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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (2 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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De pronto, Erix se volvió hacia ellos, con una expresión más animada en el rostro.

——¡Escuchad! —exclamó, con gran esfuerzo.

——¿Qué? —preguntó Poshtli, alerta.

——No oigo nada —murmuró Hal.

——¡Cómo que no! —replicó la joven—. ¡Allí! ¡Allí está otra vez!

——Un grito... Parece humano —susurró Poshtli. La mirada de sus negros ojos recorrió el horizonte. Halloran seguía sin escucharlo.

——¡Por aquí! —indicó Erix, con la voz cargada de esperanza. Se apresuró a bajar por la ladera arenosa del risco, y los hombres fueron tras ella, arrastrando los pies. Hal, más allá de la desesperación y de la esperanza, únicamente se dio cuenta de que volvían a moverse. La joven se desvió hacia la derecha, y llegaron a un repecho rocoso—. ¡Allí!

La muchacha señaló una mancha de color verde entre las rocas pardas. En un primer instante, Hal pensó que Erix había encontrado una planta comestible, pero en aquel momento la mancha se remontó batiendo sus poderosas alas, y todos pudieron ver la larga cola multicolor.

——Un guacamayo —dijo Poshtli—. Un pájaro de la selva. ¿Qué hace aquí, en medio del desierto?

——Tiene que haber agua cerca —contestó Erix.

El pájaro dio un par de vueltas por encima de ellos, y después se alejó para ir a posarse en otro risco, que estaba más allá del que acababan de cruzar. Ansiosos, animados por la nueva esperanza de salvación, reanudaron la marcha hacia aquel lugar.

El guacamayo permaneció inmóvil, observándolos con ojos brillantes mientras ellos avanzaban tan rápido como podían, a pesar de su agotamiento. Graznó una vez, abriendo su pico ganchudo. Las grandes garras amarillas del pájaro se movieron con torpeza sobre la roca donde se posaba, sin dejar de mirarlos.

Erix marchaba a la cabeza; ya no trastabillaba. Subió la poco empinada ladera casi a la carrera, y a punto estuvo de alcanzar al pájaro antes de que volviera a remontarse.

El ave se elevó hasta la cumbre del risco, y desapareció por el otro lado. Halloran reprimió un súbito temor irracional de que Erix también remontara el vuelo para irse con el pájaro, y desapareciera de su vida.

——¡Deprisa! —gritó la muchacha, entusiasmada, sin dejar de correr.

Los demás se reunieron con ella en la cresta, jadeantes. Hasta
Tormenta
los siguió, casi al trote. El trío observó el panorama, sin dar crédito a sus ojos.

Ante ellos se abría un valle poco profundo y rocoso, libre de la arena del desierto. Las laderas eran repechos casi verticales de piedra arenisca que llegaban hasta el suelo de la depresión; tenía el aspecto de un gran cuenco amarillo, de casi un kilómetro de diámetro. La profundidad era suficiente para que nadie pudiera verlo si no estaba en lo alto de los riscos que lo formaban.

En el fondo del valle, un pequeño estanque azul, rodeado de helechos, hierba y unas cuantas palmeras enanas, reflejaba los rayos del sol. Una suave brisa ondulaba la superficie del agua, provocando destellos que parecían los de la luz en las facetas de un diamante.

Envuelto en sus prendas negras, el Antepasado se acercó al caldero del Fuego Oscuro. Los movimientos de la figura delgada eran lentos, pero su lentitud no tenía nada que ver con la vejez. En un gesto inesperado, echó hacia atrás su capucha, y dejó que la luz carmesí del fuego infernal le iluminara el rostro, descarnado y cruel.

La piel negra tensa al máximo contra el cráneo daba a sus facciones el aspecto de una calavera, y sus escasos cabellos blancos eran como una cresta en medio de la calva reluciente. Las aletas nasales del Antepasado se movían con la respiración, y sus labios delgados, apenas entreabiertos, dejaban ver los dientes blancos y las abultadas encías rojas. Sus piernas y brazos no parecían más que huesos recubiertos de piel. Era la imagen de la muerte: una figura encorvada y esquelética, animada por alguna fuerza invisible.

La única excepción eran sus ojos. Todas sus energías parecían estar concentradas en aquellas grandes órbitas blancas, que reflejaban el suave resplandor del Fuego Oscuro, aumentándolo con su propio calor. El Antepasado contempló el fuego sobrenatural, complacido.

——¡El fuego del auténtico poder! —siseó el viejo drow. Su voz sonó como las hojas secas sacudidas por el viento.

Observó a los Cosecheros, que alimentaban el fuego con corazones. Los Cosecheros eran drows jóvenes, todavía no preparados para formar parte de la orden de los Muy Ancianos, en la que esperaban poder ingresar. Ahora se esforzaban en su trabajo, y cada noche se teleportaban a través de Maztica hasta los altares del sanguinario Zaltec, para recoger los corazones arrancados a las víctimas humanas en los sacrificios del atardecer.

Estas horribles pruebas de fe eran traídas aquí para alimentar el apetito infernal del Fuego Oscuro. El hambre del dios, comunicada a los sacerdotes por los Muy Ancianos, provocaba un flujo incesante de cautivos, esclavos, guerreros prisioneros y hasta voluntarios hacia los altares. Y, a medida que los corazones alimentaban el fuego, más aumentaba el poder de Zaltec.

El caldero y la misma caverna, que servía de sala de reunión de los drows, se encontraban a gran altura, excavados en las proximidades de la imponente cumbre del monte Zatal. El pico volcánico dominaba el valle de Nexal, donde se levantaba la gran ciudad. El gigante tronó, como si quisiera expresar con un eructo monstruoso el gran placer de Zaltec con su comida. La sensación de poder cuando la roca tembló bajo sus pies, complació al Antepasado.

Por fin los Cosecheros acabaron su tarea, y el Antepasado ocupó su asiento en la caverna desierta. Desde su gran trono, contempló la fosa circular que tenía delante. De unos seis metros de diámetro, con el borde a nivel del suelo de la cueva, el caldero resplandecía con la maldad de su fuego carmesí. Los corazones acabados de arrojar a su interior brillaban como ascuas, aunque daban muy poco calor. La mayor parte de su poder se escapaba hacia abajo, a las entrañas de la montaña y al alma del propio Zaltec.

«Éste es el poder —pensó el Antepasado—. ¡Zaltec es el poder! ¡El culto del dios de la guerra es una fe auténtica y un inmenso poder!» Los habitantes de Maztica conocían a Zaltec desde antes de la llegada de los drows; sin embargo, no había alcanzado la influencia de que gozaba en la actualidad hasta la aparición de los Muy Ancianos. Al predicar y extender el culto de los sacrificios, habían alimentado al dios de la guerra como nunca jamás. Muy pronto, el poder de Zaltec sería supremo, irrefrenable.

El Antepasado pensó por un instante en Lolth, la diosa araña de los drows, adorada por otros miembros de su raza en diversas partes del mundo. Como la personificación del mal, Lolth era un alma cruel, que prometía el poder a quienes la obedecían ciegamente.

En otros tiempos, los Muy Ancianos habían figurado entre sus fieles, y dedicado todos sus esfuerzos y sus vidas al servicio de la diosa araña.

——¡Bah! —exclamó, despreciativo. Los otros drows eran unos imbéciles. Lolth había olvidado a los elfos oscuros de Maztica, les había vuelto la espalda cuando la Roca de Fuego había destrozado la tierra. En su choque, había fracturado hasta la misma piedra y, en la convulsión del cataclismo, la tribu del Antepasado había quedado aislada del resto de la raza de los elfos oscuros. Ahora, la tribu se había convertido en los Muy Ancianos, portavoces del culto de Zaltec, adorado por los pueblos de Maztica. Lolth y sus patéticos servidores, apartados del Mundo Verdadero por grandes extensiones de tierra, no contaban para nada en este lugar.

Zaltec se había convertido en su vida y su futuro.

El Antepasado volvió a contemplar los corazones rojos y calientes, que resplandecían como brasas en el caldero. ¡Zaltec gobernaría esta tierra! Los sacerdotes del dios oscuro, de acuerdo con las enseñanzas de los Muy Ancianos, trabajaban para convertir a los guerreros a su causa, y los marcaban con la señal de la cabeza de serpiente. El culto de la Mano Viperina había comenzado a florecer, y éste era el instrumento perfecto para los planes de los drows.

Otro instrumento ideal ocupaba nada menos que el trono de Nexal, pensó el Antepasado. El gran Naltecona, canciller de los nexalas y prácticamente emperador de Maztica, era perfecto como figurón del poder. El gobernante no sabía lo mucho que había colaborado a la causa de los Muy Ancianos.

Pero la muerte de Naltecona había sido predicha desde hacía mucho tiempo, y con su desaparición se produciría un vacío de poder en el Mundo Verdadero. Maztica necesitaría nuevos gobernantes. Y los Muy Antiguos, a través del culto de la Mano Viperina, estarían preparados.

Había dos temas que aún eran motivo de preocupación para el Antepasado. Uno era el desembarco en Maztica de la Legión Dorada. Estos belicosos extranjeros amenazaban con destruir todos los preparativos de los Muy Ancianos. Con sus armas de acero y su magia, los invasores eran un enemigo formidable. No obstante, el Antepasado había previsto la invasión unos diez años antes, y había tomado sus precauciones para contrarrestarla. La prudencia había dado sus frutos, y existía la posibilidad de que la Legión Dorada se convirtiera en un poderoso —aunque involuntario— aliado.

El otro problema, más molesto, era el de la muchacha, Erixitl. Inexplicablemente, había conseguido escapar de sus garras.

Recordó la escalofriante visión que había tenido varias décadas atrás. Zaltec le había enviado un aviso, con la forma de una estrella blanca y resplandeciente. En la visión, la estrella caía sobre ellos en el preciso momento en que se concretaba el dominio de Zaltec. El cataclismo resultante acababa con la tribu de los elfos oscuros. En un efecto secundario insignificante, un sinnúmero de catástrofes asolaban el continente de Maztica.

Después de varios años de estudio, meditación y sacrificios, había aclarado la naturaleza de la estrella blanca. Una muchacha humana era el germen del espantoso final. Hasta mucho más tarde, y a través de la imagen ígnea ofrecida por el Fuego Oscuro, no había podido identificar a la joven como Erixitl de Palul. Por aquel entonces era una niña de diez años, pero de inmediato se habían dado las órdenes para su asesinato. Pese a ello, por alguna razón desconocida, la muchacha había escapado a todos sus agentes: sacerdotes, Caballeros Jaguares y, finalmente, hasta al drow Spirali, que había muerto a manos de Poshtli y Halloran. Erixitl seguía viva, y, mientras viviese, las maquinaciones de los Muy Ancianos continuaban en peligro. ¡Debía morir!

Sólo así quedaría asegurado el dominio de Maztica.

Erixitl jamás había probado nada tan dulce como el agua de aquel estanque. El guacamayo graznó —satisfecho, pensó la joven— desde una de las palmeras, mientras los tres humanos y el caballo saciaban la sed en el pequeño lago cristalino.

Se acostaron a la sombra de las palmeras, y permanecieron en silencio durante un buen rato, en tanto el sol se hundía en el horizonte, y las sombras se extendían por el valle. No había ni una sola nube en el cielo, y el calor del desierto los asaba. Pero ahora tenían suficiente con estar vivos, con saber que sus gargantas no sangrarían por la falta de humedad, que el polvo no les taparía los pulmones. El primero en hablar fue Poshtli.

——De aquí marcharemos hacia el norte —indicó el Caballero Águila—. De esta manera podremos entrar en Nexal por el sur, sin acercarnos a las ciudades vecinas. No dudo que podremos cargar la cantidad de agua suficiente para el viaje.

——¿Y después, qué? —preguntó Halloran.

Erix observó que su compañero dominaba cada vez mejor el idioma nexala. Si bien ella podía hablar su lengua —aprendida gracias a la magia—, los tres hablaban en el idioma nativo, que era entendido por todos.

——Iremos a ver a mi tío, Naltecona —explicó el guerrero—. Espero que nos conceda su protección, aunque no puedo estar seguro de que lo haga. Algunos de sus consejeros recomendarán tu castigo. Después de lo ocurrido en Ulatos, los guerreros ansían con vehemencia la revancha.

Las fuerzas de la Legión Dorada no sólo habían derrotado al ejército payita, sino que además habían asesinado a muchos civiles. Los legionarios habían atacado a los payitas en Ulatos, la capital del país. Había sido el primero —pero probablemente no el último— de los combates entre los invasores y los guerreros de una de las naciones de Maztica.

——¡Pero Halloran no combatió con sus camaradas en Ulatos! —protestó Erix—. ¡Me salvó de ellos!

——El gran Naltecona escuchará nuestras palabras, y debemos confiar en su sabiduría —replicó Poshtli.

——Aceptaré el riesgo —dijo Hal—. Además, no tenemos otras opciones, excepto la huida. Va contra mi naturaleza escapar de mis enemigos en lugar de hacerles frente.

——Bien dicho —aprobó Poshtli—. Sin embargo, haríamos bien en escoger el momento adecuado para la batalla.

——De acuerdo —asintió Halloran—. Cuando llegue la ocasión, no será peor que otros de los muchos combates en los que he participado a lo largo de los años. He luchado contra los piratas y los nómadas del desierto, me he visto rodeado de ogros...

——¿Ogros? —preguntó Poshtli—. ¿Qué son «ogros»?

Hal lo miró, sorprendido por la pregunta.

——Son unos seres feroces y enormes; una especie de humanos, pero más grandes y estúpidos, y muy salvajes. Son unos monstruos parecidos a los orcos y los trolls. ¿No hay criaturas así en Maztica?

——Esos monstruos, parecidos a hombres pero salvajes. no existen aquí —respondió el Caballero Águila—. Tenemos al
hakuna,
el lagarto de fuego, y otros peligros. pero al parecer debemos dar gracias por la ausencia de ogros y orcos.

Erix escuchó la charla de los hombres acerca de monstruos y guerras, mientras la somnolencia se apoderaba de ella. Deseó que estos minutos de paz se convirtieran en horas, o días, aunque sabía que era imposible. No obstante, los peligros que les aguardaban no consiguieron empañar la felicidad del momento.

Unos minutos más tarde, con el cielo todavía iluminado, se quedó dormida. Pero esa noche no encontró paz en sus sueños.

Erixitl se convirtió en un pájaro, que volaba sobre la inmensidad de Maztica. O quizás era el propio viento, la cálida encarnación del aire portador de vida, que barría el Mundo Verdadero con una caricia purificadora. Voló por encima de las cumbres nevadas, se deslizó entre los bosques y las profundidades de la selva. Experimentó una sensación de libertad y poder que jamás había podido disfrutar.

Se remontó a través de Maztica, por encima de las tierras de los payitas y los kultakas, hasta que por fin llegó al centro del continente, al reino del poderoso Nexal. Los volcanes gemelos de Zatal y Popol le cerraron el camino, pero el viento se desvió hacia arriba. y cruzó el macizo sin molestias. Recorrió las calles de la ciudad de Nexal y, a pesar de que jamás había visto la gran ciudad, descubrió que la conocía muy bien. A la luz de la luna llena, muy cerca del horizonte por el este, se deslizó entre las enormes pirámides y la infinidad de canales, hasta entrar en el palacio de Naltecona.

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