvarlo: el amor.

–¿Hay alguien más? – susurró, mediante una de las moléculas que actúan como señales y se conocen como autoinductores, la primera bacteria replicante en aquel Universo enfurecido, hace más de tres mil millones de años.

–¿Hay alguien más? – repetiría después, con menos fuerza, porque la intensidad de las señales disminuye cuando no encuentran respuesta.

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