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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (5 page)

BOOK: Excalibur
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Tardé un rato en contestar. El Arturo de antes, el que era amigo mío antes de la noche en el templo de Isis, jamás habría pronunciado semejantes palabras, pues no tenía intención de cumplirlas. Ningún hombre cedería tierra britana a los sais. Arturo mentía con la esperanza de que Aelle le creyera y, al cabo de unos años, rompería la promesa y atacaría a Aelle. Eso lo sabía yo, pero también sabía que no debía confrontarlo con la mentira, porque entonces ni siquiera yo podría fingir que creía en sus palabras. En cambio, le recordé un antiguo juramento pronunciado sobre una piedra junto a un lejano árbol.

—Jurasteis matar a Aelle. ¿Lo habéis olvidado?

—Ya no me importan los juramentos —respondió fríamente, y entonces estalló el mal genio—. ¿Y por qué habrían de importarme? ¿Hay alguien que cumpla los que me hacen a mí?

—Yo, señor.

—Entonces, obedéceme, Derfel —dijo secamente—, y vete a ver a Aelle.

Sabía que me lo pediría y no respondí inmediatamente; me quedé mirando a Issa, que hacía formar a los jóvenes una irregular barrera de escudos. Al cabo de un rato, me volví hacia Arturo.

—Creía que Aelle había jurado matar a vuestros emisarios.

Arturo no me miró, se quedó contemplando el lejano montículo verde.

—Los viejos dicen que el invierno será muy crudo, este año —dijo—, y quiero saber la respuesta de Aelle antes de que lleguen las nieves.

—Sí, señor —dije.

Debió de percibir la tristeza de mi voz, porque volvió a dirigirse a mí.

—Aelle no será capaz de matar a su propio hijo.

—Esperemos que no, señor —repliqué sin convicción.

—Pues ve a verlo, Derfel —insistió. Por lo que a él respectaba, acababa de enviarme a la muerte sin inmutarse. Se sacudió las briznas de hierba del manto blanco—. Si logramos vencer a Cerdic en primavera, Derfel, podremos rehacer Britania.

—Sí, señor —dije. Hacía que las cosas parecieran tan fáciles: venzamos a los sajones y luego rehagamos Britania. Pensé que siempre había sido igual, una única misión importante y luego, la felicidad. Pero siempre fallaba algo, aunque en ese momento, desesperado y para darnos una última oportunidad, yo tenía que partir para ver a mi padre.

2

Soy sajón. Erce, mi madre, que era sajona, me llevaba en el vientre cuando cayó cautiva de Uther y fue esclavizada. Me separaron de ella siendo yo un niño pequeño, pero no antes de haber aprendido su lengua. Después, mucho después, la víspera misma de la revuelta de Lancelot, hallé a mi madre y descubrí que mi padre era Aelle.

Así pues, soy de pura sangre sajona, y medio real, por cierto, aunque, por haberme criado entre britanos no me siento hermano de los sais. Para mí, como para Arturo o cualquier britano libre, los sais son una plaga venida del otro lado del mar de levante.

De dónde proceden, nadie lo sabe a ciencia cierta. Sagramor, que ha viajado mucho más que cualquiera de los comandantes de Arturo, dice que el país de los sajones es una tierra lejana y brumosa de ciénagas y bosques, aunque no afirma haber estado allí. Sólo sabe que se halla al otro lado del mar, en alguna parte; pero asegura que lo abandonan porque Britania es mejor, aunque también he oído decir que la madre tierra de los sajones sufre el asedio de otros enemigos, más extraños aún, venidos del otro confín del mundo. Sea cual fuere la razón, los sajones llevan ya cien años cruzando el mar para apoderarse de nuestras tierras y ahora están en posesión de la Britania oriental. A esos territorios conquistados los llamamos Lloegyr, las Tierras Perdidas, y no hay un solo britano libre que no sueñe con reconquistarlas. Merlín y Nimue creen que sólo los dioses pueden recuperarlas, mientras que Arturo confía en la fuerza de la espada. Mi misión, pues, consistía en dividir al enemigo para facilitar la tarea, bien fuera a los dioses, bien a Arturo.

Partí en otoño, cuando los robles se habían vestido de bronce, las hayas de rojo y el frío rociaba de blanco las auroras. Fui solo, pues si Aelle estaba dispuesto a recompensar a cualquier emisario con la muerte, más valía que sólo un hombre perdiera la vida. Ceinwyn me rogó que me hiciera acompañar de una banda de guerreros pero, ¿con qué fin? Una banda no podía soñar con vencer al ejército completo de Aelle y así, cuando el viento se llevaba las primeras hojas amarillas de los olmos, cabalgué hacia levante. Ceinwyn trató de convencerme de que postergara la partida hasta después de Samain, pues si las invocaciones de Merlín en Mai Dun surtían efecto no habría necesidad de enviar emisarios a los sajones, mas Arturo no se mostró dispuesto a tolerar el retraso. Había depositado toda su fe en la traición de Aelle y le urgía la respuesta del rey sajón, de forma que partí con la única esperanza de sobrevivir y estar de vuelta en Dumnonia la noche de Samain. Envainé la espada, me colgué el escudo a la espalda y prescindí de la armadura y demás pertrechos de guerra.

No cabalgué directamente hacia levante, pues me habría acercado peligrosamente a los dominios de Cerdic, sino que di un rodeo por el norte, en dirección a Gwent, y enfilé después hacia el este acercándome a la frontera sajona donde dominaba Aelle. Recorrí las feraces tierras de Gwent durante una jornada y media dejando atrás aldeas y casas solariegas que arrojaban humo por los respiraderos de las techumbres. Los cascos de las reses arreadas hacia el encierro en previsión de la matanza invernal convertían la tierra en un lodazal y sus mugidos añadían una nota de melancolía al viaje. En el aire apuntaba ya el invierno y por las mañanas el sol inflamado asomaba pálido y bajo entre las brumas. Los estorninos se arracimaban en los campos en barbecho.

El paisaje cambiaba a medida que me adentraba en el este. Gwent era un país cristiano y al principio encontraba grandes templos monumentales, pero a partir del segundo día, las iglesias eran de muy menor envergadura, hasta que por fin llegué a las tierras del centro donde no dominaban sajones ni britanos, sino que unos y otros acudían a matarse mutuamente. Allí, los campos que en otro tiempo sustentaban a familias enteras hallábanse ya cubiertos de retoños de robles, matorrales de espino, abedules y fresnos; las aldeas eran ruinas de techumbres derrumbadas y las fortalezas, sórdidos esqueletos requemados. No obstante, aún vivían algunas personas y, en una ocasión en que oí pasos corriendo por un bosque cercano, desenvainé a Hywelbane temiendo el ataque de los hombres sin amo que se refugiaban en los agrestes valles de la zona; pero nadie se me acercó, hasta una noche en que una banda de lanceros me cerró el paso. Eran hombres de Gwent y, como todos los soldados del rey Meurig, vestían a la usanza de los antiguos romanos: corazas de bronce, cascos empenachados con crin de caballo teñida de rojo y mantos marrón rojizo. Iban bajo el mando de un cristiano llamado Carig, que me invitó a la fortaleza, situada en un claro sobre una elevada cresta rocosa. Carig tenía la misión de defender la frontera y me preguntó secamente qué motivos me llevaban allí, mas dejó de inquirir tan pronto le hube informado de mi nombre y de mi rango de emisario de Arturo.

La fortaleza de Carig era una sencilla empalizada de madera en cuyo recinto habían levantado un par de cabañas donde el humo de las hogueras de fuera entraba a bocanadas. Me calenté mientras una docena de hombres se ocupaban de cocinar una pierna de venado ensartada en un asador hecho con la lanza de un sajón capturado. Había una docena de destacamentos similares en un radio de un día de distancia, todos vigilando el oriente, por donde podían caer los hombre de Aelle. Dumnonia tomaba precauciones semejantes, aunque teníamos un ejército permanente cerca de nuestra frontera. El mantenimiento de dicho ejército acarreaba un gasto exorbitante del que se resentían los que habían de contribuir con aportaciones de grano, cuero, sal y vellón. Arturo siempre se había esforzado por imponer un sistema de contribuciones justo para aligerarles la carga, pero en esos momentos, después de la revuelta, gravaba inflexible y despiadadamente a todos los hombres ricos que habían secundado a Lancelot, gravamen que recaía en onerosa desproporción sobre los cristianos, y Meurig, el rey cristiano de Gwent, había enviado una protesta que Arturo había pasado por alto. Carig, leal seguidor de Meurig, me trató con cierta reserva, aunque me advirtió como mejor supo de lo que me aguardaba al otro lado de la frontera.

—¿Sabíais, señor —me dijo— que los sais no permiten cruzar la frontera?

—Sí, teníamos noticias.

—Hace dos semanas pasaron unos mercaderes —continuó Carig—. Llevaban cacharrería y vellones de lana. Se lo advertí —hizo una pausa y se encogió de hombros—; los sajones se quedaron con los cacharros y la lana y enviaron aquí dos calaveras.

—Si recibierais la mía —le dije—, mandádsela a Arturo. —La grasa del venado goteaba y chisporroteaba en la hoguera—. ¿Llegan viajeros procedentes de Lloegyr?

—Hace semanas que no sale nadie —contestó Carig—, pero sin duda el año que viene abundarán los lanceros sajones en Dumnonia.

—¿Y en Gwent no? —le dije en tono retador.

—Aelle no quiere querella contra nosotros —replicó Carig firmemente. Era un joven nervioso y no le gustaba la expuesta posición que ocupaba en la frontera britana, aunque cumplía su deber concienzudamente y sus hombres, observé, estaban bien disciplinados.

—Vosotros sois britanos —repliqué a mi vez—, y Aelle es sajón, ¿no es suficiente querella?

—Dumnonia es débil, señor —me contestó con un encogimiento de hombros—, los sajones lo saben. Gwent es fuerte. Os atacarán a vosotros, no a nosotros —remató con macabra complacencia.

—Pero tan pronto venzan en Dumnonia —dije, tocando el hierro de la cruz de mi espada para evitar la mala suerte implícita en mis palabras—, ¿cuánto tardarían en marchar sobre el norte, sobre Gwent?

—Cristo nos protege —dijo piadosamente y se persignó. En la pared de la cabaña había un crucifijo; uno de los hombres se chupó los dedos y tocó los pies del Cristo torturado y yo escupí subrepticiamente en el fuego.

A la mañana siguiente continué viaje hacia el este. Durante la noche habían llegado nubes y el alba me recibió con una fina llovizna que me soplaba en la cara. La calzada romana, resquebrajada y llena de hierbajos, se adentraba en un bosque umbrío y cuanto más avanzaba, mayor era mi desánimo. Todos los comentarios que había oído en el puesto fronterizo de Carig auguraban que Gwent no lucharía junto a Arturo. Meurig, el joven rey de Gwent, siempre había sido remiso a la guerra. Tewdric, su padre, sabía que los britanos tenían que unirse entre sí contra el enemigo común, pero había abdicado del trono y se había ido a vivir como un monje a las orillas del río Wye, y su hijo carecía de espíritu guerrero. Sin las bien entrenadas tropas de Gwent, Dumnonia quedaba condenada a la derrota a menos que una luminosa ninfa desnuda presagiara una intervención milagrosa de los dioses. O a menos que Aelle creyera la mentira de Arturo. Pero ¿me recibiría Aelle, siquiera? ¿Creería al menos que yo era hijo suyo? En las pocas ocasiones en que nos habíamos cruzado, el rey sajón me había tratado con deferencia, pero eso no significaba nada puesto que seguíamos siendo enemigos, y cuanto más cabalgaba a merced de la amarga llovizna entre los altos y húmedos árboles, más se acrecentaba mi desesperación. Tenía la certeza de que Arturo me había enviado a la muerte, y lo que era peor, lo había hecho con la insensibilidad de un perdedor que todo lo arriesga en la última tirada de dados.

A media mañana quedaron atrás los árboles y entré en un claro por el que corría un arroyo. El camino vadeaba la pequeña corriente, pero al lado del cruce, clavado en un montículo no más elevado que la cintura de un hombre, erguíase un abeto seco cargado de ofrendas. No conocía ese símbolo mágico, de modo que no tenía idea de si el engalanado árbol guardaba el camino, aplacaba al río o era un simple objeto de juego infantil. Desmonté y vi que los objetos colgados de las hirsutas ramas eran pequeñas vértebras humanas. No eran juegos de niños, me dije, pero ¿qué eran? Escupí al montículo para ahuyentar el mal que pudiera emanar de allí, toqué hierro en el pomo de Hywelbane y crucé el vado llevando al caballo por las riendas.

A treinta pasos del río el bosque empezaba de nuevo y aún no había cubierto la mitad de la distancia cuando un hacha salió disparada de entre las sombras de la espesura. Se me venía encima girando en el aire, reflejando la luz gris del día en la hoja, pero iba mal atinada, pues pasó silbando a más de cuatro pasos de mí. Nadie salió a detenerme ni me arrojaron más armas desde la fronda.

—¡Soy sajón! —grité en dicha lengua. Pero nadie respondió, aunque oí un murmullo de voces y un crujido de ramas al quebrarse—. ¡Soy sajón! —repetí preguntándome si los vigilantes ocultos serían sajones o proscritos britanos, pues aún me hallaba en la tierra de nadie donde los hombres sin amo de todas las tribus y todos los países se ocultaban de la justicia.

Disponíame a dar aviso en britano de que no tenía malas intenciones cuando una voz respondió en sajón desde las sombras.

—¡Échanos aquí la espada! —me ordenaron.

—Venid a buscarla —repliqué.

—¡Nombre! —dijeron tras una pausa.

—Derfel —dije—, hijo de Aelle.

Invoqué el nombre de mi padre para provocarlos y debí de inquietarlos, pues nuevamente escuché murmullo de voces, y, un momento después, seis hombres salieron al calvero de entre las zarzas. Iban cubiertos de gruesas pieles, apreciada armadura de los sajones, y provistos de lanzas. Uno de ellos tenía un casco con cuernos, debía de ser el jefe, y avanzó hacia mí por la margen del camino.

—Derfel —dijo, deteniéndose a media docena de pasos—. Derfel —repitió—. Me suena ese nombre y no es sajón.

—Es mi nombre —repliqué—, y soy sajón.

—¿Hijo de Aelle? —inquirió con recelo.

—Ciertamente.

Consideró mis palabras unos momentos. Era un hombre alto con una espesa mata de pelo castaño embutida en el casco cornudo. La barba le llegaba casi a la cintura y los bigotes le rozaban el borde superior de la cota de cuero que llevaba bajo el manto de pieles. Lo tomé por un cacique cualquiera, o un guerrero encargado de guardar esa parte de la frontera. Enroscóse un lado del bigote en un dedo y luego lo soltó para que se desenroscara.

—A Hrothgar, hijo de Aelle, lo conozco —dijo mascullando—, y a Cyrning, hijo de Aelle, por amigo lo tengo. A Penda, Saebold e Yffe, hijos de Aelle, he visto en el campo de batalla, pero ¿Derfel, hijo de Aelle? —Hizo un gesto negativo con la cabeza.

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