Read Hijos del clan rojo Online

Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (6 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
11.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le extrañaba no haberlo visto por el instituto en las cuatro semanas que ya llevaban de clase. No era sólo que fuera guapísimo, sino que además tenía algo que lo hacía especial; tal vez la inteligencia que brillaba en su mirada, o el pelo demasiado largo por delante que casi le cubría los ojos a veces. Ojos de duende: estrechos y rasgados, de un verde muy raro, con chispas negras. Parecía un chico interesante.

—En Guatemala, en Turquía, en Italia y en Marruecos.

—¿Y hablas todas esas lenguas? —A Lena sus padres la habían criado en español, alemán y francés; en el instituto había aprendido latín, inglés e italiano, le encantaban los idiomas y estaba dispuesta a aprender todos los que pudiera.

—Español, italiano y francés bastante bien. Turco sólo un poco y árabe casi nada, porque donde nosotros vivíamos y en mi escuela se hablaba francés.

—¡Qué suerte, haber viajado tanto!

—¡Psé! He cambiado mil veces de amigos, de profesores, de todo. Ya ni sé quién soy ni de dónde. Pero en cuanto acabe este curso, elegiré una universidad que me guste y no me moveré de allí en toda mi vida, aunque cumpla cien años. El que quiera verme, incluidos mis padres, que venga.

Lenny lo había dicho todo sonriendo, quitándole importancia, como si fuera un chiste, pero había un punto de sincera amargura en sus palabras.

—Bueno, de momento estás aquí y podría ser peor, ya verás. —Por un instante a Lena se le pasó por la cabeza abrazarlo y consolarlo, pero lógicamente no lo hizo.

—He estado en tantos sitios que sé seguro que siempre puede ser peor. Es de las pocas cosas que tengo claras en esta vida: que sea lo que sea lo que te pase, siempre puede ser peor.

—Como ves, aquí el chaval es la alegría de la huerta —dijo Andy, pasándole un brazo por los hombros. Lenny volvió a sonreír.

—Pues sí, aunque te parezca raro, eso es precisamente lo que me hace ser bastante optimista. Me conformo con poco y estoy agradecido por lo que hay.

—¡Qué barbaridad, tío, qué de filosofías para esta hora de la mañana! —Andy se puso en cuclillas frente a Lena, que había vuelto a sentarse—. Oye, ¿es verdad que David y Clara lo han dejado por fin del todo? —preguntó en voz más baja, acercándose a su amiga.

—Pero ¡qué cotilla eres!

—Pues sí. Lo confieso. Anda, di.

—Es verdad.

—¡Por fin! Tú no sabes lo que me fastidiaba verla llorar por ese imbécil.

—Pues se acabó. —Estaba a punto de decirle que no sólo habían terminado, sino que Clara se acababa de enamorar otra vez, cuando se dio cuenta de que el piano había dejado de sonar hacía un minuto—. ¡Sssh!

En ese momento Clara acababa de abrir la puerta de la sala y Lena se levantó para que Frau Professor Danler no se impacientara.

—Te dejo ahí la mochila, Clara, ¿vale?

—Luego podríamos ir a comer algo a Hall. Tengo novedades —dijo con una sonrisa tan amplia que parecía que le iba a tapar las orejas. Se acercó al oído de su amiga y le susurró—: Va a venir este viernes.

—Vale. Espérame y me lo cuentas.

Cuando Lena salió quince minutos después, se enteró de que habían quedado en que los chicos se reunirían con ellas en Hall, en la pizzería de siempre, cuando ellos terminaran su clase de piano. Esperaba que a ellas les diera tiempo para hablar de sus cosas antes de que aparecieran, aunque la verdad era que no le desagradaba que Lenny fuera a reunirse con ellas después.

Al llegar al final del pasillo, volvió un poco la cabeza para ver si Lenny las seguía con la vista. Andy había entrado en la sala de música y Lenny estaba solo, de pie, mirándolas. Mirando a Clara. O al menos eso le pareció a Lena.

Innsbruck (Austria)

Clara abrió la puerta del piso con la sensación de estar despertando de un sueño, como siempre que se separaba de Dominic. Era la tercera noche que volvía a casa después de haber pasado todo el día con él y, a pesar de que apenas si se conocían aún, como no paraba de decir Lena, tenía la sensación de que llevaban toda la vida juntos; por eso, cada vez que se marchaba y la dejaba en la puerta sentía que no era justo, que no estaba bien, que debían estar juntos siempre y para siempre. Y el día siguiente era lunes, él tenía que volver al trabajo y no se verían durante mucho tiempo otra vez.

Por eso la noche anterior incluso le había propuesto que se quedara a dormir con ella, pero Dominic, con esa sonrisa que le hacía cosquillas en el estómago, le había dicho que no, que no quería estropear las cosas apresurándolas y que, si se lo permitía, él tenía ciertos planes y ciertas sorpresas preparadas. Y ella había contestado que sí, claro, aunque luego, dando vueltas en la cama, pensando en lo que se habían contado a lo largo del día, lo que habían hecho, dónde habían estado, sin poder dormir de pura excitación, había empezado a llamarse idiota por no haber insistido para que se quedara con ella, aprovechando que su madre estaba de viaje y podrían haber estado solos en casa.

Ahora su madre iba a viajar cada vez más porque, sin que hubiera hecho falta ninguna recomendación, la nueva empresa le había ofrecido un puesto mucho más importante que el que había tenido hasta el momento, aunque el nuevo trabajo también significaba viajar más y aceptar mayores responsabilidades. Había vuelto tan contenta con la oferta, que Clara la había animado a aceptar aunque eso significara verse menos. Al fin y al cabo, también ella terminaría pronto el curso y luego se marcharía a la universidad. Y ahora sus planes dependerían cada vez más de los de Dominic que, sin poder evitarlo —de hecho sin querer evitarlo— se había convertido en el centro de su existencia, a pesar de que Lena ya le había dicho dos veces que no le parecía bien que se dejara llevar de esa manera por alguien a quien apenas si había visto un par de veces. No conseguía explicarse esa obsesión de Lena.

Clara los había presentado el viernes por la tarde; habían quedado para tomar una copa juntos y ella tenía la esperanza de que se gustaran de inmediato, ya que no podía ni imaginarse que Dominic pudiera no caerle bien a alguien. Sin embargo no había sido como ella esperaba. Lena había estado más bien fría y ya desde el principio habían empezado mal.

—Tú eres el de cubo de rosas, ¿no? —La pregunta de Lena había sido bastante agresiva, aunque la hubiera hecho con esa sonrisa suya que, para los que no la conocían, podía pasar por auténtica.

—¿Perdona?

—Cuando la lleves a tomar una pizza ¿piensas comprarle también la pizzería?

Dominic se echó a reír sinceramente.

—¡Muy bueno! —siguió riéndose, contagiando también a Clara. Lena se limitó a sonreír—. Tienes razón —dijo cuando pudo hablar otra vez—. Lo de las rosas suena a macho imbécil y prepotente, pero no pude evitarlo. Fue un impulso. Una de esas cosas que llevaba toda la vida queriendo hacer, pero que nunca había hecho porque nunca había encontrado a la chica ideal. Como lo de «siga a ese taxi», que uno ha visto mil veces en las películas y nunca ha tenido ocasión de poner en práctica.

Lena sonrió, más por cortesía que por otra cosa. Sonaba totalmente razonable y sin embargo… sin embargo no acababa de creérselo.

—La verdad es que me alegro un montón de que Clara tenga una amiga tan estupenda que se preocupe de la clase de hombres con los que va.

—Es lo que hacen las amigas.

—¿Os apetece una copa de champán? —Dominic se puso en pie.

—No, deja. Yo ya me voy. Con lo poco que os veis, no quiero quitaros tiempo.

Antes de que él o Clara pudieran protestar, Lena se había puesto el abrigo.

—Nos llamamos. ¡Que lo paséis bien!

No se habían visto en todo el fin de semana, pero a Clara se le había pasado el tiempo volando. Ya se verían en el instituto. Ahora lo realmente importante era hacer lo que él le había pedido antes de marcharse.

Después de besarla por última vez le había dicho: «Vete al sitio que más te guste de tu casa, enciende una vela, piensa en mí, en nosotros, y abre este sobre. Lee el mensaje, piensa tu respuesta y mándame un SMS cuando lo hayas decidido».

Le temblaban las manos al sacar el sobre del bolso y se sentía como cuando, de pequeña, tenía delante los regalos de Navidad, misteriosos debajo de sus papeles brillantes y sus lazos. Por un lado estaba deseando abrirlos y saber qué contenían mientras que, por otro, quería prolongar en lo posible el misterio, la excitación, la felicidad de que todo fuera aún posible. Porque dentro de un paquete cerrado puede haber cualquier cosa, desde una tontería hasta lo que más deseas en el mundo, pero una vez abierto, todas las posibilidades se reducen a una y no hay más que lo que hay. Y no siempre es lo que deseabas.

El piso estaba oscuro y en la sala de estar las sombras de los muebles y los objetos parecían más negras que nunca, pero por una vez se alegraba de que su madre no estuviera en casa y no pudiese aparecer de un momento a otro para preguntarle qué hora era y qué era ese sobre que tenía en la mano. Había pensado abrirlo en su habitación, en la cama. Sin embargo, aprovechando que tenía todo el piso para ella sola, cruzó la sala de estar hasta el balcón acristalado desde el que se veían las luces de la ciudad, se sentó a la mesita de mimbre, entre las plantas que fingían una selva diminuta, encendió la vela, blanca y redonda como la luna llena y, en cuanto se le acostumbraron los ojos a la penumbra, abrió el sobre con un cuidado infinito.

Dentro había una tarjeta de papel grueso, cremoso, con dos líneas escritas a mano, en tinta negra, con una caligrafía que le pareció artística y en cierto modo antigua:

¿Me harás el honor de pasar tu cumpleaños conmigo en Roma? Si me dices que sí, te recogeré el viernes a la salida de clase y te acompañaré de vuelta a casa el domingo por la noche.

Si la sonrisa de Clara hubiera sido eléctrica habría podido iluminar toda la ciudad durante un año. Cerró los ojos unos instantes, mareada de pura felicidad, y estuvo a punto de contestar que sí antes incluso de pensar que tendría que consultarlo con su madre y que lo más probable era que no le pareciera bien. Conociéndola, diría más o menos lo que Lena no se cansaba de repetir: que apenas se conocían, que no podía irse con un desconocido a otra ciudad, que podía ser peligroso… ¡tonterías! Dominic no era un desconocido, era el hombre de su vida; cariñoso, educado, inteligente… y Roma era la ciudad donde había nacido. Tenía familia allí, le había comentado que estaba deseando que conociera a su tía Flavia.

En cuanto llegara su madre se lo pediría cruzando los dedos para que dijera que sí, pero si de todas formas no estaba de acuerdo, tendría que recordarle que iba a cumplir dieciocho años y a partir del jueves era mayor de edad. De hecho, aunque dijera que no, podía hacer lo que quisiera.

Agitó el sobre y notó que algo se movía, de modo que ahuecó la mano izquierda y dejó caer el contenido: una pulsera. Un cordón fino de oro, con una pequeña llave colgando. Encima de la llave, lanzando guiños a la luz de la vela, un rubí tallado en cabujón, como una diminuta gota de sangre fresca.

Azul. Isla de Él

Las manos que echaban las cartas no temblaban y, sin embargo, había una trepidación en el aire, a su alrededor, dentro de su cuerpo. Había tardado casi toda su vida en llegar hasta ese momento y ahora que por fin se daban las circunstancias que tantos conclánidas, durante tantas existencias, habían planeado, estaba sola y la inminencia la ahogaba.

Le habría gustado compartir ese instante con alguna de las personas que lo habían hecho posible, pero ya no quedaba casi nadie y los pocos que aún sobrevivían parecían haberlo olvidado. Sólo ella continuaba trabajando para conseguir la realización del mayor sueño de
karah
que, ahora, por fin, estaba cerca. O al menos era lo que pensaba, lo que sentía con cada fibra de su ser.

Por eso había decidido no esperar más, retirarse al interior de la ciudad submarina y consultar las cartas que le indicarían si era el momento, como ella creía, y qué debía hacer a continuación para que la última fase del plan se pusiera en marcha.

Tenía mucho que hacer: primero asegurarse de la existencia del nexo; luego comprobar que el plan que había encomendado a Nagai veinte años atrás hubiera dado sus frutos; ver si el clan rojo se había creído los rumores que ella misma había lanzado, y había actuado en consecuencia; convencerse de que el clan blanco cumpliría su parte, aunque no supiera lo que estaba haciendo y, por último, saber si el clan negro, en reacción a los mismos rumores, había enviado a alguien al lugar adecuado.

Era un proyecto complejo y todo dependía de todo, en un círculo difícil de romper. No era nada sencillo decidir cuál sería su primera pregunta, ya que de la respuesta dependerían las siguientes preguntas que tenía que plantear.

Mezcló las cartas con absoluta concentración, con movimientos fluidos, casi acuáticos, durante mucho, mucho tiempo. Los naipes se deslizaban, sedosos, entre sus dedos, sin decidirse a parar; el destino agitándose frente a ella, las infinitas posibilidades y combinaciones del futuro subiendo y bajando como granos en un reloj de arena. La penumbra azul la rodeaba, sedante, como si estuviera encerrada en un capullo de seda. El tiempo no contaba.

Por fin el movimiento de sus manos se detuvo. Extendió las cartas boca abajo sobre la extraña superficie, carnosa y tersa como el pétalo de una magnolia. Su dedo corazón recorrió en el aire la fila de naipes hasta que, suavemente, se posó sobre uno de ellos y le dio la vuelta.

Hizo una inspiración profunda y sonrió.

El Arcano número
VII
.

El viaje podía comenzar.

Volders (Innsbruck. Austria)

La última clase del viernes fue una tortura para Clara y para Lena. Clara ya casi no podía soportar la tensión de la espera y miraba constantemente su móvil, temiendo que a Dominic le hubiese surgido algún imprevisto y le hubiese enviado un mensaje diciéndole que tenían que aplazar el viaje. Lena pensaba lo mismo, pero lo que para su amiga habría sido una catástrofe, a ella la habría hecho feliz, porque desde que se había enterado de que Clara se iba a Roma con Dominic a pasar el fin de semana de su cumpleaños, no había podido quitarse de encima la sensación de que iba a suceder algo terrible. Sabía que era absurdo, pero toda su vida había tenido intuiciones, pálpitos repentinos que había aprendido a tomar en cuenta. Su parte racional era muy fuerte y siempre era la que mandaba en su comportamiento, pero a lo largo de los años se había convencido de que, cuando tenía uno de sus pálpitos, no le convenía desoírlo, por absurdo que pudiera parecer. Y ahora lo tenía. Lo tenía y era muy intenso.

BOOK: Hijos del clan rojo
11.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Masked by Janelle Stalder
Help From The Baron by John Creasey
Sweet Possession by Banks, Maya
Massacre in West Cork by Barry Keane
Barbarian Prince by Kaitlyn O'Connor
The Boat Builder's Bed by Kris Pearson
What's Left of Her by Mary Campisi