Al este, montones de materia prima aguardaban las atenciones de los procesadores intermedios, que separaban la materia prima necesaria para las máquinas de construcción. Minerales purificados, celulosa y productos nutritivos —necesarios para los componentes cuasiorgánicos de las máquinas— se apilaban en colinas de cubos de un metro de anchura.
La comunidad del paraje llano del pie del cerro estaba casi terminada, y ya guardaba cierta semejanza con las ciudades de Thistledown. Por el momento, todas las estructuras —hileras de cúpulas y prismas, vastos sembrados extensos, centros comunitarios enormes como tazas invertidas— eran traslúcidas o blancas, pero pronto las cubrirían con pintura orgánica y modificadores de texturas que se encargarían de colorear y esculpir; luego se añadirían los interiores. Muy pocos estarían equipados con proyectores decorativos. Los evacuados del Hexamon tendrían que habituarse a un ambiente más austero.
Sin duda acusarían tales privaciones, pensó Karen. Pero aquella comunidad todavía sería varios siglos más avanzada que cualquier otra ciudad de la Tierra.
Al verse obligados a vivir en la Tierra, tal vez los ciudadanos del Hexamon dieran al fin los necesarios pero postergados pasos de la Recuperación. El Hexamon Terrestre y el Hexamon Orbital al fin tendrían que reconciliarse con el pasado y el futuro.
A menos, desde luego, que nada sucediera en Thistledown. Entonces los evacuados regresarían y las cosas seguirían como antes.
Pero eso parecía improbable. Fueran cuales fuesen las explicaciones, Karen veía la mano de Mirsky detrás de la evacuación.
Una vez más se sorprendió suplicando al ruso que cuidara a su esposo. Se había convertido en un ritual diario que le brindaba un consuelo asombroso.
Si todavía actuaban fuerzas que escapaban a su comprensión, era probable que Garry no se hubiera desvanecido. Aunque ella no pudiera hablarle ni verlo, él existiría en alguna parte.
El viento que soplaba desde el campamento hacia el cerro le trajo un aroma de verdor fresco, el aroma de una ciudad en crecimiento, cobrando vida. Karen miró el cielo y cruel, irracionalmente, deseó que Thistledown fuera destruida.
Sólo esa noche, cuando despertó de un sueño inquieto, comprendió por qué, y por la mañana, mientras se preparaba para las reuniones entre los notables de Melbourne y los representantes electos de la comunidad de evacuados, casi lo había olvidado de nuevo.
Su deseo persistía.
Habéis venido a saber dónde estáis. No podéis vivir en dos mundos.
En los raros momentos en que no la examinaban, analizaban o interrogaban —transcurrieran esos momentos en un tiempo real o ilusorio—, y podía tener la certeza razonable de que sus pensamientos eran realmente suyos, Rhita procuraba entender lo que le había contado su abuela. Era obvio que ella estaba derribando una muralla que Patrikia no había derribado; una muralla de ignorancia en lo concerniente a los jarts. ¿Qué me están haciendo? Parecían mantener sus pensamientos y su yo en un recinto aparte. Ella no sentía su cuerpo, y no creía que su cuerpo aún estuviera conectado con ella. Algunos de los espejismos que le presentaban eran muy convincentes, pero había aprendido a desconfiar de las apariencias.
¿Dónde estoy? Estaba de vuelta en la Vía, al parecer; le había dado la impresión de que la tarea que estaban realizando en Gaia aún no estaba concluida. Por deducción, no podían mantenerla allí; tal vez fuera más conveniente para quienes la analizaban tener su cuerpo cerca.
Su mente podía estar en cualquier parte.
¿Typhón me está analizando?
No lo sabía. Tal vez no importara. Los jarts parecían intercambiables.
Los análisis a que la sometían eran ocasionalmente esclarecedores, en la medida en que los recordaba y podía trabajar con ellos durante los momentos dispersos que le dejaban para sí misma.
La pusieron en varias situaciones sociales con fantasmas de personas que había conocido. Al principio entre esos fantasmas no estaban sus conocidos de Alexandreia. Ella se comportaba en esas escenas con la esperanza de que fueran reales; en parte actuaba convencida, totalmente engañada; daba lo mejor de sí. Pero otra parte de ella siempre permanecía escéptica.
Muchas veces se encontró con Patrikia. Muchas veces se repitieron ciertas escenas. De esta manera, sus propios recuerdos pasaban a primer plano, y Rhita tenía la oportunidad de reseñarlos al mismo tiempo que los jarts.
Todo esto cambió después de un tiempo inconmensurable. Echó raíces, se hizo estudiante en Alexandreia. Sus captores no interrumpieron esta ilusión.
Se alojaba en el dormitorio de las mujeres, se abría paso en medio de discriminaciones sociales y políticas, asistía a cursos de matemática e ingeniería. Pronto iniciaría sus estudios de física teórica.
Demetrios era su didaskalos. La parte de ella que aún conservaba su escepticismo se preguntaba si se trataba de la verdadera psique de Demetrios; había en él algo más convincente.
El entorno era tan real que Rhita empezó a relajarse. Su yo escéptico se debilitó hasta tal extremo que consideró su recuerdo mismo como ilusorio. La última percepción de esta Rhita escéptica y evanescente fue:
Al fin han quebrado mis defensas.
Entonces Alexandreia fue real, aunque un poco distorsionada.
No recordaba el viaje a las estepas.
Rhita ganó la mayoría de sus batallas académicas. Demetrios parecía interesado por ella más allá de la relación entre didaskalos y alumna. Tenían en común algo que ninguno de los dos podía definir.
Pasaron los días y llegó el invierno aigypcio seco como de costumbre pero más fresco; fueron a navegar por el Mareotis. Él le confesó que le había enseñado casi todo lo que sabía, salvo a ser hábil en política.
—Parece que te cuesta adquirir esa habilidad —le dijo. Ella no lo negó. Creía, afirmó, que la honestidad era mejor que la simple adaptación a las circunstancias.
—No en Alexandreia. Ni siquiera tratándose de la nieta de Patrikia. Menos si se trata de ella.
Algunos ibis blancos merodeaban entre los juncos, cerca de las murallas de piedra arenisca y granito que durante mil años habían rodeado el Mareotis. Rhita se sentó en el bote, tratando desesperadamente de recordar algo; tenía jaqueca, tal vez notaba la atracción que por ella sentía su didaskalos. Esto la halagaba, pero había algo más urgente. ¿Reunirse con la reina? ¿Cuándo haría eso?
—Todavía espero mi cita con Kleopatra —dijo, porque sí. Demetrios sonrió.
—¿Obra de tu padre?
—Creo que sí —dijo ella. La jaqueca se agudizó.
—Él quiere derrotar al bibliophylax.
—No creo que se trate de eso. Todos tardan mucho en ver a la reina.
—Bastante. Está muy ocupada.
Rhita se apretó las manos contra las mejillas. No parecían sólidas.
—Necesito regresar a la costa —murmuró—. Me siento mal.
Tal vez fue entonces cuando la larga y continua ilusión comenzó a resquebrajarse, y no a causa de sus captores. Algo andaba mal en la psique de Rhita. Todo lo que había visto y sentido afloró en su interior: pensamientos ocultos buscando liberación.
Parecieron transcurrir los días. Ella estudiaba, tratando de dormir por las noches; pero el sueño era algo extraño, un vacío dentro de un vacío.
En esos sueños inquietos vio a una niña que llamaba a la puerta de su abuela. ¿Quién era esa niña que deseaba ver a Patrikia cuando ella estaba tan ocupada y no podía recibir a cualquiera? La niña lloraba y adelgazaba, muriéndose de hambre. Una noche soñó que la niña era apenas un pellejo envuelto en una ceñida mortaja de lino que olía a hierbas, apoyada contra la puerta como un rollo de paño, la mandíbula floja. A la noche siguiente no estaba allí, pero los golpes en la puerta continuaban, huecos y desesperados.
Patrikia nunca recibió a la niña.
Rhita, en cambio, obtuvo una cita con la reina. Atravesó los aposentos privados y vio a Oresias sentado en un rincón, leyendo un pergamino muy grueso y muy largo, como un antiguo erudito. Vio un retrato funerario de Jamal Atta en la pared.
Un kelta pelirrojo la condujo a la cámara interior, al dormitorio situado en las profundidades del palacio, rodeado por brazos y brazos de piedra muda, fría, oscura. La habitación olía a incienso y enfermedad. Rhita estudió al kelta, que la miraba con ojos solemnes y aterrados.
—Yo debería saber tu nombre —le dijo.
—Entra —dijo el kelta—. Mi nombre no tiene importancia. Entra a ver a la reina.
La reina estaba enferma, acostada en su cama ancha y larga de cuero, envuelta en las pieles de animales exóticos del Continente Meridional; la rodeaban lámparas doradas de aceite y lámparas eléctricas opacas. La reina, muy vieja, delgada, canosa, llevaba una túnica negra. Alrededor de la cama había objetos en cajas de madera. Rhita se detuvo a la derecha de la cama; los ojos de la reina la seguían.
—Tú no eres Kleopatra —dijo Rhita. La reina no habló. Sólo la miraba.
—Necesito hablar con Kleopatra.
Rhita dio media vuelta y vio a Lugotorix —así se llamaba el kelta— de pie a la entrada del dormitorio.
—No estoy donde debo estar —le dijo.
—Ninguno de nosotros lo está, ama —dijo el kelta—. Recuerda. Yo trato de ser fuerte, de recordar, pero es difícil. ¡Recuerda!
Rhita tembló, pero no sintió su temor profundamente.
Typhón salió de las sombras, sin distorsiones, tan convincente como Lugotorix, el rostro curtido por la experiencia, los ojos sabios, penetrantes, más humanos.
—Ahora se te permitirá recordar —dijo el escolta.
Tapi Ram Olmy recorrió el pasillo del centenario complejo de apartamentos, buscando el indicador de la unidad de la tríada familiar Olmy-Secor, tal como le había dicho su padre. Enseguida lo encontró. Por la puerta, abierta, se veía un interior decorado con el estilo y el gusto de los ocupantes originales. Tapi había estudiado detalladamente ese período de la vida de su padre. La tríada había pasado sólo tres años en aquella unidad, después de ser exilada de Alexandria, la ciudad de la segunda cámara, en las últimas etapas del Exilio. Pero su padre siempre regresaba a ese lugar, como si fuese su hogar más que ningún otro.
Tapi, todavía nuevo en el mundo más estable que existía fuera de Memoria de Ciudad y la guardería, se asombraba de aquella devoción, pero la aceptaba. Estaba seguro de que todo lo que hacía su padre era atinado.
Olmy estaba cerca de la única ventana del apartamento, en una ancha habitación a la derecha de la entrada. Tapi entró en silencio y esperó a que Olmy lo viera.
Olmy se dio la vuelta. Tapi, a pesar de su juventud, se alarmó al ver el aspecto de su padre. Parecía haber abandonado el rejuvenecimiento, o descuidado los suplementos periódicos. Estaba más delgado, demacrado. Parecía fijar los ojos en Tapi sin verlo.
—Me alegro de que pudieras venir.
Tapi había movido todas sus influencias para estar allí cuando todos los miembros disponibles de las fuerzas de defensa estaban tan atareados. Pero no quería explicarle esto a su padre.
—Me alegro de que me hayas llamado.
Olmy se le acercó, enfocando la mirada, mirándolo con un afecto que pretendía ser objetivo.
—Muy bien —dijo, observando detalles y mejoras sólo visibles para quien había vivido en un cuerpo diseñado por él mismo—. Lo has hecho muy bien.
—Gracias.
—Creo que le transmitiste mi mensaje a Garry Lanier... antes de su muerte. Tapi asintió.
—Lamento no servir bajo sus órdenes.
—Era un hombre notable. Esto resultará embarazoso... entre dos hombres habituados a servir al Hexamon... Tapi escuchó atentamente, ladeando la cabeza.
—Me gustaría enviarle recuerdos a tu madre. No puedo verla.
—Todavía está aislada —dijo Tapi—. Yo tampoco puedo hablarle.
—Pero la verás antes que yo.
Tapi apretó los labios, la única muestra de su preocupación.
—Nunca volveré a veros. No puedo explicar mucho más.
—Ya me has dicho esto una vez, padre.
—Esta vez no hay duda, ni segunda oportunidad.
—Pavel Mirsky regresó —dijo Tapi, recurriendo en broma a esta comparación extrema.
Olmy sonrió de un modo que lo dejó helado.
—Tal vez ni siquiera tenga esa oportunidad —dijo.
—¿Puedo hacerte preguntas, padre?
—Preferiría que no. Tapi cabeceó.
—No podría responderlas si las hicieras.
—¿Puedo ayudarte de algún modo?
Olmy sonrió de nuevo, esta vez cálidamente, y con un leve cabeceo.
—Sí. Te han vuelto a asignar a Defensa de la Vía, en la séptima cámara.
—Sí.
—Puedes aclararme una cosa. Mis investigaciones no han dado ningún fruto en este aspecto. ¿Vuestras armas todavía atacan sólo jarts o no humanos?
—No está sintonizadas para los humanos. No dispararían contra ellos.
—¿En ningún caso?
—Podemos apuntarlas manualmente contra cualquiera. Pero no se espera que haya tiempo para apuntarlas manualmente.
—No lo hagas —dijo Olmy.
—¿Cómo dices?
—Sólo eso. No apuntes manualmente contra un humano. Sólo te pediré eso.
Tapi tragó saliva y miró al suelo.
—Debo hacerte una pregunta, padre. No estás trabajando siguiendo instrucciones del Hexamon. Eso es evidente. —Irguió la cabeza y tocó el brazo de su padre—. ¿Lo que estás haciendo es para bien del Hexamon?
—Sí. A la larga, creo que sí. Tapi retrocedió.
—Entonces no puedo oír más. Haré lo posible para... seguir tus instrucciones. Pero si veo el menor indicio... —Su furia y su confusión eran evidentes.
Olmy cerró los ojos y cogió la mano de su hijo.
—Si tienes la menor sospecha de que estoy mintiendo o trabajando para perjudicar al Hexamon, dispararás manualmente. Tapi adoptó una expresión severa.
—¿Algo más, ser?
—Tienes mi bendición.
—¿Alguna vez sabré qué sucedió?
—Si existe alguna manera, hasta donde yo pueda, de que sepas qué sucedió y por qué, te lo diré.
—¿Morirás, padre? Olmy negó con la cabeza.
—No lo sé.
—¿Qué deseas decirle a madre? Olmy le entregó un bloque.
—Dáselo.
Tapi se guardó el bloque en un bolsillo, se acercó a su padre, titubeó, y al fin lo abrazó.
—No quiero que te vayas para siempre —dijo Tapi—. No te lo pude decir la última vez.