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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (10 page)

BOOK: Excalibur
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—De todos modos, dudo que me salve la vida —comentó compungida.

—¿Por qué? —pregunté.

Sonrió contemplando el anillo.

—¿Qué sajón se detendrá a buscar un anillo? Primero violar y después saquear, ¿no es esa la regla de los lanceros?

—Tú no estarás aquí cuando vengan los sajones —dije—. Tienes que volver a Powys.

—Yo me quedo —afirmó—. No puedo salir huyendo siempre en busca de mi hermano cada vez que amenaza un peligro.

No quise discutir más hasta que llegara el momento, y envié mensajeros a Durnovaria y a Caer Cadarn para informar a Arturo de mi regreso. Cuatro días después llegó él a Dun Carie; le conté la negativa de Aelle y Arturo se encogió de hombros como si no hubiera esperado otra cosa.

—Merecía la pena intentarlo —comentó sin darle importancia. No le hablé de la proposición de Aelle, pues su mal humor le habría hecho sospechar que yo me sentía tentado a aceptarla y tal vez dejara de confiar en mí para siempre. Tampoco le dije que había visto a Lancelot en Thunreslea, pues sabía que odiaba hasta el sonido de ese nombre. Sin embargo, sí que le hablé de la presencia de los dos sacerdotes de Gwent y la noticia le hizo fruncir el ceño—. Supongo que tendré que visitar a Meurig —dijo sombríamente, mirando al Tor. Luego se volvió hacia mí—. ¿Sabías —preguntó en tono de acusación— que Excalibur es uno de los tesoros de Britania?

—Sí, señor —dije. Me lo había contado Merlín hacía tiempo, pero me había obligado a jurar que guardaría el secreto por miedo a que Arturo rompiera la espada para demostrar que no era supersticioso.

—Merlín me ha pedido que se la devuelva —dijo Arturo. Sabía desde siempre que un día podía reclamársela, lo sabía desde su juventud, desde el mismo día en que Merlín le entregara la espada mágica.

—¿Se la devolveréis? —pregunté con ansiedad.

—Si no lo hiciera, Derfel —contestó con un gesto amargo—, ¿olvidaría Merlín todas esas tonterías?

—En el caso de que sean tonterías, señor —repliqué; me acordé de la luminosa niña desnuda y me dije que era precursora de grandes portentos.

Arturo se desabrochó el cinturón con la vaina labrada.

—Tómala, Derfel —dijo a regañadientes—, llévasela tú. —Me colocó la preciosa espada en las manos—. Pero di a Merlín que quiero que me la devuelva.

—Así lo haré, señor —le prometí. Pues si los dioses no acudían la noche de Samain, Excalibur tendría que ser blandida contra el ejército de los sajones.

La víspera de Samain estaba muy próxima ya y durante la noche de difuntos, Merlín llamaría a los dioses.

Al día siguiente, llevé a Excalibur hacia el sur para que así fuera.

3

Mai Dun es un cerro alto situado al sur de Durnovaria y en algún tiempo debió de ser la más inexpugnable fortaleza de Britania. La cima es ancha, ligeramente abovedada, y se extiende hacia levante y poniente rodeada por tres inmensos muros de turba muy escarpados, erigidos sin duda por el pueblo antiguo. Nadie sabe cuándo ni cómo fue construida, y algunos creen que los mismos dioses debieron de cavar los cimientos, pues los muros son tan elevados y los fosos tan profundos que no parecen obra humana, aunque, ni la altura de las murallas ni la profundidad de los fosos evitó que los romanos la tomaran y pasaran a espada a la guarnición. Desde aquel día, la fortaleza de Mai Dun ha permanecido vacía, a excepción de un pequeño templo dedicado a Mitra que los romanos victoriosos erigieron en el extremo oriental de la pradera de la cumbre. En verano, la vieja fortaleza es un lugar delicioso donde pastan las ovejas entre los escabrosos muros, revolotean las mariposas por la hierba y crecen el tomillo y las orquídeas; sin embargo, a finales de otoño, cuando la noche se cierra temprano y las lluvias barren Dumnonia desde poniente, la cima es una altura desnuda y helada que el viento azota crudamente.

El sendero principal lleva a la laberíntica cancela occidental y, cuando subí por allí portando a Excalibur para Merlín, el suelo estaba resbaladizo. Al mismo tiempo que yo subía un grupo de aldeanos. Algunos acarreaban grandes brazadas de leña a la espalda, otros acarreaban pellejos de agua potable y unos cuantos obligaban a avanzar a los bueyes que arrastraban grandes troncos o trineos repletos de ramas cortadas. Los bueyes sangraban por los costados y tiraban de la carga esforzadamente por la empinada y traicionera subida, desde la cual se divisaba en lo alto, entre la hierba de la muralla exterior, una guardia de lanceros. La presencia de hombres armados confirmaba lo que me habían contado en Durnovaria, que Merlín había cerrado Mai Dun a todos excepto a los que iban a trabajar.

Dos lanceros estaban apostados a la puerta. Ambos eran guerreros irlandeses de los Escudos Negros, contratados a Oengus mac Airem, y me pregunté qué parte de su fortuna estaría gastándose Merlín en disponer ese pastizal desolado para la llegada de los dioses. Los hombres se dieron cuenta de que yo no iba a trabajar a Mai Dun y bajaron a mi encuentro.

—¿Tenéis asuntos que resolver aquí, señor? —me preguntó uno de ellos respetuosamente. Yo no llevaba armadura, pero sí a Hywelbane, cuya vaina me delataba como persona de rango.

—Tengo asuntos con Merlín —dije.

Los Escudos Negros no se apartaron.

—Señor, aquí llega mucha gente que dice tener asuntos con Merlín. Pero, ¿acaso lord Merlín tiene asuntos con ellos?

—Dile que lord Derfel le trae el último tesoro —dije, tratando de impresionarlos con mis palabras, pero en vano. El más joven de los Escudos Negros subió con el mensaje y el mayor se quedó charlando conmigo. Como la mayoría de los lanceros de Oengus, parecía un rufián alegre. Los Escudos Negros procedían de Demetia, un reino que Oengus había instaurado en la costa occidental de Britania, pero, aunque fueran invasores, no los odiábamos tanto como a los sajones. Los irlandeses luchaban contra nosotros, nos saqueaban, nos esclavizaban y nos robaban la tierra, pero hablaban una lengua semejante a la nuestra, sus dioses eran los mismos que los nuestros y, cuando no estábamos en guerra, se mezclaban fácilmente con los nativos britanos. Algunos, como el propio Oengus, parecían más britanos que irlandeses, pues su Irlanda nativa, que siempre se jactaba de no haber sufrido jamás la invasión de los romanos, había sucumbido finalmente a una religión romana. Los irlandeses adoptaron el cristianismo, pero los señores de allende el mar, reyes irlandeses como el mismo Oengus que se habían apoderado de tierras en Britania, continuaban aferrados a los dioses antiguos; por tal motivo pensaba yo que la siguiente primavera esos lanceros Escudos Negros sin duda defenderían a Britania de los sajones, a menos que los ritos de Merlín hicieran acudir a los dioses a rescatarnos.

Fue el joven príncipe Gawain quien salió a recibirme desde la cima. Bajó por el camino con su armadura encalada, aunque su esplendor quedó empañado cuando resbaló en un charco de barro y descendió unos metros rebocando sobre el culo.

—¡Lord Derfel! —me llamó, una vez se hubo puesto de pie—. ¡Lord Derfel! Venid, venid. Sed bienvenido. —Me acogió con una amplia sonrisa—. ¿No es acaso lo más emocionante? —me preguntó.

—Aún no lo sé, lord príncipe.

—¡Un triunfo! —exclamó entusiasmado, sorteando con cuidado el charco de barro que le había hecho caer—. ¡Una gran obra! Roguemos por que no sea en vano.

—Toda Britania ruega por ello —dije—, excepto los cristianos, quizás.

—Dentro de tres días, lord Derfel —me aseguró—, no habrá más cristianos en Britania, pues todos habrán visto a los dioses verdaderos. Siempre y cuando —añadió con ansiedad— no llueva. —Miró a las sombrías nubes y de repente pareció que fuera a echarse a llorar.

—¿No llueva? —pregunté.

—O tal vez sea la nube lo que nos niegue a los dioses. La lluvia o la nube, no estoy seguro, y Merlín está impaciente. No lo dice, pero creo que la lluvia es el enemigo, o tal vez la nube. —Hizo una pausa, seguía pesaroso—. O ambas cosas, quizá. He preguntado a Nimue, pero no soy de su agrado —dijo afligido—, de modo que no lo sé con certeza, pero yo suplico a dioses que nos concedan cielos despejados. Ultimamente ha habido muchas nubes, muchas nubes, y sospecho que los cristianos ruegan por que llueva. ¿Es cierto que traéis a Excalibur?

Desenvolví la espada envainada y se la ofrecí por el pomo. Tardó un poco en atreverse a tocarla, pero al final la sacó con cautela de la vaina. Se quedó mirando la hoja reverentemente y luego rozó con un dedo las volutas labradas y los dragones grabados que la decoraban.

—¡Forjada en el otro mundo! —dijo en tono de admiración—. ¡Por el propio Gofannon!

—Mejor diríais forjada en Irlanda —repliqué sin piedad, pues la juventud y la credulidad de Gawain me impelían a minar su piadosa inocencia.

—No, señor —me aseguró, plenamente convencido—, fue hecha en el otro mundo. —Me devolvió a Excalibur—. Venid, señor —me apremió, pero volvió a resbalar en el barro y dio unos traspiés para no perder el equilibrio. Su blanca armadura, tan impresionante en la distancia, estaba muy gastada. La cal estaba salpicada de barro y empezaba a despintarse, pero el joven príncipe poseía una inquebrantable confianza en sí mismo que le salvaba de parecer ridículo. Llevaba el largo cabello rubio recogido en una trenza floja que le llegaba donde la espalda pierde su ilustre nombre. Mientras íbamos por el pasaje de la entrada, que se retorcía entre las altas lomas de hierba, pregunté a Gawain cómo había conocido a Merlín.

—¡Oh, conozco a Merlín de toda la vida! —replicó el príncipe risueñamente—. Iba a la corte de mi padre, ¿sabéis?, aunque últimamente no tanto, pero cuando yo era pequeño siempre estaba allí. Era mi maestro.

—¿Vuestro maestro? —repetí sorprendido, pues lo estaba; pero Merlín siempre actuaba misteriosamente y nunca me había hablado de Gawain.

—No me enseñaba letras —puntualizó Gawain—, de eso se encargabán las mujeres. Merlín me iniciaba en los misterios de mi destino. —Sonrió pudorosamente—. Me enseñó a conservarme puro.

—¡Puro! —Lo miré con curiosidad—. ¿Nada de mujeres?

—Ni una, señor —admitió con inocencia—. Así lo exige Merlín. Bueno, ninguna por ahora, aunque luego sí, naturalmente. —Calló de pronto, ruborizado.

—No me extraña que ruegues por que haya cielos despejados.

—¡No, señor, no! —protestó Gawain—. ¡Suplico cielos despejados para que los dioses acudan! Y cuando acudan, traerán a Olwen de Plata con ellos. —Volvió a sonrojarse.

—¿Olwen de Plata?

—¡La visteis en Lindinis, señor! —Su hermoso rostro casi parecía etéreo—. Su paso es más ligero que los suspiros del aire, su piel brilla en la oscuridad y por donde pisa nacen flores.

—¿Y ella ha de ser tu destino? —pregunté conteniendo una mala punzada de celos al pensar que aquel grácil espíritu luminoso estuviera reservado a Gawain.

—La desposaré cuando haya concluido la tarea —dijo con orgullo—, aunque de momento mi deber es custodiar los tesoros; pero dentro de tres días recibiré a los dioses y los llevaré contra el enemigo. Me convertiré en el libertador de Britania. —Pronunció tan desorbitado alarde con mucha calma, como si fuera una encomienda común. No dije nada, simplemente lo seguí en silencio hasta el otro lado del hondo foso que se abría entre los muros medio e interior de Mai Dun, y vi que en el fondo de la trinchera había varios refugios provisionales de ramas y paja—. Dentro de dos días —Gawain se dio cuenta de lo que miraba— derribaremos esos refugios y los echaremos a las hogueras.

—¿A las hogueras?

—Ya lo veréis, señor, ya lo veréis.

Al principio, al llegar a la cima, no entendía lo que veía. La cima de Mai Dun es un espacio alargado y herboso donde podría refugiarse, en tiempos de guerra, una tribu entera con todo el ganado, pero en esos momentos el extremo occidental del cerro era un entramado de setos secos dispuestos en complicado laberinto.

—¡Allí! —dijo Gawain ufanamente, señalando hacia los setos como si los hubiera plantado él mismo.

La gente que transportaba leña se dirigía a uno de los setos más próximos, donde depositaban la carga y volvían a marchar en busca de más. Entonces vi que los setos eran en realidad grandes amontonamientos de madera que iban apilando para hacer una hoguera. Cada pila era más alta que un hombre, y al parecer había kilómetros de pilas, pero no comprendí la disposición de la leña hasta que Gawain me llevó a lo alto de la muralla interior.

Los montones ocupaban toda la parte occidental de la planicie y en el centro había cinco montones de leña dispuestos en círculo en torno a un espacio vacío de unos seis o siete pasos de amplitud. El amplio espacio estaba rodeado por una espiral de setos que describía tres vueltas completas, de modo que toda la espiral, con el centro incluido, tendría en total más de ciento cincuenta pasos de anchura. Fuera de la espiral había otro círculo de hierba vacío rodeado por un anillo de seis espirales dobles; cada una nacía de un espacio circular e iba desenroscándose hasta enroscarse en la siguiente, de modo que el complicado anillo exterior estaba formado por doce espacios rodeados de fuego. Las espirales dobles se tocaban formando una muralla de fuego alrededor de toda la impresionante disposición.

—Doce círculos pequeños —pregunté a Gawain—, ¿para trece tesoros?

—Señor, la olla ocupará el centro —dijo con absoluto respeto y temor.

Tratábase de una obra magna. Los setos eran altos, cumplidamente más que un hombre, y estaban atestados de leña; ciertamente, en aquella cima debía de haber madera para abastecer todos los fuegos de Durnovaria durante nueve o diez inviernos. Las dobles espirales del ala occidental de la fortaleza aún no estaban terminadas y vi a los hombres pisoteando la leña a conciencia para que no ardiese brevemente, sino larga y vivamente. Entre la leña amontonada y apisonada había troncos enteros aguardando las llamas. Me imaginé una hoguera digna de señalar el fin del mundo.

Y supuse que, en cierto modo, tal sería su propósito. Iba a producirse el fin del mundo que conocíamos, pues si Merlín no erraba, los dioses de Britania acudirían a aquel lugar elevado. Los dioses menores se situarían en los círculos menores del ruedo exterior, mientras que Bel descendería sobre la ardiente pira de Mai Dun donde le aguardaría la olla. Bel el Grande, el dios de los dioses, el Señor de Britania, llegaría cabalgando en un viento imperioso, derramando estrellas a su paso como derrama el vendaval las hojas de otoño. Y allí, donde las cinco hogueras menores señalaran el centro de los corros de fuego de Merlín, Bel posaría el pie nuevamente en Ynys Prydain, la isla de Britania. La piel se me enfrió de pronto. Hasta ese momento no me había hecho a la idea de la magnitud del sueño de Merlín, y en ese momento me desbordó. Dentro de tres días, tres días solamente, los dioses estarían allí.

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