Historia de los griegos (18 page)

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historia

BOOK: Historia de los griegos
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Otro maestro de Fidias fue ciertamente Mirón, discípulo de Geladas como Policleto y fundador de la escuela ática. Es el autor del famoso
Discóbolo,
que, sin embargo, los contemporáneos no consideran su obra maestra, prefiriéndole el
Atenea y Marsias,
del que hay una copia en el Lateranense. Mirón fue seguramente quien mejor tradujo al bronce y al mármol las recomendaciones de Sócrates, representando sus figuras en movimiento. Prefería, como Policleto, los atletas y los animales, y su
Ternera
era tan verdadera que un admirador le gritó: «¡Muge!» Pero Fidias no le perdonaba que viese las cosas en pequeño y preferir la armonía a la grandiosidad.

De Fidias hombre sabemos poco. Pero parece que estaba ya cargado de años y de decepciones cuando puso manos al Partenón, pues en un friso se representó a sí mismo más bien viejo, calvo y melancólico. Todo permite creer que era justo lo contrario que Zeuxis, Parrasio y Policleto: es decir, un artista eternamente descontento de su propia obra. El encargo que había aceptado le obligaba solamente a dibujar el plano de la inmensa obra y a controlar su realización. Pero quiso esculpir asimismo tres estatuas de la diosa, dos de las cuales por lo menos eran de proporciones colosales, y una precisamente de marfil y oro, cuajada de gemas. Nos es imposible dar una opinión de ellas porque no queda ninguna, pero sus contemporáneos apreciaron la más pequeña,
Atenea de Lemnos,
lo que nos hace pensar que lo que traicionó a Fidias fue siempre aquella su manía de lo grande.

Debía de ser un hombre solitario y malhumorado, pues es el único personaje célebre de Atenas de quien no se encuentra rastro en los cronistas y la libelística de la época. La única noticia segura es la de su condena por la desaparición del oro y del marfil que le habían entregado para su estatua. Seguramente el golpe iba dirigido más contra Pericles que contra él; pero el hecho es que Fidias no supo justificar la falta y fue condenado. Su fama era entonces tal, que la sentencia promovió un escándalo, y el Gobierno de Olimpia ofreció abonar las pérdidas al de Atenas con tal de que dejasen en libertad al escultor, al que encargó la estatua de Zeus en el homónimo inmenso templo.

Fidias, además de la libertad, halló por fin el espacio que buscaba. Pese a representar al rey de los dioses sentado en un trono, la estatua tenía más de veinte metros, y de nuevo recurrió al oro y al marfil. Cuando lo vieron, el día de la inauguración, los de Olimpia dijeron; «¡Esperemos que no se levante; si no, adiós techo!», pero la obra —de la que desgraciadamente no queda nada, salvo algunos fragmentos de pedestal— fue unánimemente considerada como una de las siete maravillas, como ya se decía en aquellos tiempos. Fidias, satisfecho por primera vez, pidió a Zeus un signo de agradecimiento. Y Zeus, cuentan, descargó un rayo sobre el templo, que era un modo diríamos un poco bufo de congratularse. Pero Emilio Paolo y Dión Crisóstomo, que llegaron a tiempo para verlo, atestiguan que se trataba de una obra maestra.

Fidias acabó mal. Alguien ha dicho que volvió, después de lo de Olimpia, a Atenas, donde le metieron otra vez en la cárcel hasta que se murió. Algún otro afirma que emigró a Elida, donde le condenaron no se sabe por qué, a la pena capital. Algo, en su carácter, debía enemistarle con los hombres, visto que ninguno le quería. Y, no obstante, fue no solamente un gran escultor, sino incluso un notabilísimo maestro, que, además de haber creado un estilo, hizo de éste una escuela, transmitiendo las reglas a discípulos como Agorácrito y Alcamenes, continuadores del «clásico».

Mas aquí hemos anticipado un poco los tiempos y conviene volver a aquellos en que Pericles, todavía en el candelero, cada día, antes de volver a casa de su Aspasia subía a la Acrópolis a ver los trabajos que progresaban bajo la dirección de Fidias. Se había comenzado por la ladera sudoccidental de la colina, donde Calícatres había puesto manos a la obra en el
Odeion,
una especie de teatro para conciertos de atrevidísima modernidad por su forma cónica. Los atenienses vieron en seguida su semejanza con la cabeza de Pericles, que tenía también forma de pera, y las malas lenguas de la oposición la rebautizaron
odeion.
Pero además de esto estaban ya en buen punto las escaleras de mármol, flanqueadas por dos hileras de estatuas en tanto que, en la cima, Mnesicles levantaba las columnas dóricas que después habrían de llamarse
propileos,
o antepuertas.

No queremos hacer aquí la descripción del monumento: ésta pertenece a la Arqueología y a la Historia del Arte. Se llama, como todos saben, Partenón, de
Ton parthenon,
que quiere decir «de las vírgenes». Pero entonces este nombre sólo correspondía a la pequeña estancia de las sacerdotisas de la diosa, edificada en un rinconcito del ala occidental, y no se comprende cómo, con el tiempo, terminó dando el nombre a todo el majestuoso y complejo conjunto.

Seguramente con Pericles subían a visitarlo sus amigos personales, algunos de los cuales eran sus enemigos políticos: Sócrates con su cortejo de discípulos, entre ellos Alcibíades y Platón, su ex maestro Anaxágoras, quien tal vez desde allí arriba, en lugar de mirar las estatuas y los capiteles, inspeccionaba el cielo buscando las relaciones de espacio entre las estrellas y los planetas, Parménides con su pupilo Zenón, eterno bastión contrario, Sófocles, Eurípides, Aristófanes; todos ellos personajes destinados a dejar huella en la historia de la Humanidad y de los cuales, en la Atenas de Pericles, se encontraba un ejemplar a la vuelta de cada esquina. Poquísimos de ellos habían nacido en la ciudad. Pero el hecho de que se viesen obligados a acudir a ella para hallar un terreno favorable a sus obras y a sus ideas, nos proporciona la medida de la importancia de Atenas y el grado de su desarrollo.

En el mismo momento que sobre la Acrópolis maduraba la obra maestra más completa del genio artístico griego, el Partenón, en todo el resto de aquella pequeña ciudad de doscientos mil habitantes y de treinta o cuarenta mil ciudadanos, se echaban las bases de todas las escuelas filosóficas y se preparaban los temas del futuro conflicto entre la fe y la razón.

El secreto del extraordinario florecimiento intelectual de Atenas en aquel su siglo de oro reside precisamente ahí: en la intimidad de contactos entre sus protagonistas recogidos en el angosto espacio de las murallas ciudadanas y agrupados en el ágora y en los salones de las hetairas; en la intensa participación de todos, en la vida pública y en su adiestramiento para hacerse eco prontamente de los más importantes motivos políticos y culturales; y en la libertad que la democracia de Pericles supo garantizar a la circulación de las ideas. Un pensamiento de Empédocles, un sofisma de Pitágoras, un
bon tnot
de Gorgias, una insolencia de Hermipo daban inmediatamente, de boca en boca, la vuelta a la ciudad, se hacían eco en el Parlamento y alcanzaban a Sófocles influyendo en la redacción de un drama suyo.

Quién sabe si los atenienses se dieron cuenta del inmenso privilegio que les tocó por haber nacido en Atenas en aquel momento. Acaso no. Los hombres no saben apreciar y medir más que la fortuna de los demás. La propia, nunca.

CAPÍTULO XXVI

La revolución de los filósofos

Lo que efectivamente hizo de Atenas la patria de la filosofía no fue una natural predestinación debida al superior genio de sus hijos, sino solamente su carácter imperial y cosmopolita, que la hacían receptiva a las ideas, más curiosa y tolerante que las otras ciudades griegas. La filosofía, hasta Sócrates, se la trajeron los inmigrados. Pero, mientras Esparta la prohibía no viendo en ella más que «una incitación a las disensiones y a inútiles diatribas», Atenas abrió sus puertas con entusiasmo a sus cultivadores, les acogió en sus casas y en sus salones, proveyó a su sustento y a muchos les honró con el don supremo de la ciudadanía. No sé si esto les ayudó a vivir mejor, pero les permitió sobrevivir en el recuerdo de los hombres, que en el nombre de Atenas ven reasumido y simbolizado todo el genio de la Grecia antigua.

El vehículo de esta infección filosófica fueron los
sofistas,
palabra que con el tiempo adquirió un significado casi despreciativo, pero que originariamenr te quería decir «maestros de sabiduría». La acuñó y se la atribuyó Protágoras, cuando desde su patria, Abdera, llegó a Atenas para fundar una escuela. Dícese que los jóvenes, para ser admitidos en ella, tenían que pagar diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras actuales. Y es probable que un poco de la antipatía que acabó por rodear a los sofistas fuese debida a lo elevado de estos precios. Mas la razón verdadera fue otra, o sea el abuso en que pronto cayeron los sofistas de la argumentación especiosa, de la cavilación dialéctica, en suma, de lo que precisamente desde entonces se llamó con desprecio «el sofisma».

Protágoras no se deslizó jamás en él. El mismo Platón, que llegó a tiempo de conocerle, que le aborrecía, y que registró sus diálogos con Sócrates, reconoce que Protágoras, de los dos era el que discutía con más objetividad y mesura, y que era Sócrates, si acaso, quien se refugiaba en los sofismas. Diógenes Laercio va más lejos aún. Dice paladinamente que fue él quien inventó el llamado método socrático. Como fuere, no cabe duda de que a él se debe el relativismo filosófico sobre el problema del conocimiento.

Hasta entonces, lo que más había ocupado la mente de los griegos era el problema del origen de las cosas. Es ello tan verdad que casi todos sus libros se titulaban
De la naturaleza,
y se proponían aclarar cómo se había formado el mundo y qué leyes lo regulaban. Protágoras se propuso, en cambio, indagar con qué medios el hombre podía darse cuenta de la realidad y hasta qué punto podía conocerla. Y llegó a la conclusión de que debía resignarse a lo poco que le permitían percibir los sentidos: la vista, el oído, el tacto, el olfato. Ciertamente, el hombre no podía ir muy lejos en esos imprecisos y variables instrumentos. Pero precisamente por esto debía renunciar al descubrimiento, detrás del cual, en cambio, había corrido Heráclito, de las llamadas «verdades eternas», válidas para todos en todos los tiempos y en cualesquiera circunstancias; y contentarse con la que valía para él en aquel momento y en aquella particular ocasión, admitiendo implícitamente con esto que podía no valer para otro, ni tampoco para él mismo en un momento y circunstancia diferentes.

Nosotros comprendemos perfectamente que esta lección, mientras suscitaba entusiasmo en los salones intelectuales, había de provocar escándalo y aprensión entre la gente timorata y las jerarquías constituidas. Era una sacudida a aquellos «principios» sobre los cuales también la sociedad de Atenas, como todas las demás de cada época, se fundaba, y que no pueden ser vueltos a poner en discusión sin provocar un terremoto. El bien, el mal, Dios mismo, ¿no eran, pues, sino verdades contingentes y subjetivas, a las que cada uno estaba autorizado a oponer otra, y totalmente diferente?

En una conferencia ante un público de libres pensadores, entre los que figuraban también el joven Eurípides, que no debía olvidarlo jamás, Protágoras contestó que sí. Y entonces el Gobierno le desterró, confiscó sus libros y los quemó en la plaza pública. El maestro embarcó para Sicilia y parece ser que pereció, durante el viaje, en un naufragio. Pero había dejado un profundo recuerdo en todos quienes lo conocieron personalmente. Sus discípulos habían sido numerosos porque, si es verdad que él pedía seis millones a los ricos, también es verdad que había enseñado gratis a los que, en el templo, le habían jurado ante Dios que eran pobres: curioso proceder para un hombre que decía no creer en Dios. Pero sobre todo él había echado una semilla en la sociedad ateniense: la semilla de la duda.

Ocupó su puesto un diplomático, Gorgias, enviado como embajador a Atenas por la ciudad siciliana de Lentini para solicitar ayuda contra Siracusa. Gorgias había sido alumno de Empédocles, pero su método y su profundo escepticismo, que se resumía en estas tres proposiciones fundamentales, era el de un sofista: nada existe fuera de aquello que el hombre puede percibir con sus sentidos; y aunque otra cosa existiese, nosotros no lograríamos percibirla y aunque lográsemos percibirla, no conseguiríamos comunicarlo a los demás.

Gorgias la pasó bien porque, como buen diplomático, se detuvo ahí, sin meter en la danza a los dioses. Y en el fondo fue coherente. Porque es justo sufrir sinsabores para afirmar las «verdades eternas», mas no para negarlas. Los sentidos, en los que había depositado tanta confianza, le recompensaron colmándole de todos los goces de los cuales son instrumento, hasta la edad de ciento ocho años. Gorgias viajó por toda Grecia pronunciando conferencias y haciéndose alojar en las villas más señoriales. Frisaba en los ochenta años cuando, en los juegos olímpicos del 408 antes de Jesucristo, obtuvo un inmenso éxito con una gran alocución en la que invitó a los griegos, empeñados ya en luchas fratricidas, a la paz y a la unión contra el resurgido poderío persa. Y antes de morir tuvo la sensatez de comerse su patrimonio.

Sobre las huellas de estos dos grandes pululó toda una afirmación de sofistas menores, entre los cuales los había, como siempre sucede, buenos y malos; pero los malos superaban a los buenos. Estimulaban el espíritu dialéctico, habituaron a los atenienses a razonar mediante esquemas lógicos y contribuyeron notablemente a la formación de una lengua precisa, sometiendo sustantivos y adjetivos a un riguroso examen. Es con ellos como, al lado de la poesía, nace una prosa griega. En tanto que es probable que sin ellos el mismo Sócrates no hubiese sido quien fue, o hubiese exagerado. Pero no hay duda de que ellos, si no la provocaron, apresuraron la desintegración de la sociedad. Hay inconformistas que acaban haciendo más daño que bien, cuando niegan por el solo gusto de negar, haciendo de ello un exhibicionismo. El Club del Diablo, que ciertos intelectuales
á la page
fundaron en aquellos años para dedicarse a solemnes comilonas los días sacros que el calendario destinaba al ayuno nos molesta hasta a nosotros que jamás hemos creído en los dioses griegos. ¿Hay un modo más necio de desafiar a la tradición y a la superstición? Y esto era sobre todo lo que Sócrates condenaba en los sofistas, pese a que de ellos había aprendido muchas cosas.

Como he dicho, aquellos sofistas, más que descubridores, fueron divulgadores de lo que el pensamiento griego estaba elaborando. En aquellos tiempos no existía Prensa ni academias que asegurasen los contactos y permitiesen los intercambios entre las varias escuelas. Grecia no tenía unidad geográfica. Su genio estaba desparramado en una miríada de ciudades y de pequeños Estados, desde el Asia Menor a las costas orientales italianas. El mayor servicio que los sofistas prestaron fue precisamente el de libar la miel de todas las flores, de llevarla a Atenas y allí fundirlas en el crisol común. El momento estaba bien elegido, pues precisamente entonces se echaban las bases del gran conflicto filosófico que todavía dura sin posibilidad de solución; el que existe entre el idealismo y el materialismo.

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