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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (2 page)

BOOK: Hades Nebula
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Su mente, sin embargo, comenzaba a increparle de nuevo, conjurando oscuras imágenes de conceptos que conocía demasiado bien: la noche, los alaridos y el millar de muertos vivientes que los provocaban. No quedaba más tiempo. Si alguno de ellos lo localizaba, iría a por él con esa furia inexplicable que les caracterizaba, como sacudido por una necesidad imperiosa de desgarrar, de destruir, de acabar con toda vida. No sabía qué clase de instinto primitivo se activaba en sus cerebros cuando se convertían en
zombis
, pero era uno manifiestamente destructor; los muertos siempre buscaban la muerte.

Espoleado por esa corriente de pensamientos, Dozer comenzó a incorporarse. Visto desde la distancia, parecía un cervatillo que acabara de abandonar el vientre materno: agachado, tembloroso y torpe. Pronto estuvo otra vez en pie, escudriñando la zona que tenía alrededor, y aunque la ropa mojada era desagradable y pesada, se sentía efectivamente renacido.

Por aquel entonces, las obras de reforma del puerto ya habían comenzado, y ante él se extendía una explanada donde montones de arena y grava se acumulaban en confusa profusión. Una excavadora languidecía a poca distancia, con la pala levantada hacia arriba como si extendiera una ofrenda a algún dios ya olvidado. Más allá se extendía la ciudad, apagada y muerta, silenciosa y estéril. Dozer sabía que tendría que salir de la zona de los muelles para encontrar el alcantarillado; desde allí, se arrastraría por debajo de las calles infectadas de espectros (
caminantes
, como los llamaba Aranda) y trataría de volver a casa, a la Ciudad Deportiva de Carranque, donde él y cerca de una treintena de supervivientes se esforzaban por continuar con sus vidas pese a que el mundo se había ido al infierno. O más bien, pese a que el infierno había ido al mundo.

No intentaría, sin embargo, acercarse a sus calles de noche. Ya era bastante duro intentarlo a la luz del sol; sin ningún tipo de iluminación eléctrica, encaminarse hacia allí era poco menos que un suicidio. Los muertos acechaban en cada rincón, y la mayor parte del tiempo, era difícil saber si estaban siquiera. Se los podía ver apoyados en cualquier esquina, con los ojos en blanco y la mirada perdida en algún horizonte imaginario, o deambulando por todas partes con paso lento y errático, las bocas muertas abiertas y el cuerpo doblado como una S deforme. No, esperaría a la mañana. Aunque en enero amanece más tarde, tendría algo de visibilidad a su paso por las alcantarillas. Allí no había
zombis
, porque los accesos estaban generalmente cerrados y cuidaban de que así siguiera siendo. Si la luz era entonces suficiente, podría estar de vuelta antes de la hora del desayuno; y el día, le parecía, tenía la capacidad de teñir de vida las escenas más lúgubres.

Exhausto y empapado como estaba, decidió esconderse en algún sitio. Ya no quedaban barcos a la vista: cualquier cosa que hubiera podido flotar fue utilizada el día en el que los muertos empezaron a ser más numerosos que los vivos. Sin embargo, el
Santísima Trinidad
se encontraba a su alcance, ominoso y oscuro. Desvencijado y vencido por las inclemencias del tiempo, se asemejaba más a un barco fantasma que ha vuelto a emerger de las profundidades del océano.

Uno de los mástiles principales, ahora partido, caía sobre el muelle, convertido en una amalgama de cuerdas y restos de estructuras de madera. Era grueso y circundado por anillos de metal que facilitaban su escalada, así que en pocos segundos estuvo sobre la cubierta. Estaba inclinada unos cincuenta grados, y por el estado de las cosas, parecía que allí se había librado una suerte de batalla. En el cielo, la luna llena preñaba de tonos azulados los cañones ornamentales, desparramados por todas partes. Las pasarelas estaban quebradas, y por doquier, las cuerdas se entrelazaban tejiendo una especie de telas de araña. Pero la oscuridad era un factor de peligro, y Dozer decidió no internarse en el barco. Podía imaginar a los muertos, aletargados en sus salones y pasillos, esperando cualquier estímulo que los pusiera de nuevo en marcha, así que se deslizó bajo una de las escaleras de madera y se acurrucó.

Tenía frío y estaba hambriento, le dolían las manos (que puso bajo las axilas para que entraran en calor) y en su mente, la posibilidad de no volver a ver la luz del día resonaba como la bocina de una estridente alarma. Pero a pesar de todo, se quedó dormido casi al instante, con las rodillas pegadas al pecho, en una posición casi fetal.

Y mientras, alrededor, los muertos aullaban.

2. LA CIUDAD MUERTA

Isabel miraba a través de la enorme puerta del helicóptero. Al principio le había dado miedo, porque era diáfana y sin hojas, y no pudo evitar agarrarse del brazo a Moses, sentado a su lado. La ascensión, además, había sido abrupta, y una sensación de desmayo subió desde su estómago a la cabeza. Luego, el helicóptero viró con brusquedad y se inclinaron peligrosamente, y ella tuvo que agarrarse con ambas manos a los cinturones de seguridad que la mantenían bien sujeta al asiento.

José había dejado su mochila a sus pies, y cuando el enorme aparato describió el giro, ésta se precipitó al exterior, perdiéndose para siempre.

—¡Mi mochila! —exclamó José; había intentado apresarla extendiendo la pierna, pero fue inútil.

Uno de los soldados le miró con gesto de interrogación.

—No pasa nada... —dijo al fin—, sólo eran mis cosas.

—Lo siento, compañero —exclamó Susana.

José la miró.

Con el tiempo, Susana se había convertido en uno de los pilares del Escuadrón, compuesto por ellos y dos amigos que habían caído: Dozer y Uriguen. Habían sobrevivido a tantas peripecias que, juntos, se creían imbatibles: la limpieza del perímetro del campamento, la aventura del helicóptero, la invasión zombi propiciada por el padre Isidro, y varias decenas más. Sin embargo, en las últimas horas su número se había visto reducido a la mitad, y Susana parecía ahora tan cansada... demacrada, con la ropa llena de manchas oscuras y con el cabello desaliñado, que más bien parecía una triste y vencida sombra de sí misma: las ojeras remarcaban el borde inferior de sus párpados y su tez tenía el color de la cera vieja. El hecho de que no hubieran dormido mucho la última noche no ayudaba, pero José sabía que eso no tenía mucho que ver. Era el dolor lo que la estaba consumiendo. José se acordó del diario del capitán Díez que tanto había interesado a Dozer, y que él mismo había guardado en su mochila con manifiesto interés. Ahora, el diario se precipitaba al vacío, perdido para siempre. Perdido, como su amigo.

Sintió una extraña sensación de ahogo en el pecho, y desvió la mirada. Susana comprendió, sumida en su propio pozo de tristeza, y bajó la cabeza.

Isabel vio caer la mochila. Describió varios giros en el aire y terminó liberando su contenido, que se desparramó en una cascada de pequeños objetos. Cayeron en mitad de las pistas de la Ciudad Deportiva de Carranque que habían llamado hogar en los últimos meses, y allí dejó de verlas. Entonces se fijó en el espectáculo desolador que tenía ante sí. Desde aquella altura, la ciudad parecía una maqueta cuidadosamente levantada. Sus calles estaban llenas de figuras espectrales que se repartían por todas las esquinas, pero estáticas, como diminutas figuritas en poses surrealistas y tenebrosas. Había coches por todas partes, algunos colisionados con otros y varios empotrados en el escaparate de alguna tienda, o volcados contra la acera. La vista de Carranque no era mejor: el viejo edificio, ahora derruido y trocado en una ruina humeante, despuntaba con una de sus fachadas levantándose contra todo pronóstico hacia ellos, como un dedo acusador. Allí estaban sepultados los cadáveres de muchos de sus compañeros, que no llegaron a tiempo de ver aparecer los helicópteros. No lo consiguieron. Se llevó una mano a la boca y las lágrimas resbalaron, ardientes, por sus mejillas.

Moses percibió su gesto, y le apretó fuertemente la mano.

—Ya está —exclamó suavemente—. Lo hemos conseguido.

Pero Isabel no estaba tan segura de que hubieran conseguido gran cosa. Abajo, la ciudad denunciaba su fracaso con sus calles infectadas de muertos andantes. Una vez tuvieron sueños y esperanzas de futuro. En ellos, reconquistaban la ciudad poco a poco, edificio a edificio, extendiendo el perímetro del campamento; sólo Dios sabía con cuánta perseverancia lo había intentado el Escuadrón, exponiendo sus vidas día tras día, pero lo que quiera que hubiese provocado aquella pandemia de proporciones globales, había vencido. Ahora, los que probablemente eran los últimos supervivientes de la ciudad, se marchaban, reducidos en número y derrotados, y con innumerables heridas que curar; heridas en el alma y en el corazón. En secreto, con los ojos anegados en lágrimas, Isabel se prometió a sí misma que volvería.

Mientras tanto, José se fijaba en los soldados que los custodiaban. Eran cuatro, e iban equipados con máscaras con filtros de aire. No había forma de identificarlos individualmente: parecían tener todos la misma complexión y envergadura, como si fueran clones. El plástico que les cubría los ojos, de un tono ligeramente anaranjado, no ayudaba a hacerlos más humanos o más próximos, y desde luego, tampoco ayudaban las armas que portaban.

José se quedó mirando al que tenía enfrente. Éste parecía devolverle la mirada fijamente, pero era difícil decirlo porque la luz arrancaba pequeños destellos en la visera de la máscara. José intentó esbozar una sonrisa, pero el soldado permaneció inmutable. Si bien eso le pareció un tanto extraño, se decidió a intentar una conversación.

—¡Gracias por sacarnos de allí! —exclamó. Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del ruido de las hélices. Sin embargo, el soldado no contestó.

—Amigo... ¿por qué llevan máscaras? —preguntó después de un rato, gesticulando para hacerse entender.

El soldado inclinó ligeramente la cabeza y pareció mirar de soslayo a otro de los hombres, sentado un par de asientos más allá. José siguió su línea de visión, a tiempo para percibir una señal casi imperceptible de asentimiento. Por fin, el soldado retiró la máscara liberando los cierres de seguridad.

Tenía ante él a un hombre joven, con el rostro abotargado. En sus mejillas había pequeñas manchas rojas, como las que produce el frío intenso, y sus ojos eran profundos y grises.

—Forma parte del equipo estándar, señor —dijo al fin, mirando la máscara como si, de repente, no reconociera lo que tenía entre las manos.

—Entiendo —dijo José. Mientras lo decía, el resto de los soldados desnudaron también sus rostros— Me llamo José.

—Soldado Bronte, señor.

—¿Bronte? Qué nombre tan curioso...

—Es griego, señor —contestó el soldado—. Significa «trueno».

—Muy apropiado para un soldado —opinó José.

El soldado asintió, visiblemente complacido.

—Gracias por sacarnos de ahí abajo —continuó diciendo José—. Creo que estábamos en las últimas.

—Ha sido un placer, señor. Ya no hacemos muchas incursiones de este tipo...

—¿No? —preguntó José, extrañado—. ¿Por qué no?

—Nuestra prioridad ahora es defender la base y proporcionar seguridad a los supervivientes a nuestro cargo, señor.

—Perdona, creo que no soy mucho más viejo que tú... ¿puedes dejar de llamarme «señor»? Me hace sentir raro.

El soldado pestañeó.

—Claro... —exclamó, después de un momento.

—¿Adónde vamos, exactamente? —quiso saber Susana, entrando de pronto en la conversación.

—A la base que hemos acondicionado en la Alhambra de Granada. El nivel de seguridad es alto, estarán perfectamente.

—¿No han podido recuperar la ciudad, o parte de ella?

—Negativo —contestó el soldado, ahora un poco dubitativo—. Hay... diversos factores que complican los operativos enormemente.

—¿Como cuáles?

—Creo... —dijo otro de los soldados de improviso, alzando la voz para asegurarse de que todos le oían— que no estamos autorizados para hablar de ciertas cosas. Traten de entenderlo. Al llegar a la base, el teniente responderá a sus preguntas.

—Entiendo —musitó Susana, pero José la conocía bien e interpretó su gesto a la perfección. Aquella ceja ligeramente levantada parecía decir «militares...» con cierto énfasis despectivo.

Susana suponía que las cosas cambiarían bastante a partir de ahora. El aparato militar y sus protocolos de seguridad serían una cortapisa a la libertad a la que estaban acostumbrados. Antes, ellos eran el máximo exponente de autoridad que podía concebirse. Aranda sugería y planificaba, pero nadie les decía cómo hacer las cosas que hacían. Si no se equivocaba mucho, suponía que en cuanto bajaran del helicóptero algún oficial les pediría que entregaran sus armas, y ellos acabarían en algún asentamiento civil, vigilados por soldados armados como si ellos fueran parte del problema; una especie de ganado infectado que escondía el terrible potencial de convertirse en el Enemigo en cualquier momento.

Sacudió la cabeza, intentando desprenderse de augurios tan derrotistas. No quería tenerlos, no quería escucharlos, pero aun así, sobrevolaban su cadena de pensamientos conscientes con la omnipresencia de un dios.

Y estaban aquellos niños, los que había traído Isabel consigo de quién sabía dónde. Ella era preciosa, un pequeño ángel de cara dulce y ojos inteligentes, y él era un muchacho que apenas estaba dando sus primeros pasos por la sinuosa carretera de la adolescencia. Ella no tendría más de ocho, quizá nueve años, y sus mejillas tiznadas de suciedad consiguieron conmoverla. En ese momento, su mirada se cruzó con la de la pequeña y algo en su interior terminó de desmoronarse. ¿Qué tipo de futuro le esperaba, en un mundo donde los muertos vivientes proferían lastimeros alaridos en mitad de la noche, donde las viejas superestructuras de la civilización habían quedado inutilizadas?, y lo que era peor, ¿cómo es que aquélla era la primera niña que veía desde que empezó todo?

Incapaz de resistir sus ojos sinceros por más tiempo, Susana se refugió en sus manos, inertes y algo temblorosas, y su mente cedió, retrocediendo al fin a tiempos remotos, inundándola de recuerdos que creía olvidados.

La pequeña se llamaba Alba, y era especial. No sólo porque era hermosa, sino porque tenía un don inexplicable. Sentada allí entre tantos adultos desconocidos, había esperado sentirse a salvo, pero por alguna razón que no acababa de esclarecer, se sentía aún peor que cuando ella y su hermano habían deambulado solos por los montes cercanos a la ciudad durante días. Los soldados no le gustaban. No le gustaban sus armas ni sus rasgos duros, ni sus expresiones fatigadas y un tanto reservadas. No lo percibía como lo haría un adulto; no había vivido tanto como para saber leer el rostro de un hombre, pero lo sentía, como podía sentir muchas otras cosas. Sabía que esa percepción extraordinaria de las cosas que son y de las que están por venir la había mantenido a salvo durante todo ese tiempo, y por eso precisamente estaba inquieta. Sus particulares visiones de las cosas que aún no se habían producido siempre se convertían en realidad, sin excepciones, en ningún caso. Tan claro como que el sol sale por el este y se oculta por el oeste era el hecho inequívoco de que las cosas que veía acabarían produciéndose, y así había sido desde que podía recordar. Cuando era muy pequeña, a veces tenía dificultades para desligar las cosas que habían pasado de las que no. A veces preguntaba a su madre dónde estaba la muñeca rosa con trenzas, que quería volver a jugar con ella, y la madre sonreía con una ligera capa de sudor frío en la frente, pensando en el regalo de cumpleaños que todavía tenía reservado en el armario: una preciosa muñeca con un vestido de color rosa y trenzas del mismo color. Para Alba, la visión del futuro cierto se mezclaba confusamente con sus recuerdos. Para Alba, las escenas de juego con la muñeca ya habían pasado.

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