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Authors: Care Santos

Tags: #Fantasía, Romantico

Esta noche no hay luna llena (6 page)

BOOK: Esta noche no hay luna llena
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Cuando las páginas estuvieron listas, registró su propiedad intelectual y las envió a las respectivas empresas junto con una carta que decía:

Soy un joven diseñador de páginas web en busca de trabajo. Creo que con mis ideas y un poco de tiempo, la página de su empresa podría ser mucho más competitiva y atraería a muchos más clientes que en la actualidad. Le envío una pequeña muestra del trabajo que he realizado en exclusiva para ustedes, para que lo estudien, por supuesto, sin ningún compromiso por su parte. En caso de que les interese, adjunto mis datos de contacto y mi curriculum vítae. Reciba un cordial saludo de…

Por supuesto, el curriculum vítae era imaginario. En él, tenía diez años más y había trabajado para seis compañías informáticas desaparecidas. Es decir, imposibles de rastrear. La foto sí era suya, pero retocada para parecer menos pálido, menos delgado y menos joven.

Después de dar este paso, temió haber hecho una soberana estupidez y que las empresas se limitaran a copiar sus ideas y archivar su mensaje, pero no fue así. El primero en responder fue el jefe de recursos humanos de la marca de moda. Le dio las gracias con amabilidad y le dijo que ya tenían contratada la actualización de su página con otra empresa, pero que archivaban sus datos por si en un futuro… bla, bla, bla. Pura palabrería. Fue un modo de quitárselo de encima, porque un año después, la página web continuaba sin cambios. Es decir, seguía siendo horrible. Aunque a Abel ya no le importaba. Simplemente esperaba que le llamaran mientras trabajaba para otros.

El despacho de abogados contestó a las veinticuatro horas, solicitando un presupuesto. Abel no se lo podía creer. ¡Su primer cliente! Procuró no elevar mucho el precio, para no asustarlos. Después de intercambiar media docena de correos electrónicos, los abogados le dijeron que querían hablar «de los detalles» en una entrevista personal. Ponían a su disposición un billete de avión para que se desplazara a Madrid desde cualquier punto del país.

Abel continuó construyendo su personalidad ficticia. Contestó enseguida, intentando ser muy amable:

Lamentándolo mucho, no me será posible desplazarme hasta su empresa. Aunque no se lo había dicho en un primer momento, tengo una importante minusvalía. No me afecta en absoluto a la hora de trabajar, pero me impide salir de casa a menos que sea por breves lapsos de tiempo. Podemos resolver la cuestión, si les parece, a través de videoconferencia. Espero que esta circunstancia no sea un grave inconveniente para ustedes y quedo a la espera de sus noticias.

Le daba risa expresarse de ese modo —«espero que esta circunstancia…», «quedo a la espera de sus noticias…»—, pero sabía muy bien que debía hacerlo. Hay un lenguaje para cada mundo. Aquel al que quería acceder se conquistaba con amabilidad y frases hechas.

Además, no mentía en absoluto. Oficialmente era minusválido. Su madre había conseguido que el Estado le reconociera como tal cuando apenas tenía un par de años, presentando los informes de unos cuantos médicos desconcertados que le trataron poco después del contagio. «Porfiria aguda intermitente», escribió uno de ellos en su informe, confundiendo los inexplicables síntomas que estaba viendo con los de una enfermedad metabólica que afecta a los glóbulos rojos.

Porfiria aguda intermitente
. Si alguien deseaba comprobarlo, lo podía demostrar. Pero no fue necesario.

Los clientes aceptaron. Le propusieron celebrar la videoconferencia a las doce del mediodía. Abel mintió de nuevo: aquel día tenía un compromiso con otros clientes y solo le sería posible a partir de las seis de la tarde.

Por fortuna, era invierno.

Todo se desarrolló sin más sorpresas. Consiguió no ponerse muy nervioso durante la videoconferencia —aunque su estómago rugía como un motor gastado—. Fue su primer trabajo antes de crear su propia página, en la que se anunció como «Abel Bayal, Creaciones Virtuales. Diseño y mantenimiento de páginas web».

Su segundo cliente fue una agencia de modelos. Siguieron una inmobiliaria y la editorial de autoayuda a quien había ofrecido sus servicios en primer lugar. En solo un año, Abel tenía trabajo de sobra e incluso se planteaba buscar a alguien con conocimientos suficientes de informática para «ampliar el negocio». Alguien a quien, lo aceptaba desde el principio, nunca miraría a los ojos si no estaba entre ellos el cristal de la pantalla.

«Mejor», se decía. «Así me ahorro las explicaciones».

Su madre se sentía muy orgullosa de él, aunque tenía sentimientos encontrados con respecto a que su hijo ganara su propio dinero. De algún modo, aquellos ingresos suponían un cambio sustancial en la extraña forma de vida que habían mantenido durante dieciséis años. El dinero hace a las personas independientes y, por eso mismo, cambia las cosas.

Abel deseaba que las cosas cambiasen.

Seis

—¿Hoy empiezas tus clases, hijo? —pregunta Rosa, asomando de pronto la cabeza por la puerta y sonriendo de un modo bobalicón.

Se refiere a las clases de guitarra. O a ese sucedáneo de clases de guitarra que a Abel cada vez le da más rabia.

—Madre, por favor, ¿no podrías llamar antes de entrar?

Mirada desconcertada de Rosa. Su hijo tiene secretos para ella. Para una madre siempre es duro enfrentarse por primera vez a esta evidencia.

—Menuda tontería —dice ella—. ¿Tienes algún secreto que yo no pueda saber?

—No es eso, madre, es que…

—¿Entonces? ¿Qué pasa?

—Solo quiero un poco de intimidad —responde Abel bajando la mirada—. Además, la tele me desconcentra.

—Está bien, bajaré el volumen. Pero tú abre la puerta.

Rosa se marcha, abriendo la puerta del cuarto de su hijo de par en par. Abel espera a que sus pasos dejen de oírse por el pasillo, se levanta y cierra de nuevo.

Le gustaría comprar un pestillo. Se promete hacerlo en cuanto cumpla dieciocho. Todas las personas tienen derecho a su intimidad, a sus propios secretos.

Tener secretos. Otra forma de crecer.

Siete

Abel sabe que la de hoy no va a ser una buena noche. Al día siguiente es su cumpleaños y su madre no soporta que se haga mayor. Por eso está más rara que de costumbre.

Aún no hay noticias de Oscura, constata al mirar la bandeja de entrada. Consulta el reloj. Es como si el tiempo no quisiera avanzar. El último mensaje que ha recibido es la confirmación de que su pedido llegará mañana. A mediodía, una hora inoportuna si no fuera porque Rosa tiene el día libre. Se trata de un regalo de cumpleaños que decidió hacerse a sí mismo, con su dinero. También encargó algo para su madre.

Los anteriores mensajes son de clientes que esperan respuesta. Abel está desganado. Aún falta mucho tiempo para todo. Mucho para que aparezca Oscura. Mucho para su clase.

Lo de las clases de guitarra fue otra suerte. Encontró un curso online que parece bastante bueno y que incluye una sesión quincenal con un profesor (colombiano) que le da clases por videoconferencia. Pero no puede comenzar sin instrumento. Hoy tiene la primera sesión, que solo será de toma de contacto, a las dos de la madrugada. Las siete de la tarde en Bogotá. Ya se imagina diciendo:

—Aún no tengo guitarra, solo quería conocerle…

Abel se despereza y decide darse un respiro. Una vuelta por algunas de las páginas que frecuenta le vendrá bien. Todas están administradas por bichos raros como él. Llevan títulos que hablan por sí mismos, y que le encantan: «Night Rate», «El club de los murciélagos», «Trasnochar es una religión» o «La fraternidad de los bichos raros». Esta última le inspiró su pseudónimo, este extraño sobrenombre que llamó la atención de Oscura desde el primer momento. Todas estas páginas informan de las últimas modas entre los adictos a desoír las modas. Incluyen recomendaciones de cómics, libros, discos de grupos nada comerciales, series de televisión y un foro en el que Abel suele ser una presencia constante. Error: allí no es Abel, sino Weirdo.

Fue así como llegó hasta ella. Descubrió su blog por casualidad, pero de inmediato se convirtió en su favorito. Lo primero que le gustó fue el nombre:
Esta noche no hay luna llena
. También le sedujo el pseudónimo de la administradora, «Oscura», y el hecho de que siempre publicaba sus entradas de madrugada. Al principio desconfió un poco, porque en el blog no venía ninguna foto, y en el perfil tampoco figuraba ninguna información más allá de un correo electrónico. Decidió introducirlo en su canal de conversación y probar suerte. Como única presentación, seis letras: «Toc, toc». Si la autora era, como afirmaba, una criatura nocturna, antes o después la encontraría en ese espacio virtual que compartían noche tras noche.

Y así fue. Apareció en su canal de conversación, le aceptó y comenzaron a charlar una madrugada cualquiera. En ese momento ya parecía anunciarse en cada palabra que aquello sería algo decisivo para ambos, que cambiaría el curso de sus vidas.

De Oscura sabe lo que ha leído en las entradas y lo poco que ella ha querido contarle. Lo primero: que es rara, diferente, y que tiene un montón de problemas. Que escribe muy bien. Su estilo —no sabe por qué razón— le enganchó desde la primera línea de la primera entrada, que decía así:

Necesito contar las cosas horribles que me están ocurriendo y muchas otras que, imagino, me van a ocurrir.

Fue leer estas palabras y volverse adicto a ella, a su manera de escribir, a su personalidad arrolladora, a sus palabras cargadas de tristeza y de soledad.

Por lo demás, tiene dieciséis años y vive en una gran ciudad, pero ahora está pasando una larga temporada en una casa que sus padres tienen en el Valle del Silencio, a escasos treinta kilómetros de Valdelobos. Últimamente ha estado enferma (ingresada en un hospital), o puede que lo esté todavía; su enfermedad es extraña y ni siquiera los médicos saben decirle bien qué le ocurre. Está harta de su familia, se siente sola, no tiene amigos y su vida sentimental ha sido un fiasco (hasta ahora). A ella también le gusta la noche, pero al mismo tiempo la aterra, y está convencida de que algo muy importante está cambiando en su interior. Como suele ocurrir. Pero no sabe cómo tomárselo, ni qué hacer.

Abel cree que Oscura y él tienen mucho en común. Aunque no es por eso que lee su blog. Lo hace porque hay algo en su manera de escribir que le resulta irresistible. Sus palabras descarnadas. Su carácter fuerte. Su decisión. Es como si a cada frase suya que lee, Abel reconociera el ideal que quiere para su propia vida. También percibe su tristeza, su desazón. Su corazón lleno de energía, pero también de herrumbre. Hermoso pero podrido. Exactamente igual que el suyo.

Además, hay otro detalle. Abel se suscribió al blog de Oscura. Lo hizo el primer día, cuando comprendió que lo que aquella desconocida tenía que contar le interesaba por encima de todo. Ahora, un mensaje le avisa todas las noches cuando ella acaba de apretar la opción «Publicar entrada». Suele hacerlo entre la una y las dos de la madrugada. Durante unos segundos, Abel sabe que ella también está ahí, en alguna parte de la noche virtual, tal vez observando la misma página donde él rastrea sus palabras. Le gusta pensar que algo sutil pero muy importante los mantiene conectados.

Cuando se dio cuenta de todo esto, algo comenzó a cambiar para él. Una de esas noches, se decidió a irrumpir en su blog y a dejarle un comentario. Lo hizo mientras el corazón le latía como un tambor dentro del pecho. Fueron las primeras palabras de amor de toda su vida. Las primeras que dirigía a una chica, alguien que no era su madre, Hipólito o sus relaciones de trabajo. Tuvo que reescribir la frase varias veces antes de darla por buena, pero al fin pulsó la tecla «Enviar comentario» y sus sentimientos pasaron al instante a formar parte del espacio inmensamente inabarcable de la red. El mensaje también era inmenso e inabarcable:

Desde que sé que existes vale la pena vivir una noche más.

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