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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (4 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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Entró, volvió a colocar el tablero en su lugar, sacó del bolsillo de la americana una linterna delgadísima que iluminaba tres escalones y, silencioso como un gato, subió hasta un punto en el que la escalera acababa en tres puertas muy bajas. Abrió la de la izquierda, se agachó para pasar y, después de un corto pasillo en una oscuridad total, desembocó en un pequeño vestíbulo forrado en madera donde había varias togas negras en fundas de plástico con sus correspondientes birretes y cadenas. Después de atravesar unas cortinas de terciopelo morado, se encontró en una vasta sala de piso de taracea de mármol de colores y alto techo pintado con un fresco que representaba a Acteón perseguido por la jauría.

La fila de ventanas, casi junto al techo, dejaba entrar la luz dorada y cálida del sol de las dos de la tarde resaltando las finas tallas y el hermoso color rojizo de los sitiales de caoba que recorrían las cuatro paredes de la sala, como en el coro de una catedral.

Cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, lo esperaban charlando en un corrillo junto a la pared frontera, donde estaba el estrado que ocuparía el presidente en las Asambleas Capitulares.

Todos se volvieron hacia él. Un hombre alto, enjuto, de cabello plateado cortado muy corto y vestido impecablemente de gris con corbata burdeos se acercó a él sonriendo con la mano tendida.

—Querido Dominic, ¡qué alegría! Ya hacía demasiado tiempo.

Se estrecharon la mano y después se abrazaron un instante.

—Sí, tío Gregor. Demasiado. Pero a partir de ahora, si todo sale bien, nos veremos con más frecuencia.

—Eso espero, hijo, eso espero.

Uno tras otro, Dominic fue saludando a los presentes. Estrictamente hablando, no todos eran tíos suyos, pero se conocían desde hacía tanto tiempo y sus intereses estaban tan imbricados que podría haber llamado «tío» a cualquiera de ellos, sin faltar demasiado a la verdad. Y lo cierto era que estaban unidos por la sangre, que pertenecían al mismo clan.

—¿No había un sitio más incómodo para reunirnos? —preguntó Dominic, una vez terminados los saludos.

—Yo ofrecí mi casa —dijo una mujer alta y elegante, de espeso cabello negro cortado en media melena.

—En tu casa siempre hay demasiada gente, Mechthild —contestó un hombre con aspecto de banquero—. Además, es la costumbre cuando hay que tomar una decisión realmente importante. Éste es uno de los pocos lugares que tiene varias entradas y ofrece garantía total de confidencialidad.

La mujer se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. El banquero le dirigió una mirada desaprobadora, a la que ella no hizo el menor caso; sacó un cenicero del bolso, lo dejó abierto en el borde de uno de los sitiales y se acomodó en otro con las piernas cruzadas.

La otra mujer, de cabello muy corto, también negro con algunas mechas azules, se aclaró la garganta hasta que todos se volvieron para mirarla.

—¿Empezamos?

Los presentes asintieron con la cabeza y cada uno se colocó donde quiso: unos siguieron de pie, algunos se sentaron, otros se limitaron a apoyarse en algún sitial, con los brazos cruzados. La mujer se sentó en la mesa del presidente, con los pies colgando.

—Todos sabemos qué hacemos aquí, de modo que no me pondré pesada repitiéndolo. Pero tengo que avisaros de que hay otro punto en el orden del día, casi más importante que el que nos ha hecho reunirnos.

—No puede haber nada más importante que nuestra supervivencia —dijo Dominic.

La mujer clavó la mirada en él.

—De eso se trata precisamente. Nuestros amigos del otro lado del mar están empezando a moverse de nuevo. Nada particularmente grave de momento, según las informaciones que me han hecho llegar, pero parece que alguien ha estado removiendo el avispero y lo que me preocupa es que haya sido justo ahora, como si supieran que estamos tramando algo.

—Ellos siempre suponen que estamos tramando algo —comentó Mechthild a través de una nube de humo—. Como es su forma de vida, imaginan que es lo que hacemos todos.

—Sé que es una pregunta incómoda —interrumpió el banquero, Miles Borman, con su bello acento británico—, pero ¿alguien ha avisado al Shane?

Se miraron unos a otros, como pillados en falta, hasta que contestó Flavia, apretando los labios.

—Por supuesto. Al fin y al cabo es nuestro
mahawk
. Era de rigor hacerlo. Pero no tenía tiempo para nosotros. Me ha encargado que os diga que lo deja en nuestras manos. De modo que ya sabéis…

—Entonces —volvió Mechthild al tema anterior—, ese otro punto del que querías tratar, Flavia, ¿puedes decirnos algo concreto?

—De esto hablaremos más tarde. Ahora vamos a pasar al primer punto. Todos habéis recibido el dossier preliminar. Imagino que ya tendréis formada una opinión y podremos votar la solicitud de Dominic.

—Yo aún tengo un par de preguntas para Gregor —dijo Miles, que se había colocado lo más lejos posible de la fumadora.

—Por supuesto —dijo Flavia, la mujer que presidía la reunión—. Tenemos tiempo para preguntar y discutir antes de votar. ¿Te importa abandonar la sala, Dominic? Sabes que el solicitante no puede estar presente en la votación.

Por un instante, los ojos de Dominic lanzaron chispas, pero nada en su postura habría delatado el momento de furia. Asintió con la cabeza.

—No creo que vayamos a tardar mucho —continuó ella—. Luego tendremos que ponernos de acuerdo en cómo proceder con el otro asunto.

—Estaré fuera.

Dominic salió sin mirar atrás, cruzó el vestíbulo y se internó en la escalera, dejando la puerta entornada detrás de él. Se sentó en un peldaño y apoyó la cabeza contra la pared de piedra, tan fría. Sus ojos no necesitaron más de un segundo para acostumbrarse a la oscuridad. Las tinieblas siempre habían sido un bálsamo para él y, como muchos de sus asociados, habría preferido que las reuniones se celebraran durante la noche pero sabía que, sobre todo cuando se trataba de burlar la posible vigilancia de los otros, era mejor encontrarse a mediodía.

Mientras esperaba la decisión que cambiaría su vida, sus pensamientos se dirigieron hacia Clara. ¿Qué estaría haciendo? ¿Qué pensaría? ¿Tenía sentido escribirle un SMS cuando en cualquier momento podían interrumpirlo?

Sacó el móvil y tecleó con rapidez: «En Roma. Pienso en ti».

Apenas había apretado la tecla de enviar cuando la voz de Gregor le llegó desde el vestíbulo.

—¿Dominic? Te esperamos.

Innsbruck (Austria)

—¿Qué te pasa, mamá?

Desde que su padre se había marchado de casa, hacía ya casi un año, Clara tenía la costumbre de ver a su madre junto a la ventana, con la mirada perdida en la montaña y los labios crispados, pero en las últimas semanas las cosas habían empezado a mejorar y ella se había hecho ilusiones de que hubiera superado la peor fase y volviera a ser como antes. Sin embargo, al volver del instituto la había encontrado junto a la ventana, como en los peores tiempos, y ahora, después de dos horas encerrada en su cuarto haciendo los deberes más urgentes, su madre seguía allí. Se acercó despacio, esperando que lo notara, pero tuvo que carraspear un par de veces hasta conseguir que se volviera hacia ella, como sorprendida de su presencia.

—¡Ah, Clara! No te había oído llegar.

—Llevo más de dos horas en casa, mamá. Estaba trabajando en mi habitación. ¿Qué te pasa?

La madre se cruzó de brazos y se apretó fuerte los codos, como protegiéndose del frío o de una amenaza.

—Mañana hay una reunión importante. Nuestra cadena va a ser absorbida por otra y se rumorea que habrá una fuerte «reestructuración». Lo que significa que es muy probable que me quede sin empleo dentro de poco. Y como de tu padre no se sabe nada desde hace meses, la verdad es que no sé qué vamos a hacer. —Empezó a morderse el labio inferior—. Aparte de que mi trabajo es todo lo que tengo en el mundo, y además me encanta.

Clara se acercó y trató de abrazarla, pero algo en la posición corporal de su madre le hizo sentir que el abrazo no sería bienvenido y acabó por quedarse a su lado mirando el paisaje y poniéndole una mano en el hombro.

—Me tienes a mí, mamá.

La única respuesta fue un corto resoplido de incredulidad.

—¿No? ¿No te sirvo de nada?

La madre se volvió hacia ella y la miró a los ojos.

—¿Dónde has estado los últimos meses, cuando de verdad te necesitaba, eh? ¿Dónde? Con David, o llorando por algo que te había hecho David, o encerrada con Lena hablando de David, o arreglándote para salir con él porque las cosas habían mejorado, o tirada en la cama hecha polvo por algo que él había dicho o hecho o no había dicho o no había hecho. —Se iba poniendo cada vez más furiosa y su tono iba subiendo hasta ser casi un grito—. Tu padre nos deja tiradas y tú te dedicas a sufrir por ese mocoso imbécil.

Clara abrió la boca para protestar y volvió a cerrarla. No sabía qué decir. Su primer impulso había sido negarlo todo y contestarle a gritos llamándola egoísta y mentirosa, pero acababa de darse cuenta de que, posiblemente, su madre tenía razón. La verdad era que en los últimos meses no había habido mucho más que David en su vida y cuando por fin, con la ayuda de Lena, había conseguido terminar con él, había necesitado aún un tiempo para recuperarse, para no pensar en él constantemente, para volver a admitir a otras personas y otros problemas en su vida. Y como eso había coincidido con la mejoría de su madre, ni se le había pasado por la cabeza que ella se hubiese sentido abandonada por todos: primero por su marido y luego por su hija.

—Lo siento, mamá —dijo por fin, bajando la cabeza—. Lo siento de verdad.

Se abrazaron, sin palabras, hasta que las dos se echaron a llorar y acabaron en el sofá, riéndose de sí mismas.

—Bueno —dijo la madre, limpiándose las lágrimas—. Si mañana me echan, ya pensaremos qué hacer. Al fin y al cabo, hay muchos hoteles y yo soy una gran profesional. Y no soy tan vieja todavía —terminó con una sonrisa vacilante.

—Eres joven, y guapa y competente, mamá. No me puedo creer que quieran prescindir de ti —dijo Clara volviendo a abrazarla, feliz de haber recuperado esa intimidad que creía ya perdida—. Y además… —continuó, sin poder ocultar una sonrisa y se mordió los labios con los dientes— a lo mejor yo puedo hacer algo para evitarlo.

—¿Tú?

—¿Te acuerdas de que el otro día, en la fiesta de tu jefe, te presenté a un chico guapísimo y nos fuimos juntos?

—Vagamente.

—¿Cómo que vagamente? Te presento al chico más guapo del mundo que además es el hombre de mi vida —la madre enarcó una ceja— y sólo te acuerdas vagamente?

Se encogió de hombros.

—Pues ese chico, Dominic von Lichtenberg, es el hijo de la familia que compra vuestra cadena y él también trabaja en la empresa. Estoy segura de que, aparte de lo buena profesional que tú eres, en cuanto se entere de que eres mi madre no habrá ningún problema.

—No me digas que sales con un Lichtenberg.

Clara asintió varias veces con la cabeza, sonriendo.

—Creo que sí.

—¿Cómo que crees que sí?

—Sólo estuvimos juntos esa noche, pero me ha mandado varios mensajes y va a venir para mi cumpleaños. Yo creo que… bueno… a lo mejor es un poco pronto para estar segura, pero…

—Entonces, ¿David es historia? —Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Clara tuvo la sensación de que su madre se alegraba por algo.

—No es ni siquiera historia, mami. La historia es lo que se recuerda del pasado y yo de él ya ni me acuerdo.

Las dos se echaron a reír.

Rojo. Roma (Italia)

Acuclillado en la balaustrada, con toda la ciudad a sus pies y el sol ocultándose a sus espaldas, Dominic disfrutaba del juego de los colores del atardecer sobre las torres y las cúpulas, los tejados cada vez más rojos, los aterciopelados bosquecillos de pinos, las lanzas oscuras de los cipreses, las fachadas y las ruinas blancas que destacaban aquí y allá con la belleza y la sencillez de unos huesos pelados, lavados por las lluvias y blanqueados por la luna llena. Las sombras se iban extendiendo sobre la ciudad y pronto la devorarían. Las noches eran cada vez más largas, más frías, más hermosas.

Al salir de la reunión había caminado sin rumbo durante un par de horas limitándose a sentir el movimiento elástico de sus músculos, el perfecto bombear de su corazón, la brisa sobre su piel, deseando correr como una pantera por el puro placer de hacerlo. Pero iba vestido con corbata y americana y uno de los puntos centrales de su educación era el no llamar la atención sin necesidad, de modo que se había limitado a caminar de prisa, como si tuviera una importante cita de negocios.

Ahora que había llegado al Gianicolo se daba cuenta de que era exactamente el lugar que había buscado, ese lugar entre la tierra y el cielo donde, inmóvil como una gárgola, podía repasar todo lo sucedido y empezar a forjar planes para el futuro.

La votación había sido unánime a su favor, de modo que ahora todo estaba en sus manos. Podía empezar con la Operación Arca cuando quisiera, aunque el proyecto no se pondría realmente en marcha hasta que Gregor hubiera dado luz verde. Pero estaba seguro de que la daría. Sus instintos no le habían fallado jamás y estaba totalmente convencido de no haberse equivocado. En otros tiempos eso habría sido bastante, mientras que ahora aún eran necesarios algunos controles que no dependían de él. Tendría que esperar un poco más, sólo un poco más.

El pitido de su móvil lo sacó de su inmovilidad. Era un mensaje de Eleonora, un simple «???». Contestó con un «:–)» y un momento después recibió un «:–D».

La tensión que lo había llevado hasta la colina se evaporó al instante. El momento mágico había pasado, las sombras, como dedos ansiosos, acababan de apresar toda la ciudad, haciéndola suya. Sólo los seres alados del monumento a Vittorio Emanuele brillaban aún incendiados por los últimos rayos del sol que moría. Inclinó apenas la cabeza en un mudo gesto de respeto, se puso en pie, estiró todos los músculos en un movimiento fluido y, en la hora azul, se encaminó hacia Trastevere, hacia el pequeño apartamento que nadie, salvo él, conocía.

Innsbruck (Austria)

Lena cerró el ordenador con un suspiro, estiró los brazos por encima de la cabeza y se levantó de la silla donde había estado sentada más de media tarde, primero terminando todo lo que había que hacer para el día siguiente y luego navegando por la Red en busca de información sobre el flamante amor de Clara.

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