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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (3 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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Subí al Peugeot, crucé el puente y salí del pueblo, pasé la iglesia y el presbiterio y tomé la carretera hacia Blakeney. A unos trescientos metros de la iglesia entré por un camino secundario, dejé el coche y volví a pie. Llevaba conmigo una cámara pequeña que siempre tenía en la guantera.

No tenía miedo. Después de todo, en cierta ocasión me escoltaron desde el hotel Europa de Belfast al aeropuerto; y eran varios hombres con armas preparadas en los bolsillos, que no dejaron de repetirme que debía tomar el próximo avión y no regresar jamás. Pero lo había hecho varias veces y hasta publiqué un libro al respecto.

Entré en el cementerio de la iglesia y encontré la piedra de Steiner y sus hombres tal cual la había dejado al marcharme. Volví a leer con cuidado la inscripción, sólo para asegurarme de que no estaba haciendo una tontería, tomé varias fotografías desde distintos ángulos y a continuación entré en la iglesia.

Había una cortina en la base de la torre. Pasé detrás. Varias capas rojas para monaguillos y otros ornamentos blancos colgaban de una vara metálica; había un viejo baúl de hierro, varias cuerdas aparecían suspendidas de las campanas del campanario y un tablero en la pared, análogo a los otros, informaba que el 22 de julio de 1936 se habían tocado 5.058 campanadas en la iglesia. Me fijé con interés que Laker Armsby aparecía como uno de los seis campaneros en aquella ocasión.

Más interesante era una línea de agujeros que atravesaba el tablero y la pared. Estaban sucios y tapados con yeso. Continuaban hacia arriba. Cualquier observador habría visto en eso la huella de una ráfaga de ametralladora. Pero resultaba quizá demasiado ofensivo para el lugar.

Yo estaba buscando los archivos o el registro de entierros; pero allí no había nada parecido a libros o documentos. Volví a cruzar la pesada cortina y casi instantáneamente reparé en una pequeña puerta situada detrás de la pila bautismal. Apenas toqué la manilla se abrió con facilidad, entré y me encontré en lo que evidentemente era la sacristía; una habitación pequeña, con paredes cubiertas de paneles de madera de encina. Había un armario con un par de casullas y sotanas, varios utensilios y vasos sagrados, un gran armario de encina y un amplio escritorio de forma anticuada.

Abrí el armario. Di en el blanco, pues contenía toda clase de legajos muy bien ordenados en las estanterías. Había tres registros de entierros. Los correspondientes a 1943 estaban en el segundo.

Miré las páginas de prisa y sentí de inmediato un total desengaño.

En noviembre de 1943 habían ingresado dos cadáveres; dos mujeres. Repasé velozmente el resto del año, lo que no me ocupó mucho tiempo, cerré el registro y lo devolví a su sitio. Una pista quedaba cerrada. Si Steiner, quienquiera que fuese, había sido sepultado allí, tenía que estar anotado en el registro. Este punto no se podía violar en la legislación inglesa. Así que, ¿qué diablos significaba todo esto?

Abrí la puerta de la sacristía y salí afuera, cerrándola cuidadosamente. Dos de los hombres de la taberna estaban allí: George Wilde y el de la barba negra, que, para mi inquietud, llevaba una escopeta de dos cañones.

—Le aconsejé que se marchara, señor, tiene que reconocerlo.

¿Por qué no me ha obedecido? —me dijo Wilde, amablemente.

—¿Qué demonios estamos esperando? Terminemos con éste de una vez —dijo el de la barba negra.

Se adelantó con sorprendente velocidad para un hombre de ese tamaño y me tomó por las solapas del impermeable. En ese mismo momento se abrió la puerta de la sacristía y apareció Vereker. Dios sabe de dónde habría venido, pero me agradó extraordinariamente verle en estas circunstancias.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó.

—Déjenos esto a nosotros, padre, lo arreglaremos solos —dijo Barbanegra.

—No arreglarás nada, Arthur Seymour —dijo Vereker—. ¡Fuera de aquí!

Seymour se le quedó mirando sin expresión, todavía agarrado a mis solapas. Le podía haber derribado de varios modos, pero no me pareció oportuno.

—¡Seymour! —volvió a decir Vereker. Una voz de hierro ahora.

Seymour me soltó lentamente y Vereker me dijo entonces:

—No vuelva por aquí, señor Higgins. Creo que le resultará evidente, ahora, que eso no sería beneficioso para usted.

—Una buena observación.

No esperaba exactamente que me destrozaran, por lo menos no después de la intervención de Vereker, pero no parecía en absoluto oportuno mantenerse por los alrededores; así que me dirigí directamente al coche, casi corriendo. Ya tendría tiempo para pensar con calma en todos esos misterios.

Entré al camino secundario donde había dejado el Peugeot y me encontré a Laker Armsby que, sentado en el capó, estaba liándose un cigarrillo. Se puso de pie al verme.

—Ah, aquí está usted ya —me dijo—. ¿Consiguió escapar?

Nuevamente me miraba con esa expresión entre astuta y desconfiada. Saqué el paquete de cigarrillos y le ofrecí uno.

—¿Quiere que le diga una cosa? —empecé—. No creo que sea usted tan simple como parece.

Sonrió ladinamente y expulsó una nube de humo en la lluvia.

—¿Cuánto?

Me di cuenta inmediatamente de lo que me insinuaba, pero de momento no me di por enterado.

—¿Qué es eso de cuánto?

—Le interesa. Le interesa saber de Steiner.

Se apoyó en el coche y se quedó mirándome, a la espera; así que saqué la billetera, extraje un billete de cinco libras y lo retuve en la mano. Le brillaban los ojos y alargó una mano. No se lo entregué.

—Oh, no. Veamos algunas respuestas primero.

—De acuerdo, señor. ¿Qué quiere saber?

—¿Quién era ese Kurt Steiner?

Sonrió, otra vez con la mirada furtiva y esa expresión maliciosa.

—Muy sencillo. Era el alemán que vino con sus hombres para matar a Winston Churchill.

Mi asombro fue tan grande que sólo atiné a mirarle en silencio.

Me arrebató el dinero de la mano, giró sobre los talones y se marchó corriendo.

Hay algunas cosas difíciles de encajar en la vida; tan enorme es su impacto. Como el de una voz desconocida que te dice por teléfono que alguien a quien quieres mucho ha muerto. Las palabras pierden su sentido, durante un instante la mente queda desconectada de la realidad, hace falta un respiro más o menos prolongado antes de estar preparado para aceptarlo.

Y ése era más o menos mi estado de ánimo después de la sorprendente revelación de Laker Armsby. Y no sólo porque fuera algo tan increíble. Si una lección he aprendido en la vida es que lo que uno juzga imposible puede suceder la semana próxima. Pero la verdad es que las implicaciones de lo que Armsby me acababa de decir eran tan enormes que, de momento, mi mente no fue capaz de aceptar que aquello fuera cierto.

Allí estaba. Tenía conciencia de su existencia pero no pensaba conscientemente en ello. Volví al hotel Blakeney, hice las maletas, pagué la cuenta y partí hacia casa. Aquél fue el primer paso de una jornada que, entonces lo ignoraba, iba a consumir un año entero de mi vida. Un año con cientos de archivos, docenas de entrevistas, viajes a través de medio mundo. San Francisco, Singapur, Argentina, Hamburgo, Berlín, Varsovia, e incluso —suma ironía— Falls Road, en Belfast. En todas partes parecía haber una clave, aunque siempre pequeña, que me llevaría a la verdad y particularmente a conocer un poco, a comprender en alguna medida el enigma que era Kurt Steiner. Porque Kurt Steiner es, de algún modo, el núcleo central de todo el enigma.

Capítulo 2

En cierto modo fue Otto Skorzeny quien lo empezó todo el domingo 12 de septiembre de 1943 cuando alcanzó el éxito en uno de los golpes de mano más brillantes y audaces de la Segunda Guerra Mundial. Con ello demostró además, con gran satisfacción de Adolf Hitler, que éste, como de costumbre, tenía la razón y el alto mando de las fuerzas armadas se equivocaba.

De súbito, Hitler se había interesado personalmente en saber por qué los alemanes carecían de unidades de comandos semejantes a las inglesas que con tan buenos resultados estaban operando desde el principio mismo de la guerra. Para satisfacerle, el alto mando decidió formar una unidad de esa clase. A la sazón, Skorzeny, un joven teniente de las SS, perdía el tiempo en Berlín después que su regimiento le licenciara. Le ascendieron a capitán y le convirtieron en jefe de las Fuerzas Especiales Alemanas. En realidad, ninguna de ellas significaba mucho, lo cual respondía perfectamente a los deseos del alto mando.

Desgraciadamente para ellos, Skorzeny resultó ser un brillante soldado, excepcionalmente dotado para la tarea que se le había encomendado. Y los acontecimientos le darían muy pronto ocasión de demostrarlo.

El 3 de septiembre de 1943 se rindió Italia. Mussolini fue destituido y el mariscal Badoglio le hizo arrestar y relegar. Hitler insistió en que se debía hallar y liberar a su ex aliado. Parecía una tarea imposible, e incluso el gran Erwin Rommel comentó que no veía posibilidades al proyecto y esperaba que lo abandonaran a la mayor brevedad.

No fue así porque Skorzeny se sumergió personalmente en ese trabajo con tal energía y determinación que muy pronto descubrió el sitio donde retenían a Mussolini; estaba en el hotel Sports, en la cima del Gran Sasso, montaña de más de tres mil metros de altura, en los Abruzzos, y custodiado por doscientos cincuenta hombres.

Skorzeny aterrizó en planeadores con cincuenta paracaidistas, asaltó el hotel y liberó a Mussolini. Le enviaron en seguida a Roma en un pequeño Stork y allí le transbordaron a un Dornier que le llevó al cuartel general de Hitler en el frente oriental, situado en Rastenburg, una zona triste, húmeda y boscosa de la Prusia oriental.

La hazaña reportó a Skorzeny un puñado de medallas, incluso la Cruz de Caballero, y le impulsó en una carrera que abarcaría incontables éxitos análogos y le convertiría en una leyenda viviente.

El alto mando, tan suspicaz respecto a esos métodos irregulares como lo es cualquier grupo de oficiales de cierta edad en todo el mundo, no se sintió impresionado.

Pero no ocurrió lo mismo con Hitler. Estaba en el séptimo cielo, feliz. Bailaba como no lo había hecho desde la ocupación de París. Y ese estado de ánimo continuaba el miércoles siguiente a la llegada de Mussolini a Rastenburg, cuando acudió a la reunión en la que debían discutirse los acontecimientos de Italia y el futuro papel del Duce.

La sala de mapas era sorprendentemente agradable, con paredes y techo de madera. En un extremo había una mesa circular rodeada de once sillas rústicas. Tenía un jarro con flores en el centro.

En el otro extremo de la habitación estaba la larga mesa de los mapas. El pequeño grupo reunido en torno de esta última estaba formado por el mismo Mussolini, Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y ministro de la Guerra Total; Heinrich Himmler, jefe de las SS, jefe de la policía estatal y de la policía secreta, entre otras cosas, y el almirante Canaris, jefe de la inteligencia militar, la Abwehr. Discutían la situación del frente italiano.

Todos se pusieron firmes cuando entró Hitler. Estaba de buen ánimo, jovial, le brillaban los ojos, esbozaba una leve sonrisa; se le veía encantador, cosa que sucedía en pocas ocasiones. Se acercó a Mussolini y le estrechó la mano calurosamente, reteniéndola entre las suyas.

—Su aspecto es mucho mejor esta noche, Duce. Decididamente mejor.

El aspecto del dictador italiano parecía espantoso a todos los demás. Cansado e inquieto, le quedaba muy poco de su antiguo fuego.

Consiguió esbozar una débil sonrisa que el Führer aplaudió.

—Bien, caballeros, ¿y cuál será nuestro próximo movimiento en Italia? ¿Qué nos reserva el futuro? ¿Qué opina usted
herr Reichsführer
?

Himmler se quitó el monóculo de plata y lo limpió cuidadosamente antes de responder.

—La victoria total, mi Führer. ¿Qué otra cosa, si no? La presencia del Duce entre nosotros en este momento constituye cabal demostración de la brillantez con que ha salvado usted la situación después de que ese traidor de Badoglio firmara el armisticio.

Hitler asintió con el rostro serio y se volvió a Goebbels.

—¿Y usted, Joseph?

Los ojos oscuros, locos, de Goebbels brillaron con entusiasmo.

—Estoy de acuerdo, mi Führer. La liberación del Duce ha causado sensación aquí y en el exterior. Tanto los amigos como los enemigos están llenos de admiración. Podemos celebrar una victoria moral de primera clase; y todo gracias a su inspirado liderazgo.

—Y no gracias a mis generales.

Hitler miró ahora a Canaris, que estaba concentrado en el mapa, con una leve sonrisa irónica.

—¿Y usted,
herr admiral
? ¿También cree que es una victoria moral de primera clase?

Hay momentos en que conviene decir la verdad y otros en que es preferible callar. Resultaba muy difícil decidir esto con Hitler.

—Mi Führer, la flota italiana está anclada bajo el fuego de la fortaleza de Malta. Tuvimos que abandonar Córcega y Cerdeña y las últimas noticias indican que nuestros antiguos aliados se aprontan para luchar a favor del otro bando.

Hitler se había puesto pálido, le parpadeaban los ojos, empezaba a sudarle la frente, pero Canaris continuó hablando:

—Y en cuanto a la República Social Italiana que proclamó el Duce, hasta el momento ningún país neutral, ni siquiera España, ha acordado establecer relaciones diplomáticas con ella. Y siento decirle, mi Führer, que creo que no las establecerán.

—¿Ésa es su opinión? —estalló Hitler—. ¿Su opinión? Vale usted tan poco como mis generales. ¿Y qué sucede cuando les escucho a ellos? Fracasos por todas partes.

Se acercó a Mussolini, que parecía bastante alarmado, y le puso la mano sobre los hombros.

—¿Está aquí el Duce por obra del alto mando? No; está aquí porque insistí en que se prepararan comandos, porque tuve la intuición de que era eso lo que debía hacerse.

Goebbels parecía ansioso, Himmler se mantenía tan tranquilo y enigmático como siempre; pero Canaris se mantuvo en su opinión.

—Esto no implica ninguna crítica hacia usted, mi Führer.

Hitler se había ido a la ventana y se quedó mirando fuera, con las manos a la espalda, fuertemente apretadas.

—Tengo instinto para estas cosas, y sé lo positivas que pueden resultar estas operaciones. Un puñado de hombres dispuesto a todo.

—Se volvió para encararles—. Sin mí no hubiera habido Gran Sasso, porque sin mí no hubiera habido ningún Skorzeny. —Hablaba como quien enuncia oráculos bíblicos—. No quiero ser demasiado duro con usted,
herr admiral
, pero después de todo, ¿qué han hecho usted y su gente de la Abwehr últimamente? Tengo la impresión de que sólo son capaces de producir traidores como ese Dohnanyi.

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