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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (3 page)

BOOK: Hacia rutas salvajes
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En 1980, el Parque Nacional del Denali se amplió hasta abarcar las suaves colinas de Kantishna y el macizo de la cordillera Exterior situado más al norte, pero una franja de terreno llano quedó excluida de los nuevos límites de esta enorme reserva natural: se trataba de un largo brazo de tierra conocido como el Distrito del Lobo, que circunda la primera mitad de la Senda de la Estampida. Puesto que el espacio protegido del parque del Denali la rodea por tres lados, esta franja de unos 350 kilómetros cuadrados alberga un número de lobos, osos pardos, caribúes, alces y otros animales muy superior al que en buena lógica le corresponde. Los cazadores y tramperos que conocen la anomalía guardan celosamente este secreto local. En otoño, tan pronto como se levanta la veda del alce, un puñado de cazadores cumple con el rito de visitar el viejo autobús que yace junto al río Sushana, en el extremo occidental de la franja excluida del parque, a tres kilómetros escasos de sus lindes.

Ken Thompson, el propietario de un taller de chapa y pintura de Anchorage, Gordon Samel, su operario, y Ferdie Swanson, un amigo de este último, obrero de la construcción, salieron en dirección al autobús el 6 de septiembre de 1992 para cazar alces. Llegar hasta el emplazamiento del vehículo abandonado no es fácil. A unos 15 kilómetros del final del tramo mejor conservado, la Senda de la Estampida cruza el río Teklanika, un torrente rápido y helado de aguas opacas que arrastra sedimentos que proceden de una morrena glaciar. El camino desciende hacia el margen del río hasta llegar a una estrecha garganta por la que el Teklanika fluye violentamente formando grandes borbotones de espuma blanca y luego sigue corriente arriba. Ante la perspectiva de verse obligada a vadear este torrente lechoso y turbulento, la gente se desanima y no continúa adelante.

Sin embargo, Thompson, Samel y Swanson son unos lugareños obstinados que se empeñan en conducir vehículos a motor por sitios que parecen concebidos para que éstos no circulen. Al llegar al Teklanika se dedicaron a explorar la ribera del río hasta que encontraron un lugar donde las rocas dibujaban un ancho trenzado surcado de arroyos no muy profundos, y sin pensarlo dos veces procedieron a atravesar el cauce.

«Yo iba el primero —dice Thompson—. El río tenía una anchura de unos 23 metros y la corriente era muy fuerte. Mi camioneta es una Dodge del 82; lleva un gato hidráulico incorporado, tracción en las cuatro ruedas y unos neumáticos de 97 centímetros. El agua llegó casi al capó. Hubo un momento en que creí que no conseguiría cruzarlo. La camioneta de Gordon tiene instalado un cabrestante frontal capaz de resistir hasta tres toneladas y media. Me seguía para sacarme en caso de que desapareciera bajo el agua.»

Thompson logró llegar a la orilla opuesta sin problemas, y Samel y Swanson le siguieron en sus camionetas. Dos de las camionetas llevaban vehículos todoterreno ligeros en las respectivas plataformas traseras: uno de tres ruedas y otro de cuatro. Aparcaron las camionetas en un pedregal, descargaron los todoterreno y continuaron hacia el autobús en estos vehículos, más pequeños y manejables.

Noventa metros más allá del río, el camino se hundía en una serie de diques hechos por los castores, donde el nivel del agua les llegaba a la altura del pecho. Sin dejarse intimidar, los tres lugareños dinamitaron los troncos y ramas de los diques con el fin de desaguar los embalses. Siguieron adelante con sus vehículos, subieron por el lecho rocoso de un arroyo y atravesaron unas densas espesuras de alisos. Cuando por fin llegaron al autobús, era media tarde. Según Thompson, encontraron a «un chico y una chica de Anchorage que estaban de pie a un metro y medio del autobús; parecía que hubieran visto un fantasma».

Ninguno de los dos había entrado en él, pero se habían acercado lo suficiente para notar «el olor nauseabundo que provenía del interior». En la puerta trasera, atada al extremo de una rama de aliso, alguien había improvisado una bandera con unas mallas rojas de punto como las que usan los bailarines. La puerta estaba entornada y tenía pegada con cinta adhesiva una nota inquietante. En una hoja arrancada de una novela de Nikolai Gogol, se leía un texto escrito a mano y en letras de molde:

S.O.S. NECESITO QUE ME AYUDEN. ESTOY HERIDO, MORIBUNDO, Y DEMASIADO DÉBIL PARA SALIR DE AQUÍ A PIE. ESTOY COMPLETAMENTE SOLO.
NO ES UNA BROMA
. POR DIOS, LE PIDO QUE SE QUEDE PARA SALVARME. HE SALIDO A RECOGER BAYAS Y VOLVERÉ ESTA NOCHE. GRACIAS, CHRIS MCCANDLESS. ¿AGOSTO?

La pareja de Anchorage se había quedado tan trastornada por lo que la nota implicaba y el sobrecogedor olor a putrefacción que no se había atrevido a inspeccionar el interior del autobús, así que Samel hizo acopio de valor y se decidió a echar una ojeada. Atisbó por la ventana y vio un rifle Remington, una caja de plástico llena de cartuchos, ocho o nueve libros, unos vaqueros raídos, algunos utensilios de cocina y una mochila cara. En el fondo, sobre una litera construida con materiales de mala calidad, se veía un saco de dormir azul que parecía contener a alguien o algo, aunque, según Samel, «era difícil estar seguro».

«Yo estaba de pie encima de un tocón —continúa diciendo Samel— y sacudí un poco el saco de dormir a través del cristal trasero. Era indudable que allí había algo, pero, fuera lo que fuera, no pesaba demasiado. Hasta que no rodeé el autobús y llegué al otro lado no vi la cabeza que asomaba, y entonces supe a ciencia cierta que el saco de dormir contenía un cadáver.»

Chris McCandless llevaba muerto dos semanas y media.

Samel, un hombre de convicciones arraigadas, decidió que el cadáver tenía que ser evacuado de inmediato. Sin embargo, no había espacio suficiente para transportarlo en ninguno de los vehículos, ni en el suyo, ni en el de Thompson, ni en el todoterreno de la pareja de Anchorage. Al cabo de un rato apareció en escena una sexta persona, un cazador de Healy llamado Butch Killian. Puesto que Killian conducía un Argo —un gran todoterreno anfibio de ocho ruedas—, Samel propuso que fuera él quien evacuara los restos mortales, pero Killian se negó a hacerlo e insistió en que esa tarea correspondía a la policía montada de Alaska.

Killian, un minero pluriempleado que también ejerce de ATS voluntario en la brigada de bomberos de Healy, llevaba un radiotransmisor en el Argo. Al no poder contactar con nadie desde aquella posición, volvió hacia la carretera principal; cuando ya había recorrido ocho kilómetros, poco antes de que oscureciera consiguió que le respondiera el operador de radio de la central eléctrica de Healy.

—Central, os habla Butch. Tenéis que avisar a la policía montada. Hay un hombre en el autobús que está cerca del Sushana. Parece que lleva muerto algún tiempo.

A las ocho y media de la mañana siguiente un helicóptero de la policía se posó ruidosamente junto al autobús levantando una gran polvareda y remolinos de hojas de álamo. La policía montada llevó a cabo una inspección superficial del autobús y los alrededores por si había algún indicio de delito. A continuación, los policías se marcharon llevándose el cadáver, una cámara con cinco rollos de película expuesta, la nota de socorro y un diario escrito sobre las dos últimas hojas de una guía de campo de plantas comestibles. El diario se componía de 113 entradas escuetas y enigmáticas que dejaban constancia de las últimas semanas de vida del muchacho.

Transportaron el cadáver hasta Anchorage para que el laboratorio de la policía judicial realizara la autopsia. El cuerpo de Chris McCandless se hallaba en un estado de descomposición tan extremo que fue imposible determinar con exactitud la fecha de su muerte, pero la médico forense no encontró señal alguna de heridas internas traumáticas ni fracturas óseas. En el cuerpo apenas quedaba grasa subcutánea y se apreciaba que los músculos se habían atrofiado durante los días o las semanas que precedieron a la muerte. En el momento de la autopsia, el cuerpo sólo pesaba 30 kilos. La forense dictaminó que la causa más probable del fallecimiento había sido el hambre.

Al pie de la nota de socorro figuraba la firma de Chris McCandless. Cuando se revelaron los rollos de película, apareció un gran número de autorretratos. No obstante, puesto que no llevaba consigo ninguna identificación, las autoridades no sabían quién era, de dónde procedía ni qué estaba haciendo allí.

3
CARTHAGE (I)

Quería movimiento, no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.

LEÓN TOLSTOI,

Felicidad familiar

[Pasaje subrayado en uno de los libros encontrados junto al cadáver de Chris McCandless.]

Nadie debería negar […] que el nomadismo siempre nos ha estimulado y llenado de júbilo. En nuestro pensamiento, la condición de nómada está asociada a escapar de la historia, la opresión, la ley y las obligaciones agobiantes, a un sentimiento de libertad absoluta, y el camino del nómada siempre conduce hacia el oeste
.

WALLACE STEGNER,

The American West as Living Space

Carthage, en Dakota del Sur, es un pequeño pueblo de 274 habitantes que se yergue letárgico y humilde en la inmensidad de las llanuras del Norte, abandonado a la deriva del tiempo y formado por un racimo de casas de madera con pulcros porches y almacenes con fachadas de desgastados ladrillos. Impresionantes hileras de álamos de Virginia proyectan su sombra sobre la cuadrícula de unas calles en las que el tránsito rodado rara vez es molesto. El pueblo dispone de una tienda de comestibles, un banco, una única gasolinera y un solitario bar en las afueras: el Cabaret, donde Wayne Westerberg se toma una copa y masca un buen cigarro mientras recuerda al singular muchacho que conoció bajo el nombre de Alex.

De las paredes forradas de madera contrachapada cuelgan cornamentas de ciervo, anuncios de cerveza Old Milwaukee y empalagosos cuadros que representan aves de caza emprendiendo el vuelo. Volutas de fino humo se elevan de los cigarrillos sobre los grupos de granjeros vestidos con monos de trabajo y gorras cubiertas de polvo. Sus cansadas facciones están tan incrustadas de mugre como las de un minero del carbón. Se expresan por medio de frases lacónicas, prácticas, preocupados por las inclemencias del tiempo y por el hecho de que los campos de girasoles estén todavía demasiado húmedos para segarlos, mientras el rostro socarrón de Ross Perot parpadea en lo alto desde un televisor al que le han quitado el sonido. En ocho días más el país elegirá presidente a Bill Clinton. Han pasado casi dos meses desde que el cadáver de Chris McCandless apareció en Alaska.

«Esto es lo que Alex solía beber —dice Westerberg frunciendo el entrecejo y removiendo el hielo de su White Russian, un combinado de vodka, licor de café y crema de leche—. Se sentaba justo ahí, al final de la barra, y nos contaba historias increíbles sobre sus viajes. Podía hablar durante horas. Mucha gente del pueblo le tomó cariño. Lo que le ocurrió parece muy raro, ¿no?»

Westerberg, un hombre de espaldas anchas y con una perilla de chivo, que transmite una energía desbordante, es el propietario de dos elevadores de grano, uno en Carthage y otro a unos pocos kilómetros del pueblo, pero se pasa los veranos dirigiendo un grupo de operarios de cosechadoras que trabajan por encargo y se desplazan desde el norte de Texas hasta la frontera canadiense siguiendo la temporada de la recolección. En 1990, cerró un trato para ocuparse de la siega de las grandes extensiones de cebada que posee la Anheuser-Busch en las regiones del centro y el norte de Montana. La tarde del 10 de septiembre de aquel año, cuando regresaba en coche desde Cut Bank, donde había comprado unas piezas de recambio para una cosechadora averiada, recogió a un autostopista, un simpático muchacho que dijo llamarse Alex McCandless.

McCandless no era muy alto y tenía el físico delgado y endurecido de un jornalero. Por alguna razón, los ojos del chico le llamaron la atención. Eran oscuros y emotivos, y parecían contener algún vestigio de sangre exótica, como si sus antepasados fueran griegos o indios chippewa; transmitían una sensación tal de vulnerabilidad que Westerberg sintió que debía hacerse cargo de él. Tenía el típico aspecto de chico bueno y sensible, de esos que las mujeres se sienten encantadas de mimar, pensó Westerberg. Su rostro poseía una rara elasticidad; podía mantenerse inmóvil e inexpresivo para transformarse al cabo de un instante en una enorme sonrisa bobalicona que desfiguraba sus facciones y ponía al descubierto unos dientes caballunos. Era miope y llevaba unas gafas con montura metálica. Parecía hambriento.

Diez minutos después de haber recogido a McCandless, Westerberg se detuvo en el pueblo de Ethridge para entregar un paquete a un amigo.

«Mi amigo nos ofreció una cerveza —explica Westerberg— y le preguntó a Alex cuánto tiempo llevaba sin comer. Alex le confesó que un par de días. Dijo que se le había terminado el dinero o algo parecido.»

Al oírlos, la mujer del amigo insistió en prepararle una abundante cena, que Alex engulló en un abrir y cerrar de ojos. Luego se quedó dormido encima de la mesa.

McCandless le había contado que se dirigía hacia Saco Hot Springs, un sitio del que le habían hablado unos «vagabundos motorizados» (es decir, que poseían algún vehículo, a diferencia de los simples «vagabundos a pie», que no tenían ningún medio de transporte y se veían obligados a desplazarse andando o haciendo autostop). Al parecer, Saco Hot Springs estaba situado a 380 kilómetros hacia el este siguiendo la interestatal 2. Westerberg le había respondido que sólo podía llevarlo unos 20 kilómetros, hasta que tomara un desvío en dirección norte para llegar a Sunburst; allí, junto a los campos en los que estaba trabajando, tenía una caravana. Cuando Westerberg se paró en el arcén para dejar a McCandless, ya eran las diez y media de la noche y llovía copiosamente.

—Me sabe mal tener que dejarte aquí, joder, en medio de este diluvio —exclamó Westerberg—. Veo que traes un saco de dormir, ¿por qué no te vienes conmigo hasta Sunburst y pasas la noche en la caravana?

McCandless se quedó tres días con Westerberg. Soportaba cada mañana las mismas penalidades que el grupo, como uno más de los trabajadores que se abrían paso con sus pesadas máquinas a través de aquel océano de cereal rubio y maduro. Antes de separarse, Westerberg le dijo que si algún día necesitaba trabajo preguntara por él en Carthage.

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