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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Roma (10 page)

BOOK: Historias de Roma
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La demolición tuvo que ser gradual, porque las grandes ceremonias debían seguir celebrándose en San Pedro. Durante más de un siglo, entre 1506 y 1626, una treintena de papas ofició misas en una cantera polvorienta, abierta a los vientos y la lluvia, con materiales de construcción desperdigados por todas partes.

Julio II encargó el proyecto a Donato di Angelo di Pascuccio, llamado Bramante, un artista del norte que había alcanzado fama en Roma con dos maravillas renacentistas, el claustro de Santa Maria della Pace (junto a la Piazza Navona) y el templete de San Pedro en Montorio (en la colina trasteverina del Gianicolo, junto a la residencia del embajador español y, técnicamente, en territorio de España). Bramante presentó los planos de un edificio enorme (24.000 metros cuadrados), con una cúpula chata similar a la del Panteón y trazado de cruz griega (los cuatro brazos iguales). Contento con la idea de Bramante, Julio II encargó a Miguel Ángel Buonarroti un mausoleo faraónico que debía colocarse en el centro de la basílica, justo encima de la supuesta tumba de Pedro. Ahí, sobre los huesos del apóstol y bajo una cúpula formidable, quería ser enterrado el papa. En 1507 se completó el primer elemento visible de la basílica nueva: un pilar de 27 metros de altura y nueve de grosor, que se alzaba tras el edificio antiguo.

Pero Julio II murió en 1513, y Bramante, en 1514. Al papa della Rovere le sucedió Giovanni di Medici, hijo del florentino Lorenzo el Magnífico, con el nombre de León X; fue un papa al que podríamos calificar de gilipollas, pero al que, por respeto a las jerarquías eclesiásticas, llamaremos incompetente. La entronización de León X coincidió con la aparición de un librito anónimo, escrito en realidad por Erasmo de Rotterdam, en el que se criticaba ásperamente a Julio II, «tirano archimundano, enemigo de Cristo y ruina de la Iglesia». Si Erasmo pensaba eso de Julio II, era porque aún no conocía a León X.

El papa recién llegado solicitó ideas a Rafael y a Baltasar Peruzzi, derribó lo ya hecho, cambió varias veces los planos y agotó el dinero que había reservado Julio II. Para conseguir nuevos fondos, elevó el número de puestos cardenalicios desde 200 a 700 y vendió los cargos que acababa de crear, con lo que reunió 600.000 ducados. Era mucho, pero no le bastó. Luego recurrió a un instrumento ideado por Julio II, la venta de indulgencias por toda Europa a cambio de donaciones para la basílica, y encargó al secretario Lorenzo Pucci que aplicara la medida como una auténtica extorsión. La fama de la corrupción vaticana se extendió por el continente.

En 1517, un párroco agustino alemán, Martín Lutero, que había visitado Roma en 1511 y la había encontrado aborrecible («si hay infierno, Roma está construida encima», escribió), clavó sobre la puerta de su iglesia en Wittemberg una lista con 95 afirmaciones, o tesis. Ejemplos: «Hay que enseñar a los cristianos que si el papa conociera las extorsiones de los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de San Pedro ardiera antes que edificarla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas»; «¿Por qué el papa no vacía el Purgatorio, movido por la santísima caridad y la suma necesidad de las almas, dado que libera una infinidad de almas con el fin de recaudar dinero funesto para su basílica?».

El 15 de junio de 1520, durante una partida de caza, León X firmó el decreto de excomunión de Martín Lutero. Y siguió cazando. Ni siquiera intuyó que sus inmensos errores y los cambios geopolíticos estaban a punto de provocar la ruptura del cristianismo y la aparición de un gran movimiento reformador, enemigo de los papas, que los católicos llamaron «protestante».

Mientras se extendía por el norte europeo la rebelión contra el papado, un nuevo pontífice, Clemente VII, hijo ilegítimo de Julio de Médicis, primo de León X y, como él, incompetente en grado sumo, intentaba jugar con dos tipos tan peligrosos como Carlos I de España y Francisco I de Francia. Clemente VII se alió con Francisco I contra el emperador Carlos, reciente vencedor en Pavía (1525), y le animó a romper el tratado de paz firmado en Madrid. Al papa le inquietaba la hegemonía de Carlos en la península itálica y temía que su familia perdiera el Ducado de Florencia. Carlos no se lo tomó muy a la tremenda: sus tropas entraron en Roma, exterminaron a la Guardia Suiza, saquearon someramente la ciudad, encerraron a Clemente VII en el Castel Sant'Angelo y exigieron una indemnización moderada, de 60.000 ducados. Sin embargo, en cuanto se retiraron los soldados de Carlos, Clemente VII se negó a pagar e invocó de nuevo la ayuda de Francisco I.

Esa fue una equivocación terrible. Esta vez, Carlos I, que, como siempre, estaba ocupado en múltiples guerras y no tenía un duro, envió a Italia un ejército potente, de casi 50.000 soldados, en su mayoría alemanes y protestantes a los que se debía la paga. El ejército descendió desde el norte hacia Roma, seguido por las tropas de Francisco I. Una vez en las afueras de la capital, el odio protestante al papa, la necesidad de un botín que compensara los sueldos impagados, el temor a ser alcanzados por los franceses y la muerte del jefe del ejército, el condestable de Borbón, empujó a los soldados imperiales hacia el interior de Roma con un furor y una rabia pocas veces vistos. El 5 de mayo de 1527 murió Roma, o al menos buena parte de ella. Más de 6.000 ciudadanos fueron torturados y asesinados. Los principales palacios fueron incendiados y demolidos. La Capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel había pintado ya el techo (pero no el Juicio Universal sobre el altar), se convirtió en dormitorio de la soldadesca, con sus correspondientes hogueras. Las presuntas calaveras de los apóstoles Pedro y Pablo, reliquias supremas de la basílica de San Juan de Letrán, fueron usadas como pelotas para jugar. El altar de la basílica de San Pedro fue reventado y utilizado como mesa de naipes. Ninguno de los múltiples saqueos sufridos por Roma a lo largo de su historia, ni siquiera el que, protagonizado por el visigodo Alarico, puso fin al Imperio romano, fue tan terrible como el de 1527. Cuando se habla del
sacco di Roma
se habla de 1527. Además de la mortandad y el destrozo, Clemente VII tuvo que capitular y pagar una indemnización de 300.000 ducados: la mitad de lo recaudado con la venta de indulgencias, causa inmediata del cisma protestante, fue a los bolsillos del emperador Carlos.

Y la basílica de San Pedro seguía en obras.

También seguía con vida Miguel Ángel, que, con sesenta años, se puso a pintar el Juicio Universal sobre el altar de la Capilla Sixtina. No contento con esto, ideó una nueva cúpula para San Pedro, más elevada y esbelta.

Tras la muerte de Miguel Ángel, Cario Maderno, ya hombre de la Contrarreforma, de la Inquisición y del catolicismo brutal, masivo y atormentado que culminó en el barroco, alargó la nave de ingreso para que el edificio tuviera forma de cruz latina y, sobre todo, para que cupiera más gente en el interior: hasta 60.000 personas de pie. Esa ampliación perjudicó la vista de la cúpula desde la plaza, una lástima. También construyó la definitiva fachada, otra lástima. Maderno era un artesano con talento, amante del claroscuro y precursor del barroco. La misión que le encomendaron en San Pedro, respetar el proyecto de Miguel Ángel pero modificándolo por completo, era de imposible cumplimiento. Salió lo que salió.

En 1586, el obelisco egipcio que decoraba el templo de Nerón fue trasladado hasta el centro de la Piazza de San Pietro. La cosa requirió el trabajo de 900 personas durante cuatro meses. Por fin, en 1612, el papa Pablo V, de la familia Borghese, un hombre absolutista que condenó a Copérnico y, quizá aún peor, vivió convencido de que Cario Maderno era mejor que Miguel Ángel, arruinó los sueños de Julio II atribuyéndose todos los méritos (o deméritos) y colocando en la fachada de San Pedro, en caracteres ridiculamente grandes, la inscripción
«In honorem principis apost Paulus V Borghesius Romanus Pont Max an MDCXII pont VII»
. De Julio II no quedó ni el soñado mausoleo, del que Miguel Ángel sólo llegó a construir alguna pieza, como la estatua de Moisés, hoy en la basílica de San Pietro in Vincoli (San Pedro encadenado), lejos del Vaticano.

En 1626, Urbano VIII (el que condenó a Galileo) consagró la basílica y dio por terminado un siglo de obras y desgracias.

El Vaticano suscita una inmensa curiosidad entre creyentes y no creyentes. La gente suele preguntarse cómo es por dentro y qué refinadas intrigas se traman en sus estancias. Según mi limitada experiencia, mis ocasionales incursiones en el interior del recinto amurallado y mis conversaciones con gente de la Curia (el «gobierno» del papa), la realidad es más prosaica de lo que se supone.

No soy un especialista en la materia, sólo trabajé durante cinco años como corresponsal acreditado ante la Santa Sede y raramente pasé más allá de la Oficina de Prensa, comandada en mi época por Joaquín Navarro-Valls y gestionada por la mítica sor Giovanna, una monja de metro y medio dotada de un raro talento: humillaba a su interlocutor con una simple sonrisa, desplegaba toda la gestualidad del «sí» para responder «no», se complacía con la exasperación ajena. A su manera, era altamente eficaz.

Pese a no ser un especialista, me permito opinar como observador. ¿Qué es el Vaticano? Una oficina muy grande y muy antigua, cuajada de mala leche burocrática. El catolicismo es una religión monoteísta (pese a la filigrana trinitaria) dirigida por un poder centralizado y literalmente despótico; la parte del poder y el despotismo está en el Vaticano; la religión en sí, la fe, los atributos morales, se encuentran con mayor facilidad en cualquier otra parte.

Hay que recordar que los papas siempre han sido, además de dirigentes supremos de su iglesia, monarcas terrenales. En 1871, las tropas piamontesas rompieron las defensas papales y penetraron en Roma por la Puerta Pía, poniendo fin a los Estados Pontificios y unificando la península itálica en un solo reino. El palacio del Quirinal, residencia de Pío IX y de sus antecesores, fue convertido en palacio real y ocupado por los Saboya, que se quedaron incluso con la cubertería pontificia. Pío IX se declaró «prisionero» y el asunto se mantuvo en precario hasta que Mussolini y Pío XI firmaron en 1929 los pactos de Letrán, con los que la Iglesia católica reconocía la existencia del Estado italiano (hasta entonces prohibía que los fieles votaran) y éste, a su vez, concedía 44 hectáreas al papa: era poco, y el papa ya no podía llamarse «Rey de Roma», pero se mantenía el principio de que el pontífice romano era monarca absoluto de su propio territorio.

El Vaticano es el destino natural de un clérigo con talento, estudios y ambición. Ocurre, sin embargo, que las posiciones de poder son pocas, por lo que la mayoría de los funcionarios vaticanos (unos trescientos) se empantanan en el marasmo administrativo y, si no logran una posición diocesana en cualquier otra parte, tienden a concentrarse en los aspectos más mezquinos de la vida oficinesca. Ya saben: pararle los pies a Fulano, defender sus derechos de antigüedad, imponer su criterio en tal expediente. El servicio diplomático vaticano sigue siendo efectivo, por tradición y porque hasta el más remoto misionero funciona, en cierta forma, como agente informativo, pero los recursos humanos son escasos (de un país tan importante, para el mundo y para el catolicismo, como China, sólo se ocupan dos o tres personas) y la influencia, escasa. Desde un punto de vista intelectual, hay tipos fascinantes en la Congregación para la Doctrina de la Fe; sin embargo, las cuestiones doctrinales y teológicas son puramente especulativas, como la metafísica o las previsiones futbolísticas, y hay que ser muy aficionado a ellas para disfrutar de sus matices.

Caso aparte son las finanzas. Es bien conocido que, al menos hasta los años ochenta, el Istituto per le Opere di Religione (IOR), la banca vaticana, tenía conexiones mafiosas (Michele Sindona, Licio Gelli, etcétera) y era utilizado para blanquear dinero del crimen organizado; es bien conocido que el Banco Ambrosiano, filial del IOR presidida por Roberto Calvi, protagonizó una estruendosa quiebra en 1982; es bien conocido que Sindona fue envenenado en la cárcel y que Calvi apareció «suicidado» bajo un puente de Londres. En lo tocante al dinero, el Vaticano mantiene una tradición muy italiana: abunda en líos, misterios, zonas oscuras y muertes sospechosísimas.

Una muerte que suscitó todo tipo de teorías conspirativas fue la de Juan Pablo I, fallecido en su dormitorio el 28 de septiembre de 1978, tras sólo un mes como sumo pontífice. Albino Luciani había despertado enormes esperanzas. Eligió como lema la palabra «humildad», se negó a ser coronado con la tiara y, dicen, planeaba acabar con las corruptelas económicas. Como obispo de Venecia ya se había declarado enemigo del obispo estadounidense Paul Marcinkus, el matón que manejaba el IOR. Si existe una teoría conspirativa con todos los elementos para resultar creíble, es la del asesinato del papa Luciani. Habrán visto
El Padrino III
, supongo.

Pese a todo, yo no creo que fuera asesinado. Creo que le falló el corazón, como dice la versión oficial, aunque no se realizara autopsia de su cadáver. Ocurre que, en una de sus frecuentes chapuzas (no se les ocurra tragarse el bulo de la eficacia vaticana), los portavoces de la Santa Sede mintieron desde el principio. El cadáver de Juan Pablo I fue hallado, semidesnudo y descompuesto, por una monja. A los cerebros eclesiásticos les pareció inapropiado que un papa trabajara en calzoncillos a altas horas de la noche y que un elemento femenino apareciera por su dormitorio y hallara el cadáver, por lo que inventaron una historia según la cual Juan Pablo I murió pacíficamente durante el sueño y fue encontrado por su secretario, el irlandés John Magee. Si mintieron en algo tan sencillo, podían haber mentido en lo demás. Pese a todo, insisto, yo no lo creo. Evidentemente, tampoco estoy seguro de que no existiera asesinato. Volvemos a lo de antes: el Vaticano está en Roma y funciona a la italiana. Hablamos de un país en el que aún se ignora quién organizó la masacre de Bolonia en 1980 (85 muertos), en la que fueron implicados, y condenados por entorpecer las investigaciones, dos agentes de los servicios secretos y el gran maestre de la Logia P-2, Licio Gelli; o quién mató al periodista Carmine Pecorelli (que investigaba, entre otros, al obispo Marcinkus) en 1979, un homicidio por el que fue condenado el ex primer ministro Giulio Andreotti, absuelto posteriormente por el Tribunal Supremo.

Paul Marcinkus dirigió el IOR desde 1971 hasta 1989, llegó a ser el «número tres» del Vaticano y gozó de una absoluta protección por parte de Juan Pablo II. Era un tipo duro y complicado, dicen que simpático en el trato personal. Suya es aquella frase espléndida: «La iglesia no se dirige con avemarias». Pasó sus últimos años en Arizona, jugando plácidamente al golf, y murió en 2006.

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