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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (3 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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—¿Puedo elegir una? —preguntó sin aliento.

—No. —Él cogió el ramo y se lo ofreció con una inclinación de cabeza, como si ella fuera una princesa de fábula y él un capitán de dragones—. No tienes que elegir nada. Son todas para ti.

—¡Clara! ¡Dios mío! —Lena le cogió las manos a su amiga y se las apretó con fuerza—. No me lo puedo creer. ¿De dónde ha salido ese tipo?

—Yo tampoco me lo explico. Pero estoy loca por él, Lena.

—¡A ver! Supongo que para eso lo ha hecho.

—¿Qué quieres decir? —A Clara le molestaba el tono que acababa de notar en las palabras de su amiga.

—Quiero decir que no me fío de un tipo que sin conocerte de nada te compra todas las rosas que encuentra. No es normal, además de que cuesta una fortuna.

—Dominic es rico, Lena. Si tiene una cadena de hoteles por todo el mundo, unas cuantas rosas no lo van a arruinar.

—¿Cuántas?

—No sé… sesenta o setenta. —Clara sabía con toda precisión que había ciento una rosas rojas en aquel ramo, pero de repente no le apetecía decírselo a Lena.

—Mírame, Clara. No es por envidia, te lo juro. Me encanta que te hayas enamorado de verdad, estoy contentísima por ti, pero me parece raro. No me digas que a ti te parece normal.

—Normal… —Clara se encogió de hombros—. Normal, no, claro. Pero es maravilloso, es lo más maravilloso que me ha pasado en la vida y no quiero que se acabe.

—¿Habéis quedado para veros pronto?

—Ya me ha mandado tres SMS, y nos veremos en cuanto vuelva. Se pasa la vida viajando, pero la semana que viene vendrá a verme, para mi cumpleaños. Entonces lo conocerás y ya verás como no tiene nada de raro. Es sólo que he tenido mucha suerte, al menos de momento. Pero me da mucho miedo perderlo, Lena. —Clara le cogió las manos a su amiga—. Lo quiero de verdad. Si me deja…

—¡Venga, venga, tontaina! —Lena se levantó, fue a sentarse al lado de Clara y le pasó el brazo por los hombros—. Primero, no hay por qué pensar que te va a dejar. Segundo, ¿cómo te va a dejar, si aún no estáis juntos? —Lena había dicho aquello para que Clara se riera, pero al darse cuenta de que no lo encontraba gracioso, cambió de estrategia—. Está claro que tiene interés, ¿no? Por muy rico que uno sea, no le regala setenta rosas a la primera que se encuentra por ahí, ¿no te parece? —Clara esbozó una sonrisa—. Tercero, si te hace daño, lo mato, le arranco el corazón y se lo echo a los lobos. ¿De acuerdo?

Se echaron a reír, aún abrazadas.

—Ya verás cuando se entere David… —dijo Lena con una sonrisa maliciosa.

—¿Quién es David?

Entre risas, recogieron sus trastos y emprendieron la vuelta al instituto, Clara perdida en sus recuerdos y Lena pensando que quizá fuera sólo su tendencia a no fiarse de nadie, pero a ella le seguía pareciendo un poco raro. Tendría que investigar a ese tal Dominic.

Septiembre. Negro. Shanghai (China)

Desde el despacho de Imre Keller, el Presidente, como sus miles de empleados lo llamaban, se dominaba toda la ciudad: una extensión de rascacielos de formas y colores que habrían sido inimaginables unas décadas antes y que ahora se alzaban a su alrededor como un bosque de extraños árboles de piedra, cristal y metal, disparados hacia el cielo en un intento de alcanzar las estrellas.

Faltaba poco para la puesta de sol y el Huang Pu fulguraba a sus pies encendido por la luz del ocaso como un río de lava, salpicado de diminutas embarcaciones como motas negras, cargadas a su vez de diminutos seres que arrastraban sus diminutas y breves vidas a cientos de metros de su refugio.

No había encendido ninguna luz porque le gustaba asistir a la cotidiana muerte del sol, ver cómo las sombras de los altos edificios se iban convirtiendo en largos dedos ávidos que se estiraban hacia él, cómo la noche iba ganando terreno hasta adueñarse del mundo y cómo, demasiado rápido para su gusto, ya que siempre había amado la hora azul, las calles, las casas y los rascacielos se iban llenando de luces, de parpadeos de color, de destellos dorados.

Por los altavoces sonaba una música que le recordaba todas las veces que había asistido al ocaso en soledad, desde que ella no estaba:
Oxygène
, una composición de un autor francés que le estrujaba el corazón y a la vez le despertaba una ascua de esperanza.

La noche iba cayendo suavemente, desdibujándolo todo en la distancia. Pronto Shanghai se vestiría de luces y comenzaría su vida nocturna, chillona, vulgar. Entonces él le daría la espalda al horizonte del oeste, encendería la lámpara de trabajo, haría callar la música y pediría a su secretaria que hiciera ir allí a la persona que esperaba. Pero aún no. Aún no mientras sonaran esos gritos lejanos de gaviota electrónica, de naves surcando el espacio infinito, mientras el sol siguiera siendo una bola incandescente devorada por la silueta de la ciudad, mientras pudiera entregarse a los recuerdos de la única mujer que había amado de verdad en su ya larga vida.

Luego, pronto, habría mucho que hacer. Todo indicaba que se acercaba el momento que llevaba tanto tiempo esperando y entonces tendrían que hacerlo bien a la primera porque no habría otra oportunidad.

Le habría gustado poder pedir la opinión del
mahawk
del clan, pero desgraciadamente, desde hacía mucho tiempo, desde la desaparición de Ragiswind, el
mahawk
del clan negro era él mismo, de manera que era él quien tenía que tomar las decisiones y quien también tenía el poder y el deber de ejecutarlas o mandarlas ejecutar. Por eso había hecho llamar a Nils, con la esperanza de que él sirviera para lo que era necesario hacer.

Cuando el último borde de fuego hubo abandonado el horizonte, suspiró y se volvió hacia la enorme mesa de trabajo, con las manos a la espalda y los hombros vencidos por el peso de lo que ya imaginaba que les deparaba el futuro. No eran más que tres miembros en activo. Ragiswind y Eringard debían de haber muerto lejos del clan, sin que nadie se enterara, siglos después de que hubieran decidido desaparecer. Luna se había marchado también treinta años atrás y ni siquiera sabían dónde estaba, si seguía vivo. Se estaban extinguiendo con rapidez y pronto no les quedarían más opciones que dejarse morir como el clan blanco o seguir el camino que el clan rojo había elegido tanto tiempo atrás, lo que le repugnaba profundamente. Y sin embargo, según todas sus investigaciones, eran precisamente ellos, los rojos, quienes muy pronto estarían en posesión de la pieza clave que les permitiría decidir sobre el futuro de todos, el futuro de
karah
.

Detestaba pensarlo. Tenía que haber otra solución. Era necesario que la hubiera. No se podían permitir caer en manos del clan rojo después de tantos siglos de equilibrio de poder. Ellos tampoco eran muchos, apenas media docena, y por eso habían puesto en marcha el plan, pensando que nadie se daría cuenta.

Alargó la mano hacia la lámpara cuando una voz surgió desde el fondo de la sala, ahora en penumbra, junto a la puerta, el único lugar en sombras, ya que las cuatro paredes eran grandes paneles de cristal.

—¿Querías verme, Imre?

Por un segundo sintió un chispazo de ira por haber sido cogido por sorpresa en un momento de debilidad. No podía permitir que su gente lo viera débil o dubitativo, ahora menos que nunca. Si hubiese tenido un látigo en la mano lo habría hecho chasquear en el suelo, pero no lo tenía y, a su pesar, la presencia de Nils le arrancó una sonrisa.

—¿Cómo has conseguido que Fu te dejara pasar sin avisarme?

La sonrisa pícara de Nils pareció iluminar la penumbra.

—Tu dragón no me ha visto.

—¿No estaba en su puesto?

—Ella sí. Era yo el que no estaba. Llevo bastante tiempo practicando, ¿sabes? Siempre creí que no es posible que todas nuestras leyendas sean inventadas. Tiene que haber algo de verdad en el asunto, aunque sea poca.

—Entonces, ¿has conseguido algo?

—Algo. Te lo mostraré cuando esté más seguro.

—¿Quieres impresionarme?

Nils se acercó a Imre y le estrechó la mano con calidez.

—Siempre he querido impresionarte. Ya lo sabes. Pero creo que no he llegado a conseguirlo nunca. —Hubo una pausa en la que los dos perdieron la vista en las miles de luces que brillaban a su alrededor—. ¿Sabes, Imre? Llevo toda la vida oyendo que somos
karah
, que somos distintos de
haito
, que somos especiales, muy especiales, infinitamente mejores que ellos… y siempre lo he creído sin más. Hasta hace relativamente poco.

Imre no contestó, pero Nils lo conocía lo suficiente como para saber que estaba escuchando con interés.

—No sé bien por qué, pero un día me hice una pregunta: ¿qué tenemos nosotros que no tengan los demás? Y encontré muy pocas cosas.

—La longevidad, por ejemplo. La salud, la capacidad de regeneración.

—Evidentemente.

—La inteligencia. La belleza.

—Muy sobrevalorados y en absoluto monopolio de
karah
.

—¿Entonces?

—Me di cuenta de que en todas nuestras leyendas, nuestros mitos fundacionales o como quieras llamarlos, nuestros antepasados son capaces de grandes prodigios lo que, lógicamente, es constitutivo de esas historias… hagiográficas, por llamarlas de algún modo. Los antepasados siempre son más grandes, más fuertes, más heroicos y todo lo que se te ocurra, pero los nuestros son prácticamente superhéroes: dominan la materia, el tiempo y el espacio.

—Son leyendas, Nils, tú lo has dicho.

—Puede que sí, pero he decidido investigarlo.

—Tu tiempo estaría mejor empleado si decidieras investigar en genética.

—Podemos financiar todas las empresas de investigación que queramos, en cuanto tú des luz verde.

Imre se volvió hasta quedar frente a Nils. En la penumbra de la sala sus ojos eran dos pozos de oscuridad.

—¿Y qué quieres que les demos para sus investigaciones? ¿Una muestra de nuestro ADN familiar?

Nils sonrió. Las implicaciones eran evidentes. Eran muy pocos; no podían arriesgarse a ser descubiertos por
haito
. Los encerrarían, los aislarían y acabarían por destruirlos en su afán por comprender e imitar.

—Dejémoslo. Tengo una misión para ti.

—¿Me gustará?

—No creo. La ventaja es que no te llevará mucho tiempo. Y el destino no está mal: Austria. Innsbruck.

—¿A quién hay que neutralizar?

—Todavía no lo sé con exactitud, pero te tendré informado.

Dio un par de largos pasos hasta su escritorio, cogió una delgada carpeta negra, lo único que había sobre la mesa, y se la tendió a Nils.

—Ahí está lo poco que sabemos de momento. Ve preparándote.

—Gracias, Imre. Creo que me hará bien salir de China; tú sabes que no aguanto mucho en el mismo lugar.

—Creo que tú fuiste el único que se alegró del traslado desde Nueva York.

—Sí. Ya era hora de cambiar de escenario. Pero desde tu despacho apenas si se nota el cambio. —Se quedó mirando las luces que cubrían la ciudad nocturna, esperando un comentario—. No te molesto más.

Keller no contestó. Ya en la puerta, Nils se volvió hacia él de nuevo.

—¿Te apetece que cenemos juntos antes de que me vaya? Me parece que necesitas volver a la vida.

—Yo no estoy tan seguro, Nils, pero sí, será un placer. Llámame.

Cuando la puerta volvió a cerrarse, Imre Keller se quedó pensando, como tantas veces, si tenía algún sentido seguir vivo.

Sí. Lo tenía. Al menos hasta que pudiera intentarse lo que, según las leyendas, era posible. No faltaba mucho. Si tenían éxito habría valido la pena. Si no, ya moriría después.

Rojo. Roma (Italia)

El sol de mediodía derramaba su miel dorada sobre las viejas fachadas de las casas romanas potenciando los ocres, los rosados, los naranja. En Campo de’ Fiori brillaban las frutas y las hortalizas en los puestos callejeros que se arracimaban en torno a la oscura estatua de Giordano Bruno, el filósofo y científico renacentista que había muerto allí, quemado en medio de la plaza, acusado de hereje y nigromante por haber defendido la existencia de otros soles y otros mundos habitados por seres inteligentes, por negar la divinidad de Cristo, y por la aplicación de la mnemotecnia para conseguir su prodigiosa memoria, que la Inquisición había considerado magia negra.

Dominic inclinó brevemente la cabeza en señal de respeto al pasar a los pies de la estatua de Bruno, como hacía siempre que estaba en Roma y sus asuntos lo llevaban a aquella plaza, una de las más llenas de vida y de color de la ciudad, una de sus favoritas que, además, estaba junto a su destino: la pequeña iglesia de Santa Bárbara.

Después de tanto esperar había llegado el momento. O, al menos, cabía la posibilidad de que hubiera llegado. La inminencia le apretaba la garganta y, aunque no quería confesárselo ni siquiera a sí mismo, estaba ligeramente nervioso.

Echó una mirada al reloj. Tenía aún siete minutos, de modo que entró en una enoteca y pidió un calvados.

Sacó el móvil, marcó el número de Eleonora y tecleó unas letras:
«¡Showtime!»
.

Se bebió el calvados en dos sorbos lentos, apreciativos; su aroma y su textura lo reconfortaron, como tantas veces. Encontró su mirada en el espejo de la barra y se examinó críticamente: tan seguro y tranquilo como siempre, como si lo que se iba a decidir no tuviera apenas relación con él, como si no llevara toda su vida esperando ese momento.

La respuesta a su SMS —
«In boca al lupo»
— lo hizo sonreír y, de repente, se sintió mejor. Fuera cual fuese la decisión, lo peor que podría pasarle era seguir esperando. Tenía costumbre. Esperaría si era necesario. Y si no… si no, todo podría empezar. Por fin.

Extendió los brazos, comprobó que sus manos no temblaban, pagó y se marchó a pasos largos, aunque no apresurados, en dirección a Santa Bárbara, una iglesia particularmente pequeña, más bien fea, que había sido blanca alguna vez, semioculta al fondo de una plaza triangular entre las fachadas decrépitas de unas casas que debían de ser tan antiguas como el maestro Bruno.

La puerta estaba cerrada, pero no tuvo más que presionar la pesada manivela de hierro negro y se abrió sin ruido dando paso a un interior oscurísimo y frío, que olía a cera vieja y a inciensos pasados. El silencio era casi tangible.

Se internó por un estrecho pasillo, a su derecha, en dirección a la sacristía, también desierta. Abrió uno de los enormes armarios con puertas de nogal donde destacaban cientos de agujeritos de carcomas antediluvianas, apartó unas vestiduras blancas que olían a naftalina y sudor antiguo y, presionando la pared del fondo, deslizó el tablero de modo que quedaron a la vista los primeros peldaños de una escalera de piedra que se perdía en la oscuridad.

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