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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

Encuentros (El lado B del amor) (17 page)

BOOK: Encuentros (El lado B del amor)
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Todos sabemos que fue un artista enorme, al que desgraciadamente no le alcanzó con eso para contrarrestar el peso de ese nombre y el lugar al que lo convocaba. Jamás fue un hombre feliz, se mutiló y terminó suicidándose.

Pero no es sólo el nombre lo que nos está esperando cuando nacemos. Es probable que muchos años atrás, por ejemplo, en un pacto de adolescencia hecho en el patio de la escuela, nuestra madre haya acordado con su mejor amiga de entonces que ella sería la madrina de su primer hijo. Es decir, que veinte años antes de nuestro nacimiento, ya teníamos una madrina.

A todo eso y mucho más debe hacer frente el
cachorro humano
en el camino que lo conducirá a ser un sujeto (en tanto que sujetado, al deseo y la palabra). Pero, ¿cómo es que adviene a este mundo?

El primer llanto

Al poco tiempo de nacer, ese bebé que mientras estaba en la panza de su madre no sintió nunca la necesidad de comer o beber, comienza a experimentar una sensación que desconoce y que le genera una tensión que crece en la medida en que no sabe qué es ni cómo se resuelve eso que le está ocurriendo.

Cuando la tensión es tanta que comienza a ser displacentera, el bebé tiene la necesidad de descargarla (Principio de Placer) y lo hace de la única manera que puede hacerlo: llorando.

Ese primer llanto no significa nada aún, no se dirige a nadie y no es más que un mecanismo de descarga de la ansiedad acumulada.

Pero ocurre que ese llanto es escuchado por alguien, generalmente la madre, quien codifica ese primer llanto y dice: «tiene hambre». Entonces lo toma, lo alza, lo guía para que pueda alimentarse de su pecho y de ese modo lo calma.

Y en ese primer acto la madre ya le ha enseñado a su bebé muchas cosas: que la molestia que sentía puede calmarse, que para que esto suceda necesita de la ayuda de alguien externo y que, para que ese alguien venga él debe llamarlo ya que lo que quiera, desde ahora y para siempre, lo va a tener que pedir. Y es a partir de entonces que ese llanto que en su momento dijimos que no significaba nada adquiere un sentido.

Pero puede ser que unas horas después el bebé vuelva a llorar y que esta vez la mamá codifique ese llanto de un modo diferente y diga: «Ahora no tiene hambre… ahora tiene sueño». Entonces va a alzarlo y acunarlo hasta hacerlo dormir.

De este modo, de a poco, la madre irá introduciendo a su hijo en el mundo de la palabra, lo adiestrará en el arte de la comunicación instruyéndolo en cómo se llora cuando se tiene hambre y cómo cuando se tiene sueño. Le va enseñando con juegos y caricias que ése es su cuerpo, que le pertenece y que tiene que ir aprendiendo a reconocerse en él. Por eso lo toca y nombra cada una de sus partes para que después el hijo pueda hacer lo propio. Y así, cuando el chico empieza a aprenderlo, experimentamos una sensación de orgullo y alegría. La madre espera ansiosa la llegada del papá y le pregunta al niño: «¿Dónde está la boca?» y el hijo lleva su dedo indicando que ha unido la palabra con el cuerpo. Con este simple logro, el hijo ha dado un paso más en el arduo camino que lo llevará a ser él mismo.

Vivir en un mundo de palabras es comprender que todo lo que queramos lo vamos a tener que pedir, que no hay otra manera de obtener lo que se anhela que no sea con la mediación de la palabra. Por eso, cuando alguien no comprende esto y toma lo que quiere sin pedirlo, la sociedad lo castiga.

Pongamos un ejemplo.

Cuando una persona despierta nuestro deseo comienza el maravilloso camino de la seducción, que no es más que otra de las maneras de pedir. Nos encontramos a tomar un café, salimos a cenar o al cine, nos vamos conociendo e intentamos que en ese conocimiento mutuo se genere en el otro el mismo interés por estar con nosotros. De producirse esto podremos estar juntos, de lo contrario, la posibilidad del encuentro se verá frustrada.

Ésta es la manera en la que buscamos alcanzar la satisfacción de ese deseo porque, como decía André Breton, «las palabras hacen al amor». Pero no se trata de que las palabras tengan que ver con el amor, sino que lo
hacen
, lo originan y lo constituyen.

Pero supongamos que una persona no mediatice sus deseos a través del pedido y directamente tome lo que desea. En ese caso, lo que podría haber sido un encuentro amoroso, se transforma en una tragedia.

Esa persona ha descubierto que una mujer le gusta, que la desea, pero en lugar de seducirla, la espera en una esquina y la toma por la fuerza sin tener en cuenta lo que a ella le pasa, sin importarle si quiere o no quiere; no reconoce su deseo y, por ende, la degrada a la condición de objeto y como tal la trata. Simplemente la toma porque ése es su impulso.

Un acto como éste nos horroriza tanto que, de quien lo perpetra, decimos que se trata de un animal, de una bestia. Es decir que por su comportamiento también la sociedad deja de reconocerlo siquiera como un miembro perteneciente a la especie humana. ¿Por qué? Porque no entendió que la palabra, y no otra cosa, es el medio para conseguir lo que se quiere.

El lenguaje es, entonces, aquello que nos hace seres diferentes del resto de las especies. Porque su existencia echa por tierra con los llamados del instinto, que nos impulsarían con su fuerza a ir y tomar sin más lo que satisface la necesidad, y nos obliga a hablar, convencer, pedir, acordar y ceder para relacionarnos con los demás.

Pero la palabra también tiene un límite y nadie puede decir con palabras todo lo que quiere. Siempre hay algo imposible de ser dicho, algo que se pierde en la comunicación y que, por ende, resulta inasible. Y eso que no puede articularse por medio de las palabras, eso que no sabemos cómo pedir, dejará siempre un resto de insatisfacción. El fruto de esa insatisfacción es, ni más ni menos, el que permite el surgimiento del deseo. Un deseo que en parte tiene que ver con lo que decimos, pero también con lo que no podemos decir.

Volvamos por un segundo a aquel instante mítico del primer llanto del bebé. Dijimos que, sin saber ni esperar nada, el chico se encuentra con que su ansiedad fue calmada y su necesidad satisfecha por algo externo (la madre). Esto lo sorprende y le da una satisfacción plena… por única vez.

Una vez que ha sabido de la existencia de su madre, de su pecho que lo alimenta y de sus brazos que lo calman, el niño ya ha entrado al mundo del deseo y, cada vez que sienta hambre, sueño o miedo, no podrá evitar que surja ese deseo de que la mamá venga, se haga cargo de sus demandas, y lo calme. Ésta es la experiencia que da origen al amor.

Porque a partir de esa experiencia, cada vez que vuelva a tener una necesidad, ya estará esperando que venga aquello que lo calma e irá fantaseando el momento de la satisfacción. Y este detalle es fundamental, porque la espera lo introduce al mundo del deseo. Pero siempre habrá una diferencia entre la satisfacción anhelada y la satisfacción encontrada. Siempre habrá algo que queda, un resto de insatisfacción y ése será el motor permanente del deseo humano, ya que este modelo infantil se irá trasladando con los años a todos y cada una de nuestras vivencias.

El deseo de Reconocimiento

Llegar a ser uno mismo no es algo fácil. Por el contrario, es la consecuencia de un complejo recorrido. Al no poder saciar por sí mismo sus necesidades y, habiendo comprendido que la satisfacción de sus deseos depende de los demás, el niño empieza a querer agradar a aquellos que necesita para que lo cuiden, lo alimenten, lo vistan o lo bañen. Funciones que, generalmente, son desempeñadas por los padres.

¿Y cómo hace para intentar satisfacer esta necesidad de ser reconocido y querido por ellos? Simple. Intenta convertirse en lo que cree que esperan de él. Pero aquí se impone otra pregunta: ¿Cómo sabe lo que los demás pretenden que él sea? La respuesta es que en realidad no lo sabe, pero lo irá deduciendo a partir del discurso y las actitudes que va decodificando en su comunicación cotidiana con los demás.

A veces de un modo consciente y muchas otras de manera inconsciente, los padres marcan un camino a seguir. El simple hecho de regalarle al nacer una camisetita del club de fútbol por el que simpatiza, el padre le está indicando que de ese equipo tiene que ser hincha. Y muchas veces no hay otra explicación para serlo. «Soy hincha de este club porque ya mi padre lo era». Nos identificamos con un deseo del padre e intentamos cumplirlo.

Cada acto, cada palabra, puede funcionar entonces como un mandato a obedecer al ser tomado por una psiquis en formación como la de un chico. Y éste es el punto en el cual me gustaría detenerme.

El otro día, mientras esperaba mi turno para ser atendido en un negocio, escuché que una madre le dijo a su hijo, al cual se le había caído un paquete que ella le había dado: «Ves que vos no servís para nada».

Una frase como ésta, si es tomada al pie de la letra como una sentencia, puede convertirse en un camino a seguir y llevar a un sujeto a la búsqueda inconsciente de un destino sufriente.

Retomo para ejemplificar una frase dicha por una paciente que analizamos desde otro punto de vista en capítulos anteriores: «Yo no sé por qué siempre me engancho con tipos casados, si ya sé que más tarde o más temprano voy a terminar sufriendo».

Esa frase, dicha como al pasar, se convirtió en el hilo de Ariadna que le permitió salir del laberinto emocional en el cual ella quedaba encerrada inexorablemente. Dedicamos muchas sesiones a interpretar lo que quería decir realmente con esto y hacia dónde nos llevaba.

Hasta que un día trajo el recuerdo de que su madre, como la señora del comercio, cuando ella era niña solía decirle: «Vos te vas a quedar sola porque no servís para nada».

Este comentario había tomado para ella la fuerza de un mandato y así llegó a la conclusión de que eso era lo que la madre esperaba de ella: que no sirviera para nada y se quedara sola para siempre. Por eso, intentando cumplir con este mandato materno, todo el tiempo buscaba ese tipo de relaciones, ya que no se sentía merecedora de ser amada y respetada. ¿Por qué? Porque ella tenía el deber de
no servir para nada
, y lograr construir una relación en la que fuera feliz la hubiera llevado a incumplir con ese mandato. Sentía, además, que no tenía nada para dar y que, por ello, no era merecedora de ocupar un lugar de privilegio en la vida de un hombre.

Alguno podría pensar que este ejemplo es muy extremo, pero les aseguro que hay muchas maneras de transmitirle a un chico «que no sirve para nada». Y si no pensemos qué le estamos diciendo cada vez que, al ver que algo no le sale, le decimos: «dejá que lo hago yo». Seguramente la madre de mi paciente tampoco era tan mala como podemos suponer aunque ella la haya registrado de esta manera. Pero no olvidemos que una cosa es la realidad y otra muy distinta es la realidad psíquica.

Los mandatos

En la época en que estudiaba la técnica de la hipnosis junto al doctor Breuer, Sigmund Freud tuvo una revelación magistral. Observó que en una de esas experiencias al hipnotizado se le daban indicaciones que debería cumplir cuando saliera del estado hipnótico con la orden de no recordar estas indicaciones. Así, por ejemplo, se le ordenaba a alguien que al despertar debería pedir un vaso de agua sin recordar esta orden. Para asombro de los presentes, la persona al salir del trance pedía un vaso de agua y al preguntársele por qué lo había hecho decía que simplemente había tenido la necesidad de hacerlo. Es decir que estaba obedeciendo a una orden que no recordaba, que había sido expulsada de su conciencia, pero que aun así, no perdía su eficacia.

Freud se preguntó, entonces, si estas órdenes inconscientes no podrían producirse en situaciones diferentes de las del experimento de laboratorio, en circunstancias cotidianas. Si no podría ser que muchas de las cosas que una persona hace fueran solamente la consecuencia de órdenes que hubiera recibido en algún momento de su vida y que, a pesar de no recordarlas, no podía dejar de cumplir.

La práctica con pacientes y el análisis de los contenidos inconscientes le fue mostrando que su hipótesis era cierta. Comprobó, como lo seguimos comprobando los analistas hoy en día con nuestros pacientes, que sin saberlo, todos llevamos mandatos que inconscientemente guían nuestros pasos, muchas veces por caminos de dolor.

Un mandato es una palabra, un gesto o un acto de otro que incorporamos y al que, inconscientemente, le damos el poder de guiar nuestras vidas.

He aquí la característica de los mandatos: nos constituyen porque nos identificamos con ellos y los incorporamos hasta hacerlos algo propio, y desde allí nos indican cómo debemos ser para satisfacer el deseo de otros y, de esa manera, nos señalan el camino a seguir.

Pero a pesar de esto, que resulta inevitable, cabe decir que no todos los mandatos son negativos. Por el contrario, muchísimas veces estos mandatos nos estimulan y son posibilitadores de futuros logros. Cuando nuestros padres nos transmiten que tenemos derecho a pelear por lo que deseamos, que podemos fracasar en ese intento sin ser por eso inservibles, que peleemos por seguir nuestros deseos, pero sin exigirnos el éxito como única fuente de placer, incorporamos mandatos que son propiciadores y no frustrantes.

Recuerdo que hace muchos años vi una película llamada
Y mañana serán hombres
.

En ella se cuenta la historia de unos chicos que están encerrados en un reformatorio y que han sido alojados allí «porque no servían para nada». Y lo que se les decía era que ellos iban a estar allí hasta que fueran mayores de edad, pero que al salir seguramente iban a delinquir e iban a terminar sus días en una cárcel, porque ése era su destino.

En un momento llega a la institución un nuevo director que no cree que esto tenga que ser así, que no es cierto que esos chicos no sirvan para nada, y comienza a estimularlos, a establecer con ellos un vínculo diferente, atravesado por el respeto y el aliento. En contraposición con los dichos anteriores, él les dice que tienen que prepararse para cuando salgan, les pregunta qué es lo que quieren ser, cuál es su deseo y los incentiva a que recorran el camino hacia él. Y, sobre todo, les transmite la idea de que confía en ellos.

Cierto día se presenta en su despacho un chico al que apodaban «El Gallo». Este muchacho era reconocido por ser el más rebelde, el de peor carácter, el líder violento del grupo e incluso había tratado de escapar del reformatorio en varias ocasiones.

En esa escena, El Gallo mira al director y el diálogo es más o menos el siguiente:

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