Historia de los griegos (15 page)

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historia

BOOK: Historia de los griegos
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CAPÍTULO XXI

La lucha social

La cosa más extraordinaria es que en esta Atenas traficante, resonante de mazos y martillos, que adora el dinero hasta instalar los Bancos en las iglesias y designando presidentes de ellos a los dioses, los ciudadanos desprecian el trabajo y lo consideran como una mortificación de la dignidad humana.

Por muy contradictorias y poco dignas de crédito que sean las estadísticas de la época, no cabe duda de que estos ciudadanos constituyen una exigua minoría en la masa de la población. Según Demetrio Faléreo no rebasaban los veinte mil sobre quinientos mil habitantes. Pero a saber cómo hicieron la cuenta.
Grosso modo,
parece, ciertamente, que eran pocos y que, considerando el ocio como la más noble actividad y la primera condición de todo progreso espiritual y cultural, dejaban el trabajo en monopolio a las otras tres categorías de la población: los metecos, los libertos y los esclavos.

Por metecos (que literalmente significa «coinquilinos») los atenienses entendían lo que los ingleses entienden por
aliens,
o sea, todos los que, no habiendo tenido el privilegio de nacer en Atenas, habían establecido en ella su morada, aunque, no obstante ser libres, no tenían derechos políticos. Éstos formaban una típica clase media de artesanos, mercaderes, agentes de negocios, procuradores y profesiones liberales, originarios sobre todo de Oriente Medio. La ley ateniense les trataba altaneramente. Les excluía del arrendamiento de las minas, labor demasiado cómoda y remuneradora para no dejarla en monopolio a los indígenas; les prohibía comprar tierras y casarse con ciudadanos, les imponía el servicio militar y los tributos. Pero en el terreno comercial, como se necesitaba su valiosa aportación, les protegía y defendía reconociendo la legalidad de sus profesiones y la validez de sus contratos.

Más o menos en la misma condición se encontraban los libertos, o sea, los esclavos e hijos de esclavos que lograban ganarse la libertad. Los caminos para alcanzar esta suspirada meta eran varios. A algunos se la concedía el dueño como premio a su buena conducta; a otros se la procuraban, a fuerza de dinero, parientes o amigos libres que habían logrado acumularlo (éste fue el caso, entre otros, de Platón); a muchos se la concedía el Estado para convertirlos en soldados, cuando las levas estaban exhaustas; y había quienes se la compraban con sus ahorros acumulados óbolo a óbolo.

Metecos y libertos, pese al trato discriminatorio al que estaban supeditados, amaban Atenas, la consideraban su patria y se enorgullecían de ella. Es más, ellos fueron los que constituyeron la urdimbre vinculadora y la fuerza. De sus filas salieron los grandes médicos, los grandes ingenieros, los grandes filósofos, los grandes dramaturgos, los grandes artistas, y también todos los pequeños. El ateniense que, fiel a su vocación por el ocio, buscaba un buen administrador, un buen capataz, un buen sastre, un médico de cabecera, etc., lo encontraba entre ellos. Y por lo demás, en un momento dado, todas las finanzas de Atenas se encontraron controladas por dos de ellos, Pasión y Formión, que, habiendo realzado y desarrollado el Banco de Arquestrato y Antístenes, se encontraron siendo dueños de una ciudad que les negaba la ciudadanía.

Los verdaderos desheredados eran los esclavos, que acaso no llegaban a los cuatrocientos mil, como dice Demetrio, pero que sin duda rebasaban los cien mil. Son casi todos prisioneros de guerra o carne de horca. En el campo hay pocos porque un labrador difícilmente puede procurárselos al precio que costaban: en el mercado de Delos, que era el más importante y donde se les exhibía desnudos, un esclavo de buena constitución llega a costar medio millón. Además, a diferencia de lo que se hace en Roma, donde el amo tiene incluso el derecho a matarlo, en Atenas el esclavo goza de cierta protección de la ley. Si uno le mata, acaba en el tribunal acusado de homicidio. Y si le azota excesivamente, el esclavo huye y se refugia en un templo, de donde no se le puede desalojar y hay que venderlo a precio de saldo.

Salvo los que acaban en las minas, donde se trabaja diez horas al día y tarde o temprano se muere bajo un desprendimiento de tierras, su suerte no es, pues, tan negra. A muchos los enrola el Estado como personal de servicio —porteros, mandaderos, bedeles— con pequeños salarios y libertad de movimientos y de morada. Otros entran en familias particulares como cocineros o camareros, o también como escribanos o bibliotecarios, y acaban siendo considerados como formando parte de ellas. En suma, hay que decir que la civilizadísima Atenas practicó la esclavitud de la manera más humana, pero no se hizo con ella un problema de conciencia, aunque algún filósofo lo agitó. Sócrates no dijo palabra. Y Platón manifestó que era reprochable que los griegos mantuviesen esclavos a otros griegos. Claro; a él le había tocado serlo. A los extranjeros, consideraba justo y lógico tenerles subyugados. En cuanto a Aristóteles, sostiene una teoría vagamente marxista escribiendo que la esclavitud no era ni moral ni inmoral, sino tan sólo una necesidad impuesta por un régimen capitalista que aún no había pasado la revolución industrial. «Serán las máquinas —dijo—, no las leyes, las que liberarán a los esclavos haciéndoles inútiles.»

No cabe duda de que, cuando Pericles alcanzó el poder, el régimen ateniense era capitalista. La propiedad de la tierra, que en tiempos de los aqueos era de la «gente», ahora es individual. Los Bancos, las grandes empresas navieras y las industrias son privadas. Al Estado sólo le pertenece el subsuelo, y aun éste no lo administra directamente. Pero hay que añadir inmediatamente que el problema social permanece confinado en la minoría de los ciudadanos; ni siquiera a los politicastros más radicales les pasa por la cabeza tener en cuenta a los metecos y a los libertos.

Entre esos ciudadanos, el desequilibrio económico no era muy grande. Temístocles aparte, cuyo caso era de hecho considerado como escandaloso y que tuvo que huir para poner a salvo cabeza y peculio, no había millonarios. Los grandes patrimonios, de los que se hablaba con una mezcla de envidia y de admiración, eran los de Calia y de Nicias, que bordeaban los quinientos millones de liras. Tal vez en el origen de la lucha de clases, en Atenas, hay más un conflicto de ideas y de moralidad que de interés. Veamos a Alcibíades, que será uno de los protagonistas. Pertenece a la aristocracia agraria, entre la cual pasa por rico porque posee veinte hectáreas, que en un Ática fragmentada en pequeños predios es considerado como un latifundio. Propietario de una casita de campo, que él llama pomposamente «castillo», pero que no es nada más que una alquería, donde su padre araba personalmente la tierra con bueyes, cuando va a la ciudad siente la riqueza de sus coetáneos burgueses, sus cómodas villas y sus vestidos a la moda como una falta de miramientos para con él. Afecta gran desprecio por esos nuevos ricos (que a menudo lo merecen) y por su democracia, procura distinguirse de ellos, añadiendo, en la tarjeta de visita, su propio nombre al del padre, como hoy hacen algunos incorporando un «de» al apellido. Pero, en resumidas cuentas, también ese hidalgüeño rural aspira a enriquecerse, bajo el aguijón de su mujer que quiere el visón y el palacio en la ciudad, y que si bien en el
ágora
no cuenta nada, en casa incordia como un tábano.

Ahora bien, a disposición de esos nobles venidos a menos, la democracia no deja más que una fuerza en la que apoyarse políticamente: los ciudadanos de las clases más pobres. En teoría, éstos serían los campesinos, que la avaricia del suelo y la pequeñez de la heredad condenan a una miseria endémica. Pero son poco receptivos a las ideas revolucionarias. Además, aunque sean, por derecho, miembros de la Asamblea, acuden raramente a ella a causa de la falta de medios de comunicación. Es esto, precisamente, lo que fija límites concretos y restringidos a la democracia ateniense. Sus protagonistas son, sobre tres o cuatrocientos mil habitantes, treinta o cuarenta mil ciudadanos. Mas de éstos, los del campo, es decir, una buena mitad, quedan excluidos a causa de las ingentes dificultades de los desplazamientos. Todo se desenvuelve, pues, entre las quince o las veinte mil personas que conviven dentro de las murallas de la ciudad, que se conocen, se encuentran todos los días y se llaman por sus nombres. He aquí por qué el experimento democrático ateniense ha alcanzado en la Historia un valor ejemplar y se destaca en ella con tan sobria evidencia.

Los vástagos de la aristocracia empobrecida buscan secuaces entre los descontentos de una democracia capitalista que tan sólo favorece a las clases altas y medias. Es fácil comprender cuáles son éstas; todos los que, en un régimen de libre competencia, se quedan atrás, Y los hay: basta mirar los salarios y los emolumentos. Es difícil, hoy día, calcular el poder adquisitivo de la dracma. Pero según las cuentas que hacen los más acreditados expertos, una familia de cuatro personas necesitaba un centenar al mes para vivir como hoy se vive con cien mil liras. Pues bien, el salario de un artesano y los emolumentos de un pequeño empleado no rebasaban los treinta.

De ahí las reivindicaciones y las «instancias sociales» sobre las que la aristocracia venida a menos hace palanca. Que no las interpreta, como hoy hace el socialismo, reclamando nacionalizaciones: las interpreta reclamando la abolición de las deudas, la distribución gratuita de trigo y la participación de todos en las utilidades del comercio y de la industria. De todos los ciudadanos, se entiende. De metecos y libertos, por no hablar de los esclavos, nadie se preocupa. Aristófanes pone en escena una «condesa de izquierdas» que predica precisamente una especie de comunismo aristocrático, reclamando la distribución en partes iguales, entre los ciudadanos, de los beneficios del trabajo colectivo. «Pero el trabajo, ¿quién lo hace?», le pregunta Blepiro. «Los esclavos, por supuesto», responde la dama.

Éstos son los términos en que se debate la lucha de clases en Atenas, con un partido democrático que corresponde aproximadamente a lo que hasta hace poco ha sido el partido radical francés, compuesto totalmente de clases medias, interesadas, sí, en el progreso, pero con mucha moderación, y hostigado por una extrema derecha y una extrema izquierda totalitarias, ligadas, como casi siempre ocurre, por una alianza gazmoña. No exageremos, sin embargo: por bien que vivaz y pendenciera en el Parlamento, los comicios y los salones, aquella lucha de clases fue siempre atemperada por el miedo que aglutinaba a los treinta o cuarenta mil ciudadanos: la de verse desbordados hasta cierto punto por los dos o trescientos mil metecos, libertos y esclavos, sobre cuya masa su exigua minoría había, claro está, de seguir flotando.

No obstante, fueron aquellos marxistas atenienses, con muchos blasones y lemas en las tarjetas de visita, quienes inventaron la bandera bajo la cual, de entonces en adelante, habían de militar todos los comunistas de todos los tiempos; la roja. Ésta, pues, no tiene un origen proletario, como hoy se cree, sino aristocrático.

CAPÍTULO XXII

Un Teófilo cualquiera

No se puede decir con exactitud si la política ateniense fue favorable o no al incremento demográfico. Sobre tal punto siempre fue contradictoria. En la ley civil y en la religiosa se hallan muchos estímulos, incluyendo la adopción de hijos por matrimonios estériles. Pero también se halla sancionado el infanticidio, que se practicaba regularmente con los niños deformes, mientras que el código médico de Hipócrates prohibía el aborto.

Cabe creer, en suma, que el Estado dejaba mano libre a la iniciativa privada, ya que todo dependía de los progenitores que el destino daba al recién nacido. Si aquéllos eran de índole afectiva y la criatura era varón y de buena constitución, tenía muchas posibilidades de ser bien recibido. De lo contrario corría el riesgo de ser arrojado por la puerta.

Superado este primer examen, el niño, dentro de los diez días de su nacimiento, era acogido por la familia con una ceremonia en la que se le hacían varios regalos, entre ellos el nombre. Mas, a diferencia de sus coetáneos romanos que en seguida recibían tres (el propio, el de la familia y el de la «gente» o «dinastía), aquél sólo recibía uno; lo que demuestra cuánto más individualista era la sociedad griega, es decir, cuánto menos contaban los vínculos de parentesco.

Tomemos un Teófilo cualquiera de la clase media. Le han llamado así porque así se llamaba su abuelo. Si acaso, para distinguirle de los otros Teófilos de la ciudad o del barrio, le llamarán Teófilo de Cimón, que es el nombre de su padre, o Teófilo de El Pireo, que es el barrio donde ha nacido. Con el nombre, ha recibido el derecho a la vida, en el sentido de que a partir de ahora no se le puede arrojar por la puerta: hay que quedárselo, alimentarle y educarle. Naturalmente, también el cumplimiento de estos deberes depende del carácter de los progenitores y de sus posibilidades económicas. Mas el propio Temístocles, que fue uno de los hombres más poderosos e influyentes de Atenas, decía que el verdadero dueño de la ciudad era su hijo porque mandaba a su madre, la cual le mandaba a él. Lo que nos demuestra que, una vez apegados al niño, los progenitores se tornaban, como buenos meridionales, tiernuchos como los padres italianos de hoy.

La casa donde Teófilo ha nacido no es grande. Desde fuera, es sólo una pared enjalbegada, sin ventanas, con una pequeña puerta provista de una mirilla, que da al callejón sin pavimentar. Está construida con ladrillos y sólo tiene una planta. Aun después de que Alcibíades hubo estimulado el lujo y la ostentación, pocos fueron los ciudadanos que agrandaron la casa y la circundaron de una columnata: tenían demasiado miedo de inspirar envidia a los vecinos, tentaciones a los ladrones y pretextos al fisco. Además, el clima no favorecía el amor a la casa, que ellos consideraban poco más que un dormitorio.

En el centro había un patio, que tan sólo los acomodados circuían de un pórtico, y donde la familia se reunía para comer y rezar. Sobre él daban todas las estancias, escasamente provistas de decoración y de muebles: algunas sillas, una mesa, una cama. De calefacción hay poca necesidad. Cuando conviene se emplean traseros de bronce. Para el alumbrado hay unas anillas incrustadas en la pared donde colgar las antorchas.

Teófilo crece sobre todo en el patio, o sea al aire libre, en compañía de las mujeres, jugando con hermanitos y hermanitas. Sus juguetes preferidos son pelotitas de barro cocido, muñecos, soldados de trapo, carritos de madera. Por la noche le meten temprano en la cama, en el «gineceo», o sea en el sector de las mujeres. Así transcurren con frecuencia varios días sin que vea a su padre, que sale por la mañana, de amanecida, para ir a trabajar o a discutir de política en la plaza. Más que en la familia, éste vive en la «cofradía», o sea en el
club
(en Atenas hay lo menos cincuenta), y no siempre vuelve para comer. Es un padre menos autoritario que el romano. No educa personalmente a su hijo, y cuando éste tiene seis años le manda a instruirse a una escuela privada, donde cada mañana le lleva de la mano un «pedagogo», quien, contrariamente a lo que hoy se cree, no es el maestro, sino un esclavo o un criado que sólo hace de acompañante. Pese a las sugerencias de Platón, el Estado de Atenas no quiso asumir jamás el monopolio de la escuela, y dejó también ésta a la iniciativa privada. Sólo instituyó por su cuenta las «palestras» y los «gimnasios», donde se practicaba la gimnasia, porque evidentemente los músculos de sus ciudadanos le interesaban más que sus cerebros.

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