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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (2 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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Todo estaba a punto de ponerse en marcha y él estaba en una silla de ruedas porque un par de meses atrás había sufrido un accidente de tráfico que para la mayor parte de personas habría sido mortal. Pero se estaba recuperando, y Rufus seguía sano y alerta. Los dos juntos podrían hacer cualquier cosa que fuera necesaria.

Si no se equivocaban, en los próximos meses aparecería un nexo, y en algún momento entrarían en contacto con él, aunque todavía no sabían quién era; le contarían todo lo que debía saber y que nadie más querría explicarle; le pedirían que les permitiera ser parte del plan y, si todo salía bien, en menos de un año lograrían hacer realidad el máximo sueño de la humanidad: entrar en contacto con otra realidad extraña a la del mundo conocido.

Aún no sabía exactamente cómo iban a lograrlo, pero estaba seguro de que lo conseguirían. Y después… después… el futuro nunca había estado más abierto.

Lo único que sabía seguro era que todo iba a ponerse en marcha muy pronto y que, si sus cálculos eran correctos, todo empezaría con unas chicas muy jóvenes, aún ignorantes de su destino, en algún punto de Europa, la zona geográfica donde desde siempre se habían ubicado los clanes, hasta que en algún momento, unos antes y otros después, se habían ido alejando de lo que en tiempos había sido su hábitat natural.

Como siempre en la historia de la humanidad, todo empezaría con unas personas aparentemente vulgares, normales; con una relación amorosa, con una muerte de la que surgiría la vida.

Aún no sabía exactamente quién, ni exactamente dónde, pero tenía la certeza de que en algún lugar de Europa, en ese mismo momento, algo crucial se acababa de poner en marcha.

Septiembre. Volders (Innsbruck. Austria)

—¡Cuenta, cuenta, no me tengas en ascuas más tiempo! Desde tu SMS de anoche estoy que no vivo. —Lena tironeaba la correa de la mochila de Clara mientras bajaban el camino del instituto hacia el café de Herbert, cruzándose con docenas de compañeros que iban hacia arriba y les echaban miradas de reprobación o de envidia.

Habían decidido saltarse las clases que hicieran falta hasta que el misterioso SMS de Clara quedara totalmente explicado, con pelos y señales: «Acabo de conocer al hombre de mi vida» no dejaba lugar a muchas dudas pero, a cambio, planteaba muchísimas preguntas.

Clara puso los ojos en blanco con una sonrisa de oreja a oreja.

—Es que no sé por dónde empezar, te lo juro. Es que es todo tan increíble… no sé, como de película… no puedo creerme que esto me esté pasando a mí. Sobre todo después de lo de David.

—¿Qué pasa con David? No me digas que has vuelto a quedar con él…

Clara sacudió vigorosamente la cabeza.

—Claro que no. Te lo prometí y me lo prometí a mí misma.

—¡Venga, narices, cuenta! ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Dónde lo has conocido? ¿A qué instituto va?

El café estaba casi desierto a esa hora. Sólo un par de empleados del banco de la esquina estaban aún pagando las consumiciones antes de marcharse al trabajo, y la anciana que siempre salía a pasear el perro y a la vuelta se tomaba una taza de té en la mesa de la ventana estaba empezando a desplegar el primer periódico de los varios que leía y que Herbert ponía a disposición de sus clientes.

Se instalaron lo más lejos posible de la mujer y su perro para tener un poco de intimidad, pidieron dos
latte machiati
, que era lo que más duraba, y se quedaron mirándose. Lena casi dando saltos en el asiento de pura curiosidad, Clara con la típica expresión del gato que se comió al ratón.

—A ver, por orden. Se llama Dominic. Padre alemán y madre italiana. Guapísimo.

—¿Le has hecho una foto?

—Ya me habría gustado, pero no pudo ser. Imagínate qué vergüenza, sacar el móvil y decirle: «Quédate quieto un momento para que pueda hacerte una foto y enseñársela a mi amiga». Pero en cuanto pueda te lo presento.

—Venga, más. Me estás poniendo los dientes largos.

—¿Te acuerdas de que yo el sábado quería que fuéramos las dos al baile del instituto de Martin y los del coro, pero entre que tú tenías que terminar para hoy el trabajo de biología y que mi madre estaba empeñada en que fuera con ella a la fiesta de la empresa, al final me resigné a no ir?

—Pues claro que me acuerdo, chica, ni que tuviera Alzheimer.

—El caso es que, como ya veía que no iba a ir al baile, al final me dejé convencer por mi madre. Quería presentarme a su jefe, a ver si el curso que viene, cuando haya terminado el instituto, puedo entrar a trabajar en uno de los hoteles de la cadena, en la recepción o así, para ver si me interesaría ese ambiente más que la universidad. Como la fiestecilla era más bien de ir elegante, y aún tenía la idea de pasarme después por el baile si conseguía convencerte para salir, aunque fuera ya a las once o las doce, me puse el vestido negro.

—¿El largo o el corto? —la interrumpió Lena.

—El corto, mujer, la fiesta era por la tarde. Mi madre me dio el visto bueno y nos fuimos a casa de su jefe, un chalet impresionante con vistas sobre todo el valle, con el jardín decorado con lucecitas y antorchas, y mesas de bebidas y canapés por todas partes, y un par de esculturas de hielo. Figúrate, en septiembre; las pobres no hacían más que gotear, con lo bonitas que eran…

—Venga, mujer, al grano. —Lena llevaba ya varias servilletas destrozadas de pura impaciencia.

—Bueno, el caso es que me presentó al jefe, parece que le caí bien, quedamos en que me pasaría en junio para ver ya en serio dónde me podían colocar, mi madre me presentó a tropecientos colegas, comimos, bebimos, charlamos, bueno, más bien charlaron ellos; yo estaba haciendo de niña bien educada, sonrisa y boca cerrada salvo para comer, y cuando ya estaba yo sacando el móvil para llamarte y ver si había suerte y habías terminado el maldito trabajo y aún podíamos pasarnos por el baile, de repente lo vi, al otro lado de la piscina, mirándome.

Se le hizo un nudo en la garganta cuando se encontraron sus miradas. No era la primera vez que un chico o incluso un hombre mayor la miraba descaradamente, sin el menor disimulo, pero nunca de ese modo, como si no fuera una simple mirada apreciativa, interesada, sino como si tuviese un significado ulterior, más intenso, más profundo. Como si aquel chico que la miraba fuera alguien especial, diferente, alguien que iba a tener una gran importancia en su vida.

Sintió de repente que le ardían las orejas y las mejillas, como si de pronto estuviera desnuda en aquel jardín y todo el mundo se hubiera dado cuenta.

Él le sonrió y alzó la copa que tenía en la mano en un brindis silencioso. Ella, azorada, desvió la vista un instante, pero en seguida volvió a mirarlo y brindó con él, con la piscina por medio. Ahora uno de los dos debería moverse y acercarse al otro, pero ¿quién? ¿O no había sido ésa la intención del desconocido? ¿O se trataba sólo de un gesto amable con la única chica joven que había en la fiesta, la única adolescente y evidentemente hija de alguien? Al fin y al cabo, aunque él al principio le había parecido muy joven, casi de su edad, ahora se daba cuenta de que debía de tener más de veinte años, al menos veintitrés o veinticuatro, y era absolutamente imposible que tuviera interés en ella, más allá de la simple amabilidad o de la ternura que despierta un animalillo simpático.

Él seguía mirándola, sin moverse del sitio, y ella se estaba poniendo cada vez más nerviosa porque, por un lado, sentía la imperiosa necesidad de ir hacia él pero, por otro, le daba una vergüenza inmensa ser ella la que fuera a buscarlo, como un perrito curioso que acude al silbido de un extraño. Si él tenía interés («¿cómo va a tener interés, estúpida?») se acercaría él. Pero ¿y si no se acercaba? ¿Y si estaba esperando a que ella se decidiera pero ella no se movía del sitio? ¿No creería entonces que era ella la que no estaba interesada?

Un camarero pasó por su lado con una bandeja de copas de champán y ella aprovechó para dejar la que tenía en la mano, caliente y cubierta de huellas, y coger otra, tan fría que el cristal había perdido la transparencia.

Cuando volvió a mirar al otro lado de la piscina, él ya no estaba y, de repente, tuvo una sensación de pérdida, de abandono, que la recorrió como una descarga eléctrica. Se había cansado de esperar y había tomado su inmovilidad por falta de interés. Lo había perdido. Lo había perdido y ni siquiera se acordaba de cómo iba vestido, de cómo era. Sólo recordaba su mirada, su cabello castaño claro, su forma de estar de pie, inmóvil pero con la fuerza y la elegancia de un gran felino. De pronto tenía ganas de llorar.

—¿Quieres probar una? —dijo una voz masculina detrás de ella—. Dicen que son excelentes combinadas con champán. Yo no lo sé porque soy alérgico.

El chico de la piscina le tendía un platito lleno de fresas perfectas, que olían como si las hubieran acabado de coger del bosque. Aprovechando su confusión, él cogió una, la mojó en la copa de ella y se la ofreció con una sonrisa. Ella la mordió antes incluso de haberlo decidido. Él sonrió, satisfecho, dejó el plato en la mesa más cercana y regresó a su lado con la mano tendida.

—Dominic.

—Clara. —Y le estrechó la mano dándose cuenta de que, como había estado sosteniendo la copa, estaba húmeda—. ¡Ups! Lo siento.

Los dos rieron.

Ahora que lo tenía tan cerca se daba cuenta de que, efectivamente, era bastante mayor que ella, aunque tuviera algo que lo hacía muy joven, algo en sus movimientos, o en el brillo de sus ojos oscuros, una chispa de travesura, como si sólo estuviera fingiendo que era una persona seria.

Al cabo de un rato de conversación y de risas —más bien risas nerviosas por parte de Clara—, él le preguntó:

—¿Te encanta estar aquí o te apetecería que fuéramos a otro sitio? Yo no suelo dedicar más de dos horas a este tipo de reuniones sociales y, por ti, ya llevo más de tres, pero preferiría tenerte para mí solo durante un rato, hasta cuando tú tengas que volver a casa.

—¿Te imaginas, Lena? A mí nadie me había hablado así en la vida.

—¡Uf, chica! Ni a mí. Ni a nadie. Esas cosas sólo se oyen en las películas. ¿Y eso de que llevaba allí tres horas por ti?

—Luego me explicó que estaba en la fiesta por trabajo. Que su familia tiene una gran cadena de hoteles y estaban a punto de comprar la cadena donde trabaja mi madre. Él había pensado pasarse sólo un rato a saludar y a conocer a los ejecutivos más importantes y marcharse lo antes posible. Pero luego… —Clara volvió a sonreír de un modo que parecía que le iba a estallar la cara—. Dice que me vio a mí y estuvo mirándome hasta que me quedé sola. Entonces se acercó… y ya ves.

—¿Qué veo? Si aún no me has contado nada…

Clara fue a decirle a su madre que había pensado irse a tomar algo con Dominic y luego volver a casa directamente. Ella estaba en una conversación que parecía importante y por eso Clara se limitó a presentarle rápidamente a su nuevo amigo, asegurarse de que su madre había entendido que se iba y despedirse con una sonrisa del resto de los invitados.

Él le abrió la puerta de un coche negro, pequeño y muy bajo, puso un cedé con una música de saxo, se volvió a mirarla y preguntó:

—¿Adónde, señora?

Pensó por un momento que sería estupendo pasarse por el baile donde había tanta gente que la conocía, para que la vieran con aquel chico maravilloso, pero no se atrevía a decírselo.

—No sé, la verdad —contestó—. ¿Qué te apetece a ti? ¿Adónde sueles ir tú?

—No soy de aquí. He estado en Innsbruck unas cuantas veces, pero siempre por trabajo. ¿Adónde podemos ir a tomar una copa y a bailar?

—¿Bailar? —Clara no podía creerse que quisiera bailar.

—Sí. ¿No te gusta bailar?

—Claro que me gusta. He hecho un montón de cursos de todo tipo de baile: vals, salsa, samba, tango, rumba, jive, fox… lo que quieras. —Echó una mirada a su reloj; eran apenas las once—. Si quieres, en el Palacio de Congresos hay un baile del instituto de unos amigos míos. Les dije que a lo mejor me pasaba un rato, si me daba tiempo.

Dominic puso el coche en marcha y, siguiendo las indicaciones de Clara, llegaron al aparcamiento subterráneo. En el ascensor, se miró discretamente al espejo y de repente se vio guapa, atractiva como no lo había estado nunca, como si se hubiese encendido una luz en su interior. Él posó la mano suavemente en la nuca de ella y acarició con el pulgar el lóbulo de su oreja, mirándola a los ojos.

—Eres preciosa, Clara —le dijo.

Entonces se abrieron las puertas y se vieron rodeados de chicos y chicas jóvenes, vestidos de fiesta, muchos de ellos ya ligeramente borrachos, con la sonrisa boba de quien ha tomado un poco más de lo que le conviene. La música sonaba fuerte desde los diferentes salones donde varias orquestas y conjuntos tocaban distintos estilos para todos los gustos.

Desde los quince años, Clara había estado en muchísimos bailes, y varios de ellos, los más importantes, habían tenido lugar en el Palacio de Congresos, pero nunca le había parecido tan grande, tan bello, tan bien iluminado, tan lleno de flores como esa noche; nunca le había parecido tan mágico ni se había sentido tan afortunada como en ese momento en el que Dominic la cogió de la mano y salieron a la pista a bailar un vals.

—¿Fuisteis al baile? O sea, que ahora todo el mundo conoce a Dominic menos yo.

Clara negaba con la cabeza.

—No se lo presenté a nadie. Estuvimos bailando hasta las dos, casi sin parar. Y luego…

—Luego ¿qué?

—Es que… es que es increíble, Lena.

—Venga, cuenta.

—¿Te acuerdas de que te he dicho un montón de veces que la ilusión de mi vida es estar con un chico y que, cuando venga uno de esos vendedores de rosas, me compre una y me la dé delante de todo el mundo?

—Sí, claro. Ya se lo conté a David cuando salíais juntos, pero me dijo que le parecía ridículo y que le daría mucho corte. Además dijo que las rosas que venden en los bailes son carísimas y valía más la pena invitarte a tomar algo. ¡Qué falta de romanticismo! En fin… Dominic te compró una rosa, ¿a que sí?

Clara cerró los ojos y echó la cabeza atrás, recordando, disfrutando el recuerdo. Veía tras los párpados cerrados, como en una pantalla, el momento en que, en medio de la pista, en una pausa entre canción y canción, se les acercó un vendedor africano cargado con un gran ramo de rosas rojas. Ella desvió la vista en seguida porque no quería que Dominic se diera cuenta de lo mucho que le gustaría que le regalara una. Él le hizo un gesto al vendedor, que inclinó el ramo hacia ella para que escogiera.

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