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Se lo recordé al día siguiente cuando fui a verla.
—Olvídate de eso —dijo—, fue una tontería. Me habían hablado de aquel colegio y quería ver cómo era.
Le pregunté el nombre y la dirección. Pero ella se reclinó en la almohada: estaba cansada.
—Ya no me acuerdo, Verónica. Hace mucho tiempo.
Dijo lo de hace mucho tiempo de una manera tan lejana, como algo perdido y olvidado, que me asaltó la idea de que quizá ya no le importase, de que había salido del caracol y que lo que yo pensaba hacer era un acto sin sentido. Y, sin embargo, yo no podía dejar de indagar un poco más.
Me pidió que llamase a un par de clientes y que repartiese los pedidos que estaban en casa. Me fastidiaba que hubiese enfermado ahora que tenía ese trabajo que podía competir con la obsesión por Laura.
Le dije que yo podía seguir atendiendo a sus clientes hasta que empezasen las clases en la facultad. De pronto me había acordado de mi desastrosa vida. No quería mentirle a mi madre y fingir que era una universitaria cuando no lo era, pero la verdad la habría acongojado. Por eso existen las mentiras y los mentirosos.
Me explicó lo que debía hacer. Me emocionaba verla tan animada pensando que todo continuaba como debía continuar. Me indicó los teléfonos a los que tendría que llamar y me rogó que prestara mucha atención y que no me equivocara para que los clientes no protestaran y en la empresa no notaran el cambio. Su trabajo le importaba mucho y lo había organizado bien. Tenía mucha fe en sí misma y sabía que lo que hacía no se podía hacer mejor. Estaba triste, enfadada, pero no trastornada. Me devolvió la agenda.
—Aquí está todo. Ten mucho cuidado con ella. No la pierdas por nada del mundo. Nunca la lleves en la mano, sino en el bolso, en la mochila, lo que estés acostumbrada a llevar contigo, lo que echarías de menos inmediatamente si lo olvidaras en cualquier parte.
Mi madre nunca olvidaba nada, ni siquiera las llaves de casa, ni un libro en la mesa de una cafetería. Lo tenía todo en la cabeza. No era olvidadiza ni despistada. No sé por qué había dudado de ella.
—Mamá, ¿recuerdas a aquel psiquiatra al que ibas cuando yo era pequeña?
Me interrogó con los ojos, ¿por qué le hacía esa pregunta?
—¿Por qué te decidiste a ir, por qué lo necesitabas?
Sus manos tendrían doscientos años, pero sus ojos habían retrocedido a los cinco. Todo lo que miraban quedaba cubierto por una capa de inocencia.
—Cosas de la vida. Es mejor ir a un loquero que amargar la vida a la gente que quieres.
—¿Y por qué lo dejaste?
—Por una cuestión de tiempo y de dinero y porque dejé de confiar en él.
—Son como confesores. Hablar siempre ayuda.
—No sé qué decirte. Era su actitud, no me ayudaba.
—A lo mejor es que no te decía lo que querías oír.
—También llegué a pensarlo, pero si le hacía caso, la angustia iba a más, así que decidí cortar.
Sus ojos de cinco años me sonrieron.
—Tú no lo necesitas.
—Es pura curiosidad —dije.
Se recostó y dejó rodar la cabeza por el respaldo buscando acomodo.
—No sé qué habrá sido de ese hombre, siempre con su sombrero en la mano.
Le di un beso de despedida. Últimamente la besaba en la frente para no pegarle ningún microbio.
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No podía visitar ni la mitad de clientes que mi madre porque debía moverme en transporte público. Ojalá que se pusiera bien para empezar a preparar el carné de conducir y examinarme; hasta entonces no quería pensar en mi futuro, sólo en el de ella. Casi toda la clientela tenía en común un cierto aire juvenil y de curiosidad por las novedades, independientemente de la edad y del lugar donde viviesen. Iba de norte a sur y de este a oeste, de chalés de superlujo a pisos de cincuenta metros cuadrados, de deportistas de veinte años a veteranos de ochenta. Había muchas mujeres de mediana edad que me decían que habían encontrado en mi madre a una amiga, a una guía en el mundo de las algas y la soja. Al principio no me dejaban pasar de la puerta, cogían el pedido y me firmaban el recibo con cara de decepción por no ver a Betty. Pero en cuanto les decía que era su hija y que (tal como me había aconsejado mi madre) les traía la nueva línea de cosmética basada en las propiedades del té, me pedían que pasara al salón y yo les decía que Betty estaba haciendo un curso de especialización en Japón y que debían tener un poco de paciencia porque cuando volviese sus vidas iban a cambiar. Entonces decían ¡qué maravilla!, pasándose la mano por la piel.
Con todos los salones que vi podría escribir un libro sobre sofás, mesas bajas de centro, televisores, equipos de música, libros o nada de libros, cortinas, persianas, y los olores que se escapan al abrir el tarro de las esencias de un hogar. También podría escribir otro libro sobre las vestimentas de andar por casa. Desde hombres y mujeres vestidos como si de un momento a otro fueran a llegar príncipes y princesas, hasta los que me atendían prácticamente desnudos como la cosa más natural del mundo.
Mi madre los conocía al dedillo. Le encantaba que le contara todos los detalles de mis visitas. La casa de los horrores, La Vampiresa, El palacio de cristal, La casa fuerte, El desván, El Guarro. Estábamos más unidas que nunca. Ahora yo era su vida fuera, sus ojos y su lengua. Me aleccionaba sobre el rollo que tenía que meterles a los clientes para que se quedaran satisfechos. Los productos son la mitad de lo que compran, la otra mitad es una vida mejor y sentirse del grupo de los adelantados, decía. Nadie quiere pertenecer al pelotón de los torpes. Hay que hablarles de lo último que ha salido, de lo que aún es imposible encontrar en España y que en cambio lleva tiempo pegando fuerte en los Emiratos Árabes.
Los médicos del hospital me decían que iba mejorando muy lentamente y que el estado de ánimo y la esperanza suponían la mitad de su mejoría.
La verdad era que la mitad de la vida, la mitad de la salud, de las cremas de extractos del fondo marino, de la belleza, de la alegría y de la desesperación, la mitad de todo no era real, era pura ilusión, como el humo de las varitas de incienso que regalaba al superar las cien mil pesetas de compra.
También me ponía sobre aviso de clientes pesados y con los que no merecía la pena insistir. Algunos estaban aburridos y dejaban que los visitaras para pasar el rato. Era el caso de Greta Valero, la Ladrona. No quiso explicarme qué había robado. Dijo que eso daba igual. Aléjate de ella. Tendría que haberla borrado de la agenda, pero se me olvidó. Pide las cosas más caras y no paga. Por nada del mundo quiero que vayas allí, dijo. Mi madre la había encerrado en un círculo rojo repasado varias veces, un gran círculo que traspasaba el papel, por lo que enseguida recordaría que ésa no nos interesaba.
Laura y Madame Nicoletta
Aquel mediodía, de hacía ya tres años, a la salida del examen nos esperaba Madame Nicoletta con un vestido de verano hasta los pies, un chal extralargo para combatir cualquier corriente de aire y un pañuelo envolviéndole la cabeza. Varios collares, varias pulseras, anillos. Con todo lo que llevaba se podría montar una tienda de artesanía. Nos habíamos presentado cuatro de sus discípulas para pasar a estudiar en la cantera del Ballet Nacional. Yo era la mayor de todas porque Nicoletta había estado esperando hasta verme preparada, momento que nunca llegaba del todo. Si me había presentado finalmente había sido por exigencias de Lilí, que dudaba de que la profesora estuviera siendo justa conmigo. Lilí se moría de ganas de decirle a sus amigos, a la clientela de la zapatería y a cualquiera que quisiera escucharla que su nieta se estaba formando para ser bailarina del Ballet Nacional.
Lo pasé realmente mal, e imagino que Nicoletta, peor. Salí pálida por el esfuerzo sin sentido que acababa de hacer ante un tribunal que me despidió antes de tiempo. Estuve a punto de tirar la toalla en medio del ejercicio porque sabía que mis compañeras lo habrían hecho mucho mejor y que no tenía ninguna posibilidad. Nicoletta trató de no mirarme a los ojos.
—Bueno, ya ha pasado todo —nos dijo a las cuatro, aunque yo sabía que el peso de la frase recaía en mí.
Mi abuela llegó corriendo, enfadada porque no había podido salir de la tienda antes y por haberse perdido el ambiente desde el principio. Le brillaban los ojos. Lo primero que miró fue la medallita que se empeñó en que me pusiera porque la había llevado ella de niña. Me apretó contra su blusa blanca. Le llegaba al hombro y olí las gotas de perfume que siempre se ponía en el cuello. Se me revolvió el estómago y sentí ganas de llorar. Qué desastre. Iba a decirle que se marchara, que no asistiera a la humillación que íbamos a vivir de un momento a otro.
—¿Qué tal ha ido? —le preguntó a la profesora, tan ilusionada que me daban ganas de morirme.
—Bien —dijo secamente Madame Nicoletta. Luego me cogió por los hombros, me metió entre sus pañuelos y pulseras y por un momento me sentí segura y en paz—. Lo importante es el esfuerzo que han hecho durante estos años. Va en beneficio de ellas y eso es lo que de verdad les quedará de por vida.
Lilí torció el gesto, la mirada, el brillo de los ojos y el de las mejillas. Sacó un pañuelo y se limpió el sudor con golpecitos para no arrastrar el maquillaje. Empezaba a intuir que sus sueños se iban al traste.
Permaneció seria y con los brazos cruzados hasta que colgaron una nota en la puerta del aula. Se acercaron Lilí, Nicoletta y las otras chicas y sus madres. Mi nombre era el único que no aparecía.
Mi abuela estaba destrozada, no miraba a nadie. No pude felicitar a mis compañeras porque me fui detrás de ella. La profesora me siguió con la mirada mientras atendía a las radiantes madres de las brillantes bailarinas.
—Por eso no quería presentarte —dijo Lilí mientras nos poníamos los cinturones de seguridad en el coche—, para meter a sus preferidas.
—Ellas son mejores, abuela. Son más flexibles y melódicas.
—No vuelvas a decir eso, ¿me oyes? Esto ha sido un amaño. —Conducía sin prestar atención—. Tantos años de sacrificio, de traerte y llevarte, de tutús, zapatillas, ilusiones, y ahora esto.
—Abuela, por favor, lo intentaré el año próximo.
—Ya eres demasiado mayor, no te dejarán. Estás fuera, se acabó. Y no me llames abuela —dijo volviendo la cabeza hacia mí de una forma que hizo que deseara que nos pegáramos contra un árbol y que el suplicio terminase para siempre.
Verónica y la Vampiresa
Más de una vez se me había pasado por la cabeza llamar a Ana la del perro para contarle lo de mi madre y que le hiciese alguna visita, eso la alegraría. Sería una forma de repartirnos la mitad de su mejoría entre ella, mi padre y yo porque mis abuelos estaban excluidos, mi madre no quería verlos. Pero no fue necesario que hiciera el esfuerzo: una noche a eso de las once, cuando mi padre y yo estábamos recogiendo los platos de la mesita de centro, donde habíamos cenado mirando la pantalla con profunda intensidad, como si quisiéramos romperla, llamó Ana por teléfono. Eran los peores momentos del día, ¿qué hacíamos nosotros aquí y mi madre en el hospital, cuando lo normal sería que estuviera aquí, sentada al lado de mi padre, hablando y levantándose cada dos por tres? A veces doblaba la ropa seca mientras veía una serie y regañaba a mi padre por tirar migas encima de la alfombra. Lo primero que hacía al llegar a casa era cambiarse de ropa. En invierno se ponía unos vaqueros viejos y una camiseta y se recogía la mata de pelo en una coleta, y en verano, unos pantalones cortos y otra camiseta y también se recogía el pelo y eso era todo, no se parecía en nada a la Vampiresa, que me abría la puerta con un batín de seda de pavos reales, que se le escurría por el hombro, por la piernas al sentarse, por todo un cuerpo desnudo que amenazaba con quedarse al aire en cualquier momento. Siempre parecía, fueses a la hora que fueses, que acababa de dejar a alguien en la cama para salir a abrir la puerta. A veces se oían ruidos más allá del llamado salón, donde había un loro en una jaula entre muebles lacados en negro. Yo procuraba ser rápida con la información para que volviese a sus quehaceres, pero ella no hacía caso de los ruidos. Una vez incluso se empeñó en que tomásemos el té. Lo trajo en una bandeja lacada también en negro y tuve que asistir a la ceremonia del escanciado entre amenazantes resbalones de la bata. Mi madre ya me había advertido de que era una compradora extraordinaria. No miraba el precio ni hacía cálculos; le llenaba la mesa de potingues que tardaría diez años en gastar y que debía de guardar en alguna parte con las toneladas de varitas de incienso que mi madre le había regalado y que yo también le regalaba. Un día, al resbalársele la bata, le vi un moratón en la espalda. Desvié enseguida la vista, quizá no era lo que parecía; dentro se oyó un carraspeo que pareció de hombre, pero ella no tenía prisa. Me preguntó qué tal le iba a mi madre el curso, estaba deseando que le contara cosas de Japón. Estuve a punto de decirle la verdad, una idea absurda porque a nadie le serviría para nada y yo traicionaría la confianza de mi madre, así que me mordí la lengua, recogí mis cosas y me marché. Afuera el resplandor me cerró los ojos de golpe. Nadie se salva del todo, me dijo el resplandor en el lenguaje de los resplandores.
Fue un alivio oír la voz de Ana. Me preguntó por mi madre y yo le expliqué la situación con todo tipo de detalles. Hablé por los codos. Ella escuchaba en silencio. Sólo me interrumpió para decirle a
Gus
que se callara. Le dije que estaba sustituyendo a mi madre en el trabajo y que esperaba que a la empresa no le importara, puesto que era algo temporal y además algunos clientes estaban aún de vacaciones. También supo que Ángel pasaba una temporada con los abuelos de Alicante y que mi padre se encontraba perdido y que a mí se me había olvidado matricularme en la universidad.
—No te preocupes —dijo—, no tienen por qué enterarse. En la empresa lo que importan son los resultados, y Betty es una de las mejores comerciales.
Su voz sonó dura, envejecida, como si tuviera más años de los que parecía, como si se hubiese descuidado y no la hubiera controlado.
—Iré a verla y también me pasaré por tu casa. Llámame para cualquier cosa.
Le di las gracias y, según colgaba, me fui arrepintiendo de no haberme contenido. En el fondo necesitábamos consuelo, pero no ayuda. Nos las estábamos arreglando y mi madre no tenía más remedio que resignarse a estar en manos de los médicos.