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Authors: David Monteagudo

Fin (37 page)

BOOK: Fin
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No sabemos qué ha hecho con la bicicleta que montaba hace apenas dos horas; no sabemos si tuvo un pinchazo, una caída, o simplemente se cansó de pedalear, de castigarse las posaderas, y ha optado por hacer andando los últimos kilómetros que la separan de la ciudad, en los que además predomina la subida. Lo cierto es que camina por el asfalto recalentado, bajo un sol de justicia, llevando por todo equipaje la pistola que cuelga de su mano derecha, y la munición que abulta sus bolsillos. Nada más: ni una botella de agua, ni comida, ni siquiera sus gafas de sol. con el pelo suelto, seco y alborotado; sus codos y sus rodillas, castigados por el camino, blanquean ásperos, calizos, entre la satinada suavidad de su piel morena y lustrosa. Ya le queda poco sudor, pero éste todavía empapa su camiseta con una breve mancha en las axilas, sobre otros sudores ya resecos, convertidos en salitre por el sol; del mismo modo que las gotas que nacen en su frente resbalan por los regueros enjutos que las lágrimas dejaron en el polvo adherido a la piel.

Con las facciones distendidas por el cansancio, con la boca entreabierta por la fatigada respiración, Eva fija en el horizonte una mirada tenaz y exhausta, vagamente drogada; y de pronto se agita y mira a ambos lados nerviosamente, y detrás de sí, mientras aprieta y levanta la pistola que colgaba en el extremo del brazo como un peso muerto.

—La ciudad... la ciudad—dice de pronto, mientras vuelve a mirar hacia delante—... llegaré hasta la ciudad... aguantaré... aguantaré hasta la noche... y si no... si no encuentro a nadie...

De nuevo enmudece, aunque da la impresión de que el discurso incoherente, obsesivo, continúa fluyendo inaudible, por aguas más profundas.

La autopista está silenciosa, solitaria, quieta, pero no despejada: Eva deja a un lado y otro coches detenidos en mitad de la calzada, intactos, o arrimados a la valla del arcén o la de la mediana, empotrados después de rozar decenas de metros contra ésta. Hace poco dejó atrás una caótica acumulación de vehículos que ocupaba todo el ancho del asfalto, separados unos, amontonados, acoplados otros, con los cristales rotos, propagando un mareante olor a gasolina y aceite de motores, a caucho recalentado. Pero ahora, en esa última recta, los coches escasean y aparecen espaciados, pautadamente, sin romper la perspectiva de las líneas discontinuas que convergen al final de la subida.

Eva ha continuado avanzando, y ya está muy cerca del cambio de rasante. Todavía se para una vez más y mira hacia arriba parpadeando, cegada por el sol, tal vez porque la ha alarmado momentáneamente la sombra fugaz, resbaladiza, que proyectaba en el asfalto alguna de las aves que, en numerosas bandadas, recorren el cielo, del que parecen haberse enseñoreado. Pero de nuevo reemprende la marcha, recorre los últimos metros de la subida y sigue avanzando sin apartar la vista ya, en ningún momento, de la hondonada en la que se asienta la ciudad.

La cara de Eva refleja primero extrañeza, incomprensión , y luego curiosidad, a medida que va avanzando. Y pasa mucho tiempo, más de un minuto, mientras Eva camina cada vez más rápido, con una necesidad imperiosa de ver más, con una expresión que ahora es de sorpresa, de desconfianza, de asombro, y todavía el terreno asciende ligeramente, y Eva sigue caminando con esa fascinación pintada en los ojos, con ese pasmo en las facciones, y ya el asfalto discurre en llano, y Eva camina cada vez más despacio, hasta que se para, y parpadea embebecida, incapaz de apartar los ojos del panorama que se despliega ante su vista.

Ahora estamos detrás de Eva, a unos cuantos metros de ella. Sabemos que a sus pies se extiende la ciudad, aunque nosotros, desde nuestro punto de vista, todavía no podemos verla. Eva se ha quedado quieta, desmadejada, con los brazos caídos y las piernas ligeramente separadas, el hombro del que cuelga la pistola aún más caído que el otro. Ha perdido peso en los últimos días; visto de espaldas, su cuerpo tiene algo de desvalido y de adolescente en su delgadez. Vemos su cabellera rizada, su holgada y sucia camiseta, sus caderas no muy anchas, descompensadas por la posición de reposo, sus esbeltos muslos abultando apenas los pantalones de ciclista.

Transcurre un interminable minuto. No sabemos lo que Eva está pensando. Ni siquiera vemos su cara. Pero de pronto adivinamos en ella una quietud, una tensión especial, como sí algo fuera a suceder en cualquier momento.

Eva se pone en movimiento. Echa a andar con decisión, en la misma dirección que llevaba, como si hubiera recuperado parte de la energía y la determinación que la han animado los últimos días. El terreno que pisa empieza a descender en dirección a la ciudad, y nosotros, desde nuestro punto de vista, vemos cómo su cuerpo se va ocultando gradualmente, empezando por los pies, tras el horizonte cercano y transitorio del cambio de rasante: un horizonte de asfalto recalentado, licuado por la reverberación, que se va tragando a Eva parsimoniosamente, como si la chica se hundiera hasta las caderas, hasta la cintura, hasta los hombros, en el agua jabonosa y resbaladiza del espejismo, hasta que su oscura cabellera, sus últimos rizos, flotan unos instantes sobre el lecho de mercurio fundido, se convierten en una bola inestable, separada del asfalto, en un punto negro que se comprime agónicamente, hasta desaparecer.

FIN

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