Fuego mágico (19 page)

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Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
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—¡Elminster! —exclamó el explorador con un sereno pero regocijado saludo.

—Ya lo sé, ya lo sé..., estáis todos encantados de verme, o lo estaréis cuando por fin encendáis una luz para que pueda echar una ojeada alrededor.

Hubo un súbito resplandor cuando Florin volvió a encender su antorcha. En medio de la vacilante luz se erguía Elminster con los ojos fijos en Shandril y Narm.

—En bonito baile me habéis metido, vosotros dos... Llorando dejé a Gorstag cuando me fui de su posada, muchacha; estaba casi frenético. Podrías haberle contado algo más sobre tus planes. La gente joven no tiene consideración, estos días.

Entonces les guiñó un ojo, y Shandril se sintió de pronto muy feliz. Con la emoción, arrojó al suelo la piedra que llevaba en la mano, con tan mala suerte que fue a caer sobre el pie del anciano mago.

—Vaya, es un placer, sin duda... —dijo Elminster a regañadientes—, oh liberadora de balhiirs. Puede que lleguemos a conocernos antes de que empiecen las muertes.

7
Frente al peligro luminoso

¿Que os hable de la balhiir? ¡Ah!, curiosa criatura sin duda. He oído que la primera vez... ¿La versión corta, decís? Bien, la versión corta es ésta: una curiosa criatura, sin duda. Gracias, buen señor; que tengáis un bello día.

El sabio Rasthiavar de Iraiebor

Manual de Consejos para el Viajero

Año de las Numerosas Nieblas

—Esperaba ver a los esbirros aquí hace ya un buen rato —dijo Torm brincando con ligereza sobre una roca alta y plana—. O, por lo menos, ver algo del dracolich. ¿Por qué tardarán tanto?

—Nos temen —dijo Rathan con una amplia sonrisa de satisfacción. Florin permanecía alerta junto a la entrada, obviamente a la espera de un ataque.

—¡Tengo tanto miedo que casi no me tengo de pie —dijo Shandril—, y vosotros hablando con toda tranquilidad de estrategias e intercambiando chanzas! ¿Cómo lo hacéis?

—Nosotros siempre hablamos antes de una batalla, señora —contestó Rathan—. Uno está excitado y entre amigos, y puede que no viva para ver el siguiente amanecer —el obeso clérigo se encogió de hombros—. Además... ¿hay mejor forma de soportar la espera? La mayor parte de lo que los bardos llaman «gallardas aventuras», al menos para nosotros, consiste en un poco de rápidas carreras y luchas y montones y montones de espera. Nos aburriríamos mortalmente desperdiciando todo ese tiempo en silencio.

—¡Hmmmm! —musitó Elminster—. Toda esta cháchara es la señal de unas mentes demasiado flojas para rumiar en soledad.

Torm soltó una carcajada. Jhessail se levantó de entre las rocas con la chispeante balhiir merodeando encima de ella. Se acercó hasta Shandril y le cogió la mano.

—Elminster —dijo la practicante de magia volviéndose hacia el anciano brujo—, sin duda tendremos tiempo para charlar más tarde. Después de la batalla, con toda probabilidad. Háblanos de la balhiir, ahora. Esa cosa que flota en el aire por encima de nosotros no se ha aproximado a ti desde que destruyó tu globo de luz, por lo que adivino que no llevas contigo magia alguna. De lo contrario, te robaría tus conjuros, como lo ha hecho conmigo, a menos que hagamos algo con ella. ¿Qué dices tú?

—Sí, sí —dijo Elminster con severidad—. No estoy tan aturdido como para olvidarme de ella, o... —señaló con la cabeza de su cayado a la inquieta nube que se movía sobre las dos mujeres— de «eso». —Se quitó su raído sombrero y lo colgó del cayado, que descansaba ahora sobre el ángulo de uno de sus brazos. Entonces se recostó sobre una enorme roca y se aclaró la garganta con un ruidoso carraspeo.

—La balhiir —comenzó el anciano sabio con medida entonación— es una criatura de lo más curiosa. Rara en los reinos y desconocida en muchos de los lu...

—¡Elminster! —protestó Jhessail—. La versión abreviada, por favor.

El sabio la miró en pétreo silencio durante unos instantes y luego exclamó:

—¡Buena señora! ésta es la versión abreviada. No te haría ningún daño cultivar tu paciencia..., una costumbre que he encontrado de lo más útil estos últimos quinientos inviernos. —Y, con manifiesta intención, giró la cabeza para dirigirse exclusivamente a Shandril—. Escucha con todo cuidado, Shandril Shessair. —La muchacha se irguió con tensión ante el tono grave del mago—. En este lugar, carecemos de todo medio para expulsar o destruir a esta balhiir, excepto uno, y sólo tú puedes ejecutarlo. Es un asunto peligroso para todos nosotros, pero sobre todo para ti. Sin embargo, no hay otra solución. ¿Estás dispuesta a intentarlo?

Shandril repasó con la mirada a aquellos aventureros que se habían convertido en sus amigos. Después levantó los ojos hacia la incierta forma luminosa, comedora de magia, que flotaba por encima de ella. Y, soltando el aire en un largo y estremecido suspiro, dijo:

—Sí, decidme.

Afrontó de plano la mirada del anciano mago, reteniéndola en la suya. Con gran suavidad, se desenganchó del envolvente brazo de Narm y dio unos pasos hacia adelante.

El anciano mago inclinó su cabeza solemnemente ante ella, lo que provocó miradas de sorpresa por parte de los caballeros presentes. Entonces, él preguntó:

—Narm, tú conservas un sortilegio, ¿no es así? —Sus centelleantes ojos azules, graves y gentiles, no se habían despegado de los de Shandril.

—Sí —respondió el aprendiz de mago.

—Entonces, ejecútalo mientras tocas a tu dama —dijo el anciano—, y quedaremos libres. Esto atraerá a la balhiir hacia vosotros dos. Shandril, extiende ambas manos hacia el centro de la luz. Procura no inhalar nada de ella y mantén tu rostro, sobre todo tus ojos, apartados de ella. Cuando Shandril toque a la balhiir, tú, Narm, debes alejarte de ella tan rápido como puedas. Todos nosotros debemos mantenernos apartados de Shandril a partir de ese momento. Su tacto probablemente será fatal.

El gran sabio se adelantó para agarrar con firmeza los resueltos pero temblorosos brazos de Shandril. La balhiir se arremolinaba por encima de ellos.

—Pequeña —dijo entonces Elminster con un suave tono paternal—, tu tarea es la más dura. Al tocar la balhiir sentirás una comezón y un ardor intensos. Si quieres vivir, debes mantener tus manos extendidas dentro de ella y no retirarte. Descubrirás que puedes soportar el dolor..., uno de mis gatos lo hizo una vez. Utiliza la fuerza de tu propia voluntad para atraer el fuego dentro de ti, y éste fluirá por tus brazos y entrará en tu cuerpo. Aguanta; si lo consigues, retendrás la energía de la balhiir.

»Deberás entonces matar su voluntad o perecer en las llamas. Cuando la hayas destruido, te darás cuenta. Domínala tan rápidamente como puedas, pues el fuego arderá con más fuerza dentro de ti cuanto más la retengas. Puedes expulsarla por la boca, los dedos e incluso los ojos. Sin embargo, pon mucho cuidado al dirigir las ráfagas. Podrías matarnos a todos con facilidad.

Shandril asintió sin apartar sus oscuros ojos del anciano mago.

—Debes salir, a través de la entrada, si el dracolich o sus esbirros no nos han atacado para entonces. Búscalos y aplástalos hasta que hayas agotado toda la energía de la balhiir. Deja que salga toda ella, o podría matarte.

Sus ojos se mantuvieron unidos un rato más y, entonces, él se inclinó lentamente para besarle la frente. Su barba cosquilleó sus mejillas y sus viejos labios eran cálidos. Shandril sintió un hormigueo en la frente y se sintió más fuerte de pronto. Luego levantó de nuevo la mirada y le sonrió.

—Nosotros estaremos cerca —dijo él—. Narm te seguirá y los demás os cubriremos a ambos. ¿Estás preparada?

Shandril asintió con la cabeza.

—Sí. Hazlo ahora —dijo con los labios repentinamente secos y la esperanza de que el esfuerzo por mantener su voz serena no se reflejara en su rostro. Levantó sus brazos por encima de su cabeza mientras Elminster se inclinaba de nuevo y retrocedía. Narm avanzó hacia ella con reticencia. La balhiir titilaba y se arremolinaba por encima, más cerca ahora de ella, como si estuviese esperando que la destruyera.

—Perdóname —dijo Narm situándose a su lado—, pero el sortilegio que voy a aplicarte te hará... eructar.

Esto sorprendió a la joven como algo tan incongruente y divertido que arrancó de ella una incontrolada risa que se elevó y resonó en la silenciosa caverna. Todavía reía cuando él efectuó su sortilegio y la balhiir descendió sobre ella. Shandril no vio nada, ni oyó nada, ni se enteró de nada cuando la balhiir la envolvió, excepto de las chispas, curiosamente serpenteantes, y de la delgada columna de niebla que desprendía un sutilísimo olor a cuero mojado.

El dolor comenzó. Elminster había dicho la verdad y Shandril se preguntó, sólo por un instante, si alguna vez habría hecho él mismo tal cosa. Seguro que sí, se dijo. Podía sentir, de alguna manera, las chispas, el fuego, la energía fluyendo, agitándose dentro de ella. Inclinó su cabeza hacia atrás para coger aire por la boca y advirtió que tenía los ojos clavados en la oscura roca del techo mientras oía su propia voz sollozando, gimiendo, gritando... Duele. ¡Por los dioses,
duele
!

La comezón interna aumentaba al tiempo que crecía el ardiente dolor, hasta que su cuerpo entero tembló y se retorció. Tenía que luchar para mantener sus manos estiradas. Deseaba desesperadamente plegarlas y cubrirse con ellas el dolorido cuerpo mientras el fuego descendía por sus brazos y se extendía por su pecho.

Shandril lloró con desconsuelo. Un fuego azul-púrpura lamía sus rígidos brazos extendidos. Narm se precipitó hacia adelante gritándole que se detuviera mientras una parte de su mente advertía que las llamas no tocaban ni el pelo ni las ropas de la muchacha.

—¡No! —clamó estirando sus brazos hacia ella con desesperación.

Cuando el joven aprendiz, en su arrebatado impulso, pasó por delante de Elminster, éste extendió su largo y delgado brazo y lo agarró por el hombro.

—¡No! —dijo a su vez el gran mago—. ¡Mantente apartado, si la quieres!

Narm apenas oyó las palabras, pero la mano del anciano lo sujetaba con una firmeza de hierro y él no pudo liberarse de su asimiento. Los sollozos de Shandril se intensificaron hasta convertirse en un áspero y agudo chillido.

—¡Dioses, tened piedad! —gritó la joven, y salieron llamas de su boca.

Elminster hizo una imperiosa señal con su mano a los caballeros, que contemplaban estupefactos la escena, para que se agacharan y se pusieran a cubierto.

El fuego descendía con rabiosa intensidad por los brazos de Shandril y levantaba llamaradas de sus hombros. Ella no podía ver; llamas azules y púrpuras se elevaban de sus mejillas y boca. Podía sentir la energía circulando incansablemente por sus brazos y su pecho, arremolinándose, incendiándose, metiéndose en ella... metiéndolo todo en ella. Sentía asimismo una cólera ardiente que crecía en su interior, deslizándose detrás de su garganta y obligándola a rugir y bramar.

Unas llamas rodaron por delante de su nariz. Sobresaltada, acalló sus gritos y lanzó una ardiente mirada a Jhessail; vio reflejarse las llamas en el bello y ansioso rostro de la maga y le hizo un gesto de disculpa al tiempo que volvía a apartar su mirada. Sus venas estaban hirviendo; su cuerpo temblaba con violencia.

Algo corría y se retorcía como una serpiente dentro de ella, produciéndole miedo. ¡No podía controlarlo! ¡Podría causar la muerte de aquellos nuevos amigos, de Jhessail, de Florin, del gran Elminster, de Narm...
¡No!
Las llamas se alejaron y ella pudo ver el rostro de Narm; el fuego reflejado danzaba sobre él mientras sus ojos, oscurecidos por el dolor, se encontraban con los de ella. Pero entonces desaparecieron, cuando Elminster se colocó delante de su amado y la miró severamente apremiándola en su tarea. Cómo se parecían aquellos ojos a los de Gorstag. Pensó en Gorstag, amable y jovial, rudamente sabio y conocedor. Entonces, cerró los ojos y apretó con fuerza los dientes para luchar contra aquella horrible sensación de algo que se enroscaba dentro de ella. El calor y el dolor adquirieron de pronto mucha más intensidad, oprimiendo su corazón como un puño de fuego.

Lo había pasado, por fin. Unas agudas punzadas perforaron sus rodillas y cayó desplomada sobre la roca mientras un calor blanco se condensaba dentro de ella. Estaba ardiendo todavía, pero ahora podía dominarlo.

Exultante, Shandril se levantó y vio a Florin y a Merith, con sus espadas destellando, enfrentándose a muchos hombres en la angosta boca de aquella cavidad. El corazón le latía en los oídos como un trueno ensordecedor y entonces oyó que Elminster gritaba. El elfo y el explorador se echaron a un lado. Florin levantó su brillante acero en un solemne saludo mientras ella se lanzaba como una furia por delante de ellos.

Shandril sabía que estaba gritando. Unos rayos blancos brotaron de sus manos, su boca y sus ojos y crepitaron delante de ella. Dondequiera que miraba, los hombres ardían y morían. Oía sus gritos, y ella los ahogó con un largo y sobrecogedor chillido de triunfo que se hacía más y más alto a medida que más y más hombres eran barridos por las llamas. Entonces, la boca de la cueva se quedó vacía y ennegrecida. Los hombres yacían inmóviles, con las espadas aún humeantes en sus crispadas manos.

«¡Oh, dioses! ¿Qué he hecho? Seis, siete..., doce... ¿cuántos? ¿Cuántos más?», pensó Shandril retrocediendo con horror. Mientras permanecía allí mirando aquella espantosa escena, con sus manos extendidas y todavía humeantes, un largo cuello de esqueleto apareció de golpe en la abertura de la cueva y dos ojos paralizadores se clavaron en ella. Rauglothgor el Inmortal abrió sus óseas mandíbulas y el mundo estalló en llamas.

Shandril gimió; un dolor se superponía al otro dentro de ella. Las lágrimas desdibujaron aquel muro de llamas; enseguida, volvió a ver y la calavérica cara de Rauglothgor estaba todavía delante de ella. Los malignos ojos del dracolich se encontraron con los suyos, y ella tuvo miedo.

Aquellos ojos la miraban con toda la arrogancia y la fuerza de los fríos siglos y la estirpe draconiana, y ella sintió de pronto una gran cólera. Aquella criatura esquelética se reía de ella, segura ante la idea de que se trataba de una muchacha, inexperta y desconocedora de las artes de la batalla y la magia.

La ira creció dentro de ella. Una piedra —¡una simple piedra!— había derribado a Symgharyl Maruel con todo su orgullo y su cruel dominio de la magia. Oh, sí, se enfrentaba con un dracolich, ¡pero ahora tenía medios para responderle! «¡Arde, pues, oh poderoso Rauglothgor, arde y conoce cómo se siente uno presa de las llamas, tú que nos quemas a nosotros como moscas que, por decenas, caen chamuscadas por la antorcha...! ¡Arde!»

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