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Authors: David Monteagudo

Fin (3 page)

BOOK: Fin
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—¿No decías que era tu mejor amigo?

—Sí, pero le perdí la pista hace tiempo. Se fue a Madrid, le salió un empleo de lo que había estudiado. Supongo que ahora estará emparejado, aunque sólo sea por una cuestión de estadística... vamos, que el cupo de corazones solitarios ya está completo. De modo que sólo habrá, en el mejor de los casos, dos personas ajenas al grupo, dos mujeres...

—¿Y quién te dice a ti que el tal Ginés no pueda aparecer con un novio, en vez de una novia?

Hugo se queda unos segundos desconcertado, sin saber qué decir. Cuando reacciona lo hace con una de sus imitaciones.

—¡Eh, que te he dicho que era mi mejor amigo!—dice con expresión soez, con voz aguardentosa—. ¿Cómo quieres que sea maricón?

—Vale, contemos a Ginés y señora... No me salen las cuentas. Me falta Irene Papas.

—No—dice Hugo sonriendo—, Irene Papas, y su hermana, eran primas de Nieves. Venían a veces. Había un montón de gente que pululaba por la pandilla, pero el cogollito éramos los ocho...

—¿Ocho? Yo he contado siete: cuatro chicos y tres chicas, por cierto.

—Vaya, no se te escapa una—dice Hugo con una sombra de irritación—. Sí, en realidad... aún falta otro. Pero ése no vendrá. Vamos, no creo que venga: acabó con muy mal rollo, enfadado con todos.

—Algo le haríais.

—¡¿Cómo que «algo le haríais»?! ¡Y tú qué sabes! ¡Pues sólo faltaba eso!—dice Hugo levantándose bruscamente del asiento, paseando de un lado para otro como un león enjaulado—. Fue él quien se cargó la pandilla... el típico inadaptado incapaz de... siempre nos estropeaba todas las fiestas con sus malos rollos, y al final, porque un día le gastamos una bromita, no veas el número que nos montó. Y lo que es peor, consiguió que todo el mundo se enfadara con todo el mundo... Allí se acabó la pandilla. Ya no nos recuperamos de aquel guateque.

—¿Qué broma le gastasteis?

Hugo se acerca de nuevo a la mesita y recupera su vaso, ya casi vacío, antes de contestar.

—Nada... ¡Yo qué sé!... Ya no me acuerdo... imagínate si sería importante que ya ni me acuerdo.

—Seguro que era algo humillante... y relacionado con el sexo.

—¡Pero bueno! ¿A qué viene ahora eso? No tienes ni idea... no sabes nada de todo aquello, y ya te estás montando la película. Y el malo soy yo, por supuesto, ¿quién iba a ser si no?

—No dramatices. Lo decía en broma. Lo importante es que todos, buenos o malos, estabais allí aquella noche, mirando las estrellas...

—Sí, claro, entonces sí... fue nuestro mejor momento; hasta él, el tipo ese, se comportó como una persona normal... La verdad es que todos guardamos un buen recuerdo de aquella noche...

—Y Nieves le ha invitado también a él...

—Por supuesto. Su amor hacia todas las criaturas llega hasta ese extremo... Le va a llamar; se ve que tiene su teléfono... no sé cómo lo habrá conseguido porque... nunca supimos nada más de él...

—Habrá buscado el nombre en la guía.

—Eso suponiendo que viva aquí. Yo no lo he visto nunca por la calle...

—A lo mejor ella sí que lo continuó viendo.

—Es muy capaz... de todas formas da igual, ya te he dicho que no creo que venga...

—¿Y cómo se llama? No me has dicho cómo se llamaba.

—¡Joder, el tipo ése!—exclama Hugo parándose en seco—. ¡Es lo que me fastidia, que siempre se acaba... siempre se acababa hablando de él!

La reacción de Hugo ha sido desproporcionada. Desde el sofá en el que continúa sentada, Cova le mira unos instantes con asombro, con preocupación.

—Hugo... sólo te he preguntado cómo se llamaba.

—¿Quieres saber cómo se llamaba?, ¿Eh?, ¿Quieres saberlo?... Se llamaba «el Profeta», ¿vale?, el Profeta. Nadie le llamó nunca de otra manera... Sí, por supuesto tenía un nombre, Juan o José o algo así, y un apellido igual de vulgar, pero siempre le llamamos el Profeta, ¿y sabes por qué? Pues porque era un friki, un colgado que siempre iba a misa, y se las daba de santo, y se ponía a darnos lecciones el muy...

—Pues parece que tú te lo tomabas en serio...

—No parece nada, señora, no parece nada. Lo que parece es que no vamos a ir a esa maldita fiesta.

—Por favor, Hugo, no empecemos otra vez...

—¡Pues no te dediques a pincharme sistemáticamente! Parece que lo haces a propósito. No iremos a esa fiesta, y ya está. Se acabó la discusión.

—Bueno. Se hará lo que tú digas, como siempre...

Cova se levanta del sofá con una expresión tensa y reconcentrada. Parece que va a salir de la sala, pero de pronto se detiene y le dice a Hugo:

—Tendrás que llamar a esa mujer, a Nieves... Yo lo haría cuanto antes, ya me entiendes, no sea que empiece a hacerse ilusiones.

—Por supuesto que la llamaré—dice Hugo.

Hugo va hacia la librería, rebusca en un estante y al final saca un paquete, y de éste un cigarrillo que enciende con rápidos movimientos y empieza a consumir inmediatamente, con avidez. Recupera entonces su vaso de whisky y se va, con vaso y cigarrillo, hacia los anchos ventanales que se abren al fondo de la sala. Está de espaldas a Cova, con la cara a unos centímetros del cristal, enfrentado a la mañana luminosa del domingo. Afuera hay un paisaje de árboles podados y arquitectura repetitiva, de pequeños jardines, alargados, con la barbacoa en una esquina.

Meneando la cabeza con desaprobación, irritada, silenciosa, Cova se apresura a abrir todas las ventanas.

MARÍA-GINÉS

Los faros del coche iluminan alternativamente una masa de espesa vegetación, y después un tramo recto de asfalto, estrecho y lleno de socavones, y después otra vez la masa de arbusto y encinar que trepa por la cuneta, alargando sus ramas por encima de la calzada. Hace un buen rato que las curvas y las rectas, cada vez más breves, cada vez más precarias, se suceden monótona, interminablemente, como si no se fueran a acabar nunca.

—No recordaba que se tardara tanto en llegar—dice Ginés sin dejar de mirar fijamente la carretera—. También es verdad que siempre llegábamos de día... De noche se hace más pesado.

El coche es un vehículo de doble tracción, ancho y confortable, con la carrocería pintada de un negro severo y lustroso, empañado ahora por una fina capa de polvo. Es de noche; anocheció bruscamente cuando la carretera se internó en el bosque, bajo el túnel constante que forman las copas de los árboles. Desde el interior del coche, desde el asiento del pasajero, da la impresión de que la carretera no es más ancha que el propio vehículo.

—¿Y qué hacéis cuando viene un cocheen sentido contrario?—dice María acercando la cara al cristal de su ventanilla, buscando inútilmente el asfalto—. Aquí no caben dos coches.

—Nunca viene nadie en sentido contrario—dice Ginés en tono intrascendente, sin mirar a su acompañante.

El coche es alto y aparatoso, pesado, con anchas ruedas que castigan el asfalto y levantan piedrecillas a su paso. Pero la potencia del motor, y el concurso de toda la tecnología imaginable, aislan a los ocupantes de la cabina del calor sofocante que hace en el exterior, del polvo y la gravilla, de los baches y socavones del terreno, del rugido del motor y los terribles esfuerzos que realiza la mecánica para mover con vivacidad las dos toneladas que pesa el conjunto.

María se deja embaucar por el confort anestesiante que la rodea, por la suavidad con la que Ginés actúa sobre el volante, sobre la palanca de cambios, sin ningún esfuerzo, sin ningún ruido, como si también la seguridad estuviese garantizada por el lujo.

—Déjame ver otra vez esa foto—dice buscando la luz de cortesía que hay encima de su asiento—. Vamos a hacer un último repaso.

—Cógela tú misma. Está en la guantera... no, la de abajo—dice Ginés mirando fugazmente a su derecha—. Eso es... ahí.

Ginés corrige bruscamente la trayectoria, que se había desviado ligeramente durante su breve distracción. El bandazo llega blando y amortiguado, apenas perceptible. Ginés entrecierra los ojos y se acerca un poco más al parabrisas, huyendo del molesto reflejo de la luz que ha encendido María. María saca un disco compacto de la guantera. La foto está en la funda del disco, como si fuera la portada del CD.

—¡Es que... cada vez que la veo!—dice María—. ¡Vaya pintas! Parecéis el grupo de rechazados del casting de
fama.

—Eran los ochenta—dice Ginés sonriendo—supongo que en el 2030 nos reiremos del
look
que llevamos hoy.

—Lo de las chicas es casi peor... ¡Madre mía, qué peinado!

—Seguro que tú también llevaste ese peinado alguna vez.

—¿Yo? ¡Jamás! ¿De cuándo dices que es esta foto? ¿Del ochenta y tres?

—Sí, del ochenta y tres. Veinticinco años.

—Por aquella época yo aún llevaba pañales, como quien dice.

—Es verdad, ¡qué joven eres...!, o qué viejo soy yo.

—No te preocupes. Te aseguro que has ganado con la edad. ¿De dónde sacaste esa chaqueta?

—Causaba sensación. Era como la de Michael Jakson en
Thriller.

María se queda unos momentos mirando con curiosidad a su acompañante, aprovechando que éste tiene que estar atento a la carretera para conducir. A pesar del sentido del humor, y del trato suave y el verbo fácil, en las palabras de Ginés gravita siempre una falta de entusiasmo, un deje de melancólica indiferencia.

—Lo dicho: estás mejor ahora—dice finalmente—. Vamos a repasar... Empezando por la izquierda: éste es Ibáñez, el que os llevaba en la furgoneta.

—¿Es el del pelo largo?—pregunta Ginés. —Sí.

—Bien, primer acierto. Ibáñez con su furgoneta, el proletario del grupo; también era el más viejo, cuatro o cinco años más que el resto...

—A ver...—dice María mirando la última página del díptico que forma la funda del CD—Ibáñez... el número cuatro, le ha puesto a ¡Paco Ibáñez!
La mala reputación...

—Bueno... una especie de broma. Era escurridizo, o mejor ecléctico, en sus gustos musicales; pero es verdad que a veces salía con el discurso izquierdoso y comprometido, y que muchas veces citaba a los poetas...

—¿No decías que era el currante?

—Proletario. Proletario, que es muy distinto; compromiso, conciencia de clase, y la cultura como arma para salir de la alienación...

—Pero... todo eso es prehistórico.

—Ya lo era entonces. El pobre tipo llegó tarde a todas las revoluciones. A veces sacaba esa faceta para llamar la atención... ya te puedes imaginar el caso que le hacíamos. En realidad él venía por las chicas; supongo que estuvo enamorado de todas, cíclicamente... era... una personalidad esencialmente onanista... quiero decir que...

—Sé lo que es onanismo. Que le daba mucho...

—Bueno, me refería más genéricamente—le interrumpe Ginés—, como actitud vital. Todo intelectual es en cierto modo un onanista. Se ve que ha seguido leyendo, Ibáñez, y ahora va de eso, de intelectual, aunque por lo visto sigue haciendo reparto; lo único que ha cambiado es la furgoneta, que ahora es más grande...

—¡Vaya fauna! Al final vas a ser tú el más normal... Por cierto, ¿qué oías tú?—dice María, consultando de nuevo la contraportada—. A ver... Ginés... el siete, Pink Floyd,
The Wall...
hombre... no está mal, un clásico, aunque... ¿un poco peñazo, no, Pink Floyd? Con esos temas tan largos...

—Eso... son cosas de Nieves; no sé ni cómo se acuerda de lo que cada uno... A mí no es que me entusiasmase Pink Floyd, pero vi la película en su día y me gustó mucho...

—¿Qué película?

—Pues
El muro, The Wall..
. ¿No te suena?

—Pues la verdad es que no. Recuerda que yo soy del neolítico.

—Es curioso... uno tiende a pensar que... ¡Cuidado!

El coche ha dado un salto, más brusco y pronunciado que cualquiera de los baches que hasta ahora venía salvando. Al mismo tiempo, una nube de polvo empaña ligeramente la visibilidad, mientras que los neumáticos transmiten ahora un sonido diferente, como un constante crepitar. Pero el coche no se ha parado.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?—dice María alarmada, crispando las manos sobre el salpicadero.

—No, no ha sido nada—dice Ginés recuperando la calma—, es que se ha acabado el asfalto. Me ha asustado... pensé que se acababa la carretera, así, de golpe.

—Ve más despacio.

—Soy tonto; tendría que haber pensado que no estaría asfaltado hasta el final. Antes, cuando veníamos aquí, era todo pista de tierra; la carretera sólo llegaba hasta el puente, allá abajo, en el río ése que hemos pasado.

—Pues tampoco se lucieron mucho asfaltando... Estaba lleno de socavones; casi es mejor esto—dice María mirando la cinta de tierra que se extiende ante el coche, muy blanca a la luz de los faros, rodeada de una vegetación espesa que también blanquea de polvo o de luz.

—Se ve que nadie se ha preocupado ele renovarlo... Todo esto parece muy abandonado. Por cierto, había una urbanización por aquí, en la falda de la montaña, y alguna casa quedaba al lado mismo de la pista; pero no he visto...

—Hemos pasado junto a una casa, hace un rato, una especie de chalet. Pero estaba cerrada, no había luces.

—A saber si la han clausurado. En aquella época se hicieron muchas urbanizaciones medio ilegales, sin contar con los permisos ni nada.

—Oye, ¿podemos seguir con el repaso?—dice María volviendo al CD—. Todavía nos faltan siete... bueno... seis sin contarte a ti. Al lado ele Ibáñez hay otro tipo... No me dijiste quien era éste.

Ginés mira fugazmente a María, al CD que tiene entre las manos, antes de contestar.

—Oye... María... ¿de verdad crees que hace falta...? Nadie va a ponerte en un aprieto. Se supone que eres mi novia; sólo tienes que estar ahí y ya está. Aunque fueras mi mujer desde hace años tampoco tendrías por qué saber, necesariamente, todo lo referente a mis amigos de juventud.

María enmudece durante unos segundos. Aparentemente mira la carretera, la pista forestal que ha empeorado y aparece ahora llena de baches y piedras enterradas, de zanjas que cruzan de pronto la pista de un lado a otro, obligando al coche a reducir la velocidad hasta casi detenerse para salvarlas.

—Has contratado a una profesional—dice por fin María—. Que yo sepa soy la más cara, pero también la mejor. Conozco el protocolo y las normas de cortesía de la cultura occidental, y algo de la japonesa; podría ir a una cena diplomática sin desentonar; soy capaz de mantener una conversación con hombres o con mujeres de nivel cultural medio alto; conozco la actualidad, me documento diariamente, especialmente en temas de economía... comprenderás que tus amigos no representan un reto especialmente difícil para mí. Pero es una cuestión de profesionalidad. Mi trabajo consiste en hacerte quedar bien, eso es lo que pagas con tu dinero, y muy generosamente, por cierto. Si tus amigos fuesen banqueros les hablaría de sus beneficios anuales y de sus cotizaciones en bolsa; como no son banqueros sino amigos de la adolescencia, les encantará saber que no les has olvidado, que les recuerdas con nostalgia, que incluso a tu novia, a tu última novia, le hablas a menudo de ellos y le explicas las batallitas de cuando estabais juntos.

BOOK: Fin
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