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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos

BOOK: Hacedor de mundos
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Tal vez sin el desastre de la nave «Descubrimiento» Javier Ortega no hubiera llegado a conocer nunca su poder. Pero su sorprendente vuelta a la Tierra desde centenares de años luz de distancia lo enfrentó a un nuevo y aterrador conocimiento: no solo era capaz de cambiar lo que le rodeaba, sino dominarlo por completo. Y así, Javier Ortega supo la gran verdad del Universo del que creía formar parte: que nada es real físicamente, que el Cosmos entero es creación de unos pocos, y que él había irrumpido en un plano de realidad en donde solamente tenía dos opciones: unirse a la élite de los creadores... o perecer.

Domingo Santos

Hacedor de mundos

ePUB v1.2

Nordik
02.11.11

©1986 by Domingo Santos ©1986 Ultramar Editores, S.A.

1º Edición: Noviembre 1986

ISBN: 84-7386-414-X. Depósito legal: NA-856-1986

Domingo Santos es sin duda el más prolífico de los autores de ciencia ficción del país. Nació en Barcelona en 1941 y escribe ciencia ficción desde que tenía 16 años.

Pere Domingo Mutiñó, que es su verdadero nombre, publicó su primera novela en 1959 y desde entonces ha alternado las actividades de escritor, editor, recopilador, director de colecciones o traductor, siendo uno de los máximos promotores del género. Entre sus actividades destacó su iniciativa como editor de la revista Nueva Dimensión.

Autor de más de una veintena de novelas, entre sus obras destaca Gabriel, una de sus mejores, donde relata la historia de un robot demasiado humano que se encuentra en una especie de cruzada. Gabriel fue publicada en la colección Nebulae en los años 60 y traducida a diversos idiomas, constituyéndose en la única novela de este género que ha traspasado las fronteras españolas.

El visitante, El mito de los Harry El bárbaro, y La niebla dorada son otras obras de este barcelonés, cuyo nombre está ligado al Concurso Domingo Santos, que cada año organiza el congreso español de ciencia ficción (HISPACON), a instancias de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción. Fue jurado del Premio UPC de Ciencia ficción durante los primeros cinco años de vida, y posteriormente ha sido finalista del galardón (1996) y ganador de la mención de la edición de 1997.

A Olaf Stapledon y Phillip José Farmer,

que en su labor hacedora fueron más osados que yo.

Prólogo

Iba a morir. Irremediablemente.

La primera explosión se había producido en la nave mientras él estaba afuera, reparando la antena de orientación hiper. Apenas fue una vibración en el casco bajo sus pies, un ligero temblor que le hizo soltar la herramienta que tenía en las manos y le obligó a hacer una contorsión para recuperarla. Miró a su alrededor en busca de alguna causa detectable de lo sucedido, pero no pudo ver nada anormal en la larga masa parecida al esqueleto de un animal antediluviano de la nave. Siguió trabajando.

La segunda explosión se produjo menos de un minuto después, y fue mucho más violenta. La sacudida hizo que sus zapatos magnéticos se desprendieran del casco, y de pronto se encontró dando volteretas en medio del vacío, mientras el cordón umbilical del cable de seguridad ondulaba tras el como una serpiente borracha. Dudaba aún entre detener sus incontrolados giros o preguntar primero por el intercomunicador que demonios ocurría, cuando se produjo la tercera explosión, casi junto a la antena parabólica donde había estado trabajando.

Pudo ver claramente retorcerse los hierros cuando una sección del casco reventó desde el interior, y el enorme boquete. Vio también como la anilla donde estaba anclado el traje de seguridad de su traje era arrancada con todo un fragmento del casco por la explosión, y partía como un proyectil en una línea cuarenta y cinco grados divergentes a su actual posición. Apenas tuvo tiempo de pensar en el significado de todo aquello cuando el cable que ya no era de seguridad se tensó bruscamente, con un inaudible chasquido, y la vibración que se transmitió por todo su cuerpo y el pasajero asomo de gravedad que sacudió su estructura ósea le indicaron que estaba siendo arrastrado por el impulso transmitido al otro extremo del cable.

Su entrenamiento le hizo actuar con precisión, por encima del pánico que intentaba apoderarse de él. Primero detener los giros sobre sí mismo. Aferró con ambas manos los brazos del impulsor y trató de fijar por la rapidez del movimiento circular de las estrellas la intensidad y el ángulo de sus giros. Aguardó unos segundos: el tirón del cable había hecho que su movimiento original variase sustancialmente, adquiriendo nuevos impulsos secundarios que dificultaban cualquier orientación y convirtiendo su trayectoria en un movimiento aparentemente descontrolado cuyo esquema de giros y contragiros daba la impresión de ser absolutamente irregular. No lo era. Con la experiencia que solo da la practica, fue identificando los distintos elementos circulares que formaban su trayectoria compuesta, y pulsó los chorros de su impulsor en consecuencia, anulándolos uno tras otro hasta convertir su impulso en un movimiento rectilíneo.

Que lo estaba alejando cada vez más de la nave, arrastrado por el ahora inútil cable de seguridad. Absolutamente inútil, de modo que soltó el cierre de enganche de su cinturón y se desprendió de él. La inercia siguió arrastrándolo, así que usó los chorros de freno para contrarrestar el impulso, y la tensa línea del cable desapareció en pocos segundos en la oscuridad. Entonces efectuó la maniobra más sencilla y que más veces había practicado con su impulsor: dio media vuelta.

La velocidad con la que lo había arrastrado el cable debía haber sido mayor de lo supuesto, pues descubrió que la nave se hallaba ahora desmoralizadoramente lejos. De todos modos, no importaba: los chorros del impulsor, a toda potencia, podían volver a acercarle a ella en cuestión de minutos, y además en la nave debía haberse dado ya la alarma general y sabían que había un hombre fuera.

Iba a accionar los chorros para iniciar el viaje de regreso cuando se produjo otra explosión. Nunca llegó a saber si fue la cuarta o se había producido alguna otra en el intervalo, pero sí fue la definitiva. Sus alucinados ojos contemplaron impotentes como la nave, allá a lo lejos, se convertía de pronto en una bola de fuego, en un minúsculo sol que brillaba efímero unos breves segundos y luego se apagaba como si alguien hubiera soplado su llama, sin dejar siquiera rescoldos.

Durante unos interminables momentos contempló incrédulo la nada, sin atreverse a admitir que acababa de presenciar la completa destrucción de una nave intergaláctica de carga de setecientas mil toneladas y de los cincuenta y seis hombres que la tripulaban. Luego, la secuela de la explosión lo abofeteó. No la onda expansiva: la materia interestelar es demasiado tenue para transmitir ninguna onda de choque, sino el viento formado por la explosión en sí: la irradiación de materia desintegrada arrojada hacia todos lados a partir del epicentro de lo que había sido la masa de la nave. Notó como un bofetón, el azote de una tenue brisa, un soplo de materia que hubiera sido visible como una ligera niebla si hubiera habido a su alrededor algo más que la profunda negrura del espacio para iluminarla. También había algunos fragmentos, partículas no identificables de diverso tamaño que formaban como una lluvia de materia que acompañaba al viento. Por unos momentos se sintió presa del pánico pensando en que algunos de aquellos proyectiles podían perforar su traje como un diminuto meteorito, pero eran demasiado pequeños para hacer algo más que transmitirle parte de su impulso, como el empuje de una mano fantasmal. Un fragmento algo mayor golpeó su pantorrilla, haciéndole iniciar un nuevo giro sobre sí mismo, absurdamente lento, como al ralentí. Su estado de estupor era demasiado grande para pensar en contrarrestarlo antes de que hubieran pasado largos minutos. Cuando finalmente consiguió estabilizarse respecto al insondablemente y lejano fondo de las estrellas, fue incapaz de decir donde había estado la nave.

Entonces tuvo por primera vez clara conciencia de su verdadera situación: estaba solo, absolutamente solo, perdido en el espacio, en medio de la nada, a treinta billones de kilómetros de distancia del más cercano de su semejante.

Estaba condenado a morir irremediablemente.

———

David Cobos, él era el primero en reconocerlo, nunca había sido un hombre que hubiera tenido éxito en la vida. Introvertido por naturaleza, de carácter solitario, y muy poco sociable, desde pequeño había tenido fama de raro. Y el era el primero en admitir aquella cualidad. Nunca se había sentido enteramente parte de la raza humana. Además, siempre había tenido la sensación de que a su alrededor ocurrían cosas, y eso lo encerraba aún más en sí mismo. Jamás había sido capaz de definir la naturaleza de esa sensación, tan evanescente como una voluta de humo, pero real pese a todo, aunque solo fuera por unos breves momentos antes de disiparse en nada. Pero el resultado inmediato había sido siempre el alejamiento de sus semejantes, que lo contemplaban en el mejor de los casos con ojos suspicaces. No era querido, y él tampoco quería. Y se daba cuenta de que no podía hacer nada por luchar contra aquel sentimiento, porque brotaba de lo más profundo de su ser.

Se había alistado muy joven en la marina interestelar para huir de todo aquello. En la larga soledad de los viajes espaciales, sin más que unas pocas personas con las que tenía que tratar, su alma se sentía liberada. Además, los miembros de las tripulaciones solían ser gente como el. Tenían que serlo, para soportar viajes que duraban dos, tres y hasta cinco años, encerrados en aquellas angostas cárceles de metal. A bordo de los grandes cargueros intergalácticos —había conocido ya cinco—, David Cobos sentía un solaz que la Tierra nunca le había proporcionado. Luego, a la vuelta, cuando cobraba el espléndido sueldo acumulado a lo largo del viaje, se sumergía por un tiempo en la vida social del planeta, intentando de nuevo integrarse, para descubrir, al cabo de pocos días, que seguía siendo tan ajeno a aquella cultura como siempre. Y entonces, irremediablemente, se alistaba a otro viaje, siempre con una duración un poco mayor. Jamás faltaban oportunidades: aunque la paga era buena, el largo confinamiento no era para muchos. Sus tests psicológicos siempre daban «idóneo». Eso, en los viajes espaciales largos, era más importante que la aptitud técnica: era aceptado a ojos cerrados. Y de nuevo emprendía la marcha.

Se había especializado en comunicaciones y sistemas de detección. No era un gran técnico, pero las exigencias de un carguero intergaláctico tampoco eran demasiadas. Garantizar la continuidad de los enlaces con origen y destino en los breves periodos del viaje en que eran posibles era suficiente. Mantener el equipo de detección hiper en buen uso, reparar alguna antena dañada durante el viaje (era el elemento que más sufría, tanto por su tamaño como por su fragilidad), y gozar de la inactividad el resto del tiempo. O soportarla.

Reparar una antena de orientación hiper dañada era lo que le había llevado al exterior cuando se produjo el desastre. Estaban a medio camino de vuelta a la Tierra con una carga de materias primas de alta cotización en el planeta, a una distancia de cien parsecs del sistema solar. Esto representaba ocho meses de viaje todavía, para la nave. Ahora serían muchos más. Toda la eternidad.

Aquella era la ironía suprema, pensó, mientras miraba a su alrededor, al infinito que le cercaba por todas partes. Él siempre había odiado al resto de la humanidad. Había querido estar solo. Ahora había conseguido de una forma total y definitiva su deseo.

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