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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (9 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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La plaza, grande, cuadrada, llena de mesas de terrazas de cafés y restaurantes, tenía una gran estatua en el centro: un hombre vestido de monje, con la capucha echada sobre los ojos. Dominic la rodeó hasta que se encontraron frente a ella. Entonces depositó a Clara en el suelo con suavidad.

—Princesa, te presento al maestro Bruno. Giordano Bruno. Fue quemado aquí mismo, donde hoy está su estatua, el 17 de febrero de 1600.

—¿Por qué?

—Según la Inquisición, por hereje. Por no retractarse de, entre otras cosas, la idea de que las estrellas son mundos lejanos poblados por seres inteligentes. Bueno, y por negar la divinidad de Cristo y la posibilidad del Juicio Final.

—¡Qué moderno! Y ¡qué valiente!

—Sí. Era un gran hombre. Un poco problemático y difícil de trato, pero tenía mucho talento. Maestro Bruno, os presento a mi elegida. —Clara estuvo a punto de dar un grito de alegría. «Mi elegida.» Había dicho «mi elegida»—. Saluda, Clara.

Miró a Dominic sin saber qué le estaba pidiendo y ya estaba a punto de echarse a reír cuando notó que, extrañamente, allí había algo que para él era muy importante, de modo que desvió la vista hacia la estatua, hacia la mirada que habitaba las profundidades de piedra de la capucha, hizo una pequeña reverencia como la que le habían enseñado a hacer el año anterior en el montaje teatral y dijo en voz baja:

—Maestro, es un honor.

Entonces Dominic sonrió.

—Vamos a comer. Tengo una hambre de lobo.

Minutos después estaban sentados en una terraza, junto a la estufa que, a través de su pirámide de cristal, dejaba ver las llamas del interior. Cientos de lucecitas doradas brillaban enredadas en la pérgola de madera que los cubría, y desde donde estaba Clara se adivinaba al fondo la negra figura del monje quemado.

Dominic volvió de la barra con dos vasos de un vino ligeramente gaseoso que olía deliciosamente a fresas.

—Pruébalo, es Fragolino. —Chocaron las copas mirándose a los ojos—. Por nosotros y nuestro futuro. Ahora te dejo sola un momento. Voy a echar una mirada a la iglesia esa que te ha llamado la atención. Tú, mientras, disfruta del vino. He encargado la cena, sin preguntarte, ya lo sé, pero quería darte una sorpresa. Vuelvo en seguida. —Ya se había alejado unos pasos cuando se volvió de nuevo hacia ella—. Si no se te ocurre nada que hacer mientras vuelvo mándale un mensaje a tu madre, para que no diga que no te cuido. Y si te sobra tiempo, piensa en mí —terminó con una sonrisa.

No tenía ganas de empezar a mandar mensajes, su felicidad era demasiado grande como para reducirla a unas cuantas palabras, pero Dominic tenía razón, si le enviaba una nota a su madre sería más fácil conseguir que le diera permiso la próxima vez que quisiera pasar un fin de semana con él. Tecleó con rapidez: «Hemos llegado bien a Roma. Todo perfecto. Vamos a cenar. Besos». Lo terminó con un
smiley
y pulsó la tecla de enviar. Luego, ya a punto de guardar el móvil en la mochila, pensó que si le mandaba también uno a Lena se ahorraría que fuera ella quien llamara, y además ofendida porque le había prometido avisarla de que todo iba bien, así que copió el mismo texto que acababa de enviar, lo mandó al número de su amiga y se bebió todo el vino que quedaba en la copa. Estaba buenísimo, pero como hacía bastantes horas que no había comido y lo que le habían dado en el avión era tan poco, sintió que el alcohol empezaba a subírsele muy rápido a la cabeza y se le nublaba ligeramente la vista. Esperaba no tener que vomitar la cena ni marearse en público, pero las emociones del día y el haberse levantado a las cinco para lavarse el pelo antes de ir a clase se estaban manifestando ahora de golpe. Menos mal que Dominic la había dejado sola y podía recuperarse hasta que él volviera.

Lo que más necesitaba era apoyar la cabeza en algún lado y dormir cinco minutos. Con cinco minutos, uno se sentía mucho más descansado, pero poner la cabeza en sus brazos cruzados sobre la mesa no le parecía demasiado presentable; podía llegar él y verla así, como una vieja borracha. La silla en la que estaba sentada tenía un respaldo bastante alto. Si se echaba un poco hacia abajo para apoyar la cabeza sería mucho mejor, como dormir en un tren o en un avión. Así. Estiró las piernas, puso la mochila en su regazo, cruzó los brazos por encima y, con una última mirada a la estatua de Bruno, cerró los ojos con infinito alivio.

Innsbruck (Austria)

Lo primero que hizo Lena al volver al vestuario fue mirar el móvil por si había algún mensaje de Clara con noticias de Roma, o de Lenny proponiéndole algún plan para la noche.

Cuando se había despertado de la siesta, a las siete menos veinte, sudada y con el corazón desbocado por la pesadilla que acababa de tener, había cogido la bolsa de deporte y se había ido directamente al USI (el Instituto Universitario de Deporte), a la sala de
fitness
, porque desde la muerte de su madre se había acostumbrado a superar sus penas y sus angustias a base de agotamiento físico. En otros tiempos, habría podido llorar un rato en casa frente a una taza de té o de chocolate que su madre le habría puesto delante, le habría podido contar que tenía miedo por Clara y que le habría hecho ilusión que Lenny la llamara, y luego podrían haber decidido ir al cine a ver alguna comedia de esas con final feliz donde la pareja acaba reuniéndose después de montones de problemas y malentendidos. Pero desde que estaba sola, y más desde que Clara vivía en su propia nube de color de rosa, no le quedaba otro remedio que salir a correr o agotarse durante un par de horas en el gimnasio hasta que el cansancio le hiciera desear meterse en la cama, dormir y olvidar.

Ahora eran ya las diez menos cuarto y estaban a punto de cerrar, de modo que tenía que darse prisa con la ducha, pero primero era el móvil. Había veces que le fastidiaba esa dependencia del estúpido aparato, pero no podía evitarlo, no podía imaginar cómo era la vida antes de los móviles, qué habían hecho los jóvenes para mantenerse en contacto y quedar y salir.

No había ninguna llamada perdida y sólo un mensaje de texto. De Clara. Lo abrió con manos temblorosas y estuvo a punto de estrellar el móvil contra la pared.

«Hemos llegado bien a Roma. Todo perfecto. Vamos a cenar. Besos.»

La muy imbécil no se había molestado siquiera en escribir unas líneas sólo para ella; estaba claro que aquél era el SMS destinado a cumplir con su madre y, para no perder tiempo, se había limitado a enviarle una copia. Seguramente para evitar que la llamara preguntando cómo iban las cosas y que le estropeara la noche romántica.

Se desnudó casi con rabia, tirando la ropa sobre el banco, deseando ponerse a dar gritos de desesperación, sintiéndose sola, abandonada, olvidada por todos. ¿Cómo era posible que una chica de dieciocho años, inteligente, simpática y guapa —porque era guapa, lo sabía, aunque nunca se había preocupado mucho de su aspecto— estuviera totalmente sola un viernes por la noche, sin que a nadie se le hubiese ocurrido llamarla ni siquiera para ir al cine o para tomar una copa en grupo? ¿Qué había hecho mal en la vida para haber llegado a esa situación?

Se metió en la ducha, abrió el grifo a la máxima potencia, para que las gotas le golpearan el cuerpo, y se quedó quieta, con las dos manos apoyadas contra la pared, esperando que el agua consiguiera eliminar su pena y su soledad.

Nunca en toda su vida había deseado tanto tener a alguien que la quisiera, un chico que ahora estuviera esperándola en algún café, o que fuera a recogerla, o que le hubiese preparado una cena —aunque se tratase de unos espaguetis mal cocidos— para celebrar que era viernes y tenían toda la noche por delante. Pero no había nadie. Nadie que pensara en ella, nadie que la esperara, nadie a quien le hiciera ilusión una llamada suya. La soledad era como una droga que le hubieran inyectado en vena y estuviera empezando a extenderse por todo su cuerpo, anestesiándola, quitándole la sensibilidad.

El vestuario, más que vacío parecía abandonado, como si se hubiera metido en una de esas películas en las que toda la humanidad ha desaparecido del planeta. Sus pasos húmedos sobre el linóleo del suelo hacían un ruido de succión perfectamente audible en el silencio. Ella había sido la única mujer en la sala de
fitness
y por tanto no podía esperar que entrara nadie más a ducharse. Todos los armarios estaban abiertos, como bocas desdentadas. Las luces fluorescentes se estrellaban contra la porcelana blanca de los lavabos, los espejos no reflejaban más que un vestuario vacío donde una figura femenina desnuda se movía como perdida. Deseó salir de allí a toda velocidad y, por un instante, tuvo la sensación de que no podría, de que aquel cuarto se negaría a abrirse para que ella pudiera salir, como si fuera la boca de un animal que la tuviese ya atrapada en sus fauces, una serpiente que estuviera empezando a tragarse un ratón.

Se vistió en unos segundos sin molestarse siquiera en secarse el pelo para no tener que seguir allí ni un momento más y cuando apoyó el hombro en la puerta y ésta cedió bajo su peso, apenas pudo retener un suspiro de alivio.

«Mira que eres tonta —pensó—. ¿Cómo se te puede ocurrir que no iba a abrirse? El portero sabe que estás aquí, te ha visto corriendo en la cinta y sabe que eres la única chica. No te va a encerrar.»

De todas formas, bajó corriendo la escalera y sólo empezó a sentirse segura cuando salió al exterior y pudo aspirar el aire helado de la noche. Olía a nieve, a pesar de que el cielo estaba despejado, y las estrellas brillaban con tanta intensidad que parecía que estuvieran al alcance de su mano.

No había nadie por los alrededores. La mayor parte de los chicos que habían estado haciendo pesas se había marchado poco después de las nueve y ahora ya ni siquiera quedaban coches en el aparcamiento. La única luz llegaba del aeropuerto cercano y de las farolas de la calle que llevaba a la ciudad.

Se acomodó la bolsa a la espalda y se quedó un momento parada, sin saber qué hacer, decidiendo si esperar un autobús o recorrer a pie los cuarenta minutos hasta su casa. Pero tampoco tenía ganas de ir a casa. Estaba cansada, sí, pero también estaba muerta de hambre, y triste, y angustiada, y…

Echó la cabeza hacia atrás, inspiró profundamente y se estiró hasta que su cuerpo volvió a ser una línea recta. Detestaba ponerse así, lloriquear, aunque sólo fuera por dentro, tener lástima de sí misma, darse palmaditas en la espalda, como una idiota, y sin embargo últimamente lo hacía cada vez con más frecuencia.

Se puso el gorro sobre el cabello húmedo que se le había quedado helado y, a buen paso, se dirigió a la parada del autobús. En una película ahora sería un buen momento para que apareciera «el chico de su vida»: un extranjero que para a su lado porque acaba de alquilar un coche en el aeropuerto y quiere preguntarle cómo llegar al centro; o un atleta que ha estado entrenándose hasta tarde, ha decidido tomar el autobús y de repente la ve a ella y se da cuenta de que es la chica que ha estado buscando toda su vida; o un estudiante de Erasmus francés o finlandés o polaco, que lleva un mes en Innsbruck y aún no conoce a nadie y se siente tan solo y tan abandonado como ella. Pero eso sólo pasaba en las películas.

En la parada del autobús esperaban dos amigas hablando en voz baja y tres chicos que, a juzgar por su conversación, llegaban de jugar un partido de fútbol y habían decidido dedicar la noche a emborracharse seriamente con cerveza de trigo y aguardiente para celebrar la victoria, después de haber engullido unas cuantas hamburguesas.

Lena se planteó por un momento la posibilidad de comerse también una hamburguesa y la desechó de inmediato, más que nada por el ambiente. Aquello estaría lleno de críos en noche de viernes, aprovechando que los padres los dejaban salir hasta las doce, y no se oirían más que carcajadas y estupideces. No. Ya tenía edad de ir a un restaurante normal, pedir algo bueno y pagar con la tarjeta que le había sacado su padre al cumplir los dieciocho y que apenas usaba. Pero el restaurante estaría lleno de parejas y eso era casi peor: un claro recordatorio de su soledad, de que nadie la quería.

¿Y si se iba al Blue Chip a bailar hasta que no pudiera más? Demasiado temprano; y además tenía que comer algo, llevaba todo el día con la barrita de cereales que se había comido a media mañana. Decidió ir al Tapabar a comer un par de tapas españolas; a lo mejor tenía suerte, había música en vivo y alguno de sus compañeros de clase iba allí con sus amigos.

En ese momento llegó al autobús, casi vacío, porque sólo había recogido a un par de pasajeros en el aeropuerto, y se sentó con una sonrisa de satisfacción, la primera del día. Sólo de pensar en una tortilla de patatas se le hacía la boca agua. Y un par de boquerones en vinagre. Y quizá unos mejillones, si tenían. De repente el hambre era tan intensa que se sentía como una puñalada en el estómago. Se dobló sobre sí misma sujetándose con fuerza para que pasara el espasmo lo antes posible. Los futbolistas le echaron una mirada y desviaron la vista en seguida.

El espasmo no acababa de pasarse. Era cada vez más intenso y se extendía por sus músculos en una especie de temblor incontrolable que dolía y le hacía rechinar los dientes para no gritar.

En ese momento, como si alguien le hubiera puesto una foto delante de los ojos, creyó ver a Clara muerta o desmayada o en coma en una camilla blanca en una sala enorme de madera labrada, de techos altísimos y ventanas como vidrieras de catedral por las que se filtraba una luz rojiza. Y dos figuras vestidas como cirujanos, pero con batas rojas, que se inclinaban sobre ella mientras las sombras de la habitación, unas sombras extrañamente vivas, parecían contener el aliento a su alrededor.

Entonces Lena gritó y la imagen desapareció a la vez que los espasmos.

Uno de los chicos se acuclilló a su lado.

—¿Estás bien?

Ella afirmó con la cabeza por pura costumbre de disimular, luego la sacudió en una negativa, y luego, sin poder evitarlo, se echó a llorar.

—Eh, eh, mujer, no llores, anda. ¿Qué te pasa? ¿Te has hecho daño en el entrenamiento?

Lena aún no se sentía capaz de hablar, de modo que dijo que no con la cabeza e intentó sonreír un poco para darle las gracias. El chico metió la mano en las profundidades de su parka y sacó un par de cubitos de dextrosa.

—No tengo nada más, lo siento —dijo, ofreciéndoselos—, pero de momento te ayudarán hasta que comas algo más sólido. Me apuesto lo que quieras a que estás muerta de hambre.

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