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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Roma (6 page)

BOOK: Historias de Roma
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Anna y el marqués se casaron en 1959. Resulta improbable que fueran felices en algún momento, aunque nunca se sabe. El marqués de Casati Stampa sólo disfrutaba del sexo por persona interpuesta: le gustaba que su esposa fornicara con jóvenes desconocidos, mientras él fotografiaba, filmaba y anotaba en su diario. Algunas de sus anotaciones: «En el mar con Anna. He inventado un nuevo juego. La he hecho rodar por la arena, luego he llamado a dos soldados de aviación y les he hecho limpiar con la lengua cada grano sobre su piel»; «Hoy Anna ha hecho el amor con un recluta, me ha costado treinta mil liras, pero ha valido la pena»; «Me gustas cuando estás en la cama con otro, siento que te amo aún más».

El marqués tomó más de mil quinientas fotografías de esos encuentros y de su esposa en poses más o menos pornográficas. Algunas de ellas pueden verse en internet.

La relación fue tirando hasta que Anna conoció a Massimo Minorenti, un joven fascista, medio matón, medio gigoló, que aspiraba a montar un club nocturno. Minorenti frecuentaba la Piazza Euclide, en el barrio del Parioli, lugar de reunión de las pandillas de ultraderecha. La vivienda romana de los marqueses estaba también en el Parioli, el barrio «noble» de la ciudad. Era un ático con sobreático y unos «jardines colgantes» en el número 9 de Via Puccini. Anna y Massimo empezaron a frecuentarse y se enamoraron. Por primera vez, Anna tenía un amante para ella sola, lejos de la mirada de su esposo. El marqués sabía que la marquesa frecuentaba al muchacho, y no le gustaba: «Anna ha invitado a cenar a su amor con un amigo, me lo ha contado, pero creo que me oculta el habitual ochenta por ciento; qué lástima», escribió en su diario.

Anna era consciente de que el marqués soportaba cada vez peor sus amoríos con Massimo. El verano de 1970 fue tormentoso: Anna seguía complaciendo al marqués y accediendo a los encuentros sexuales con desconocidos, mientras mantenía con Massimo una correspondencia llena de suspiros y procuraba citarse con él en cuanto tenía ocasión. El 27 de agosto, el marqués se fue a cazar después de documentar gráficamente un revolcón de Anna con un recluta en Fiumicino. El 29 llamó a su esposa y ésta le comentó que esa noche cenaba en el piso de Roma con Massimo y otros amigos. El marqués, celoso, amenazó con regresar y matarla. Anna y Massimo se refugiaron en casa de un conocido, pero el marqués les convenció para que volvieran al piso. Les dijo que deseaba hablar y aclarar las cosas.

Al día siguiente, 30 de agosto, el marqués Casati Stampa esperaba a su mujer y al amante en uno de los salones de la residencia. Escribió una última nota, dirigida a Anna: «Muero porque no puedo soportar tu amor por otro hombre. Debo hacer esto que hago. Perdóname. Y ven a verme alguna vez». El marqués había decidido suicidarse con uno de sus rifles de caza. Pero, a juzgar por los acontecimientos, en cuanto llegaron Anna y Massimo cambió de planes: el primer disparo, con postas de cazar jabalíes, fue para ella, en el pecho; los dos siguientes fueron para Massimo, que intentó parapetarse tras una mesa, en el hombro y en el pecho; luego el marqués volvió hacia el cuerpo de Anna y le destrozó el rostro con un quinto disparo; por último, apoyó el rifle sobre una butaca y se disparó a sí mismo bajo la barbilla.

Cuando llegó la policía, los agentes se extrañaron de que sobre el tórax del cadáver de Anna se hubiera extendido una sustancia blanquecina. Era silicona. La marquesa fue una de las primeras mujeres en Italia en colocarse implantes en los senos.

¿Y Annamaria? La hija del marqués y de su primera esposa tenía entonces diecisiete años y estaba internada en un colegio suizo. Camillo Casati Stampa di Soncino había establecido en su testamento que toda su fortuna fuera para su esposa, Anna, y la familia de ella se apresuró a reclamar judicialmente los derechos de herencia. La familia Fallarino estaba asistida por un joven abogado calabrés, Cesare Previti, simpatizante del fascismo. Los tribunales establecieron rápidamente que Anna había muerto antes que su esposo y, por tanto, no había llegado a hacerse acreedora de la fortuna familiar. Todo quedó en manos de Annamaria, la hija. Inmediatamente, el emprendedor abogado Previti cambió de bando y ofreció sus servicios a la heredera, que, huérfana (su madre había fallecido años atrás) e inocente, le aceptó como tutor.

En cuanto alcanzó la mayoría de edad, a los veintiún años, Annamaria se fue a vivir a Brasil y dio instrucciones al abogado-tutor Cesare Previti para que liquidara el patrimonio inmobiliario. Estableció por escrito que la villa de Arcore debía venderse sin las valiosas colecciones de libros y pinturas, y sin la finca circundante. Poco después, Previti le comunicó que había encontrado un comprador dispuesto a pagar un precio «fabuloso» por la villa: quinientos millones de liras. El comprador, eso sí, exigía quedarse también con la biblioteca, la pinacoteca y los jardines. Annamaria aceptó. No sabía que quinientos millones de liras era lo que costaba un pisito. El pago de la casa se hizo a plazos y sin desembolsar una lira, sólo con acciones de filiales de la constructora Edilnord. Cuando la joven intentó venderlas, no encontró comprador y tuvo que ofrecérselas al nuevo propietario de la finca, quien pagó por ellas doscientos cincuenta millones de liras. Ése fue el precio final de una de las mansiones más espectaculares del norte de Italia. Previti le hizo otro «favor» a su presunta protegida: realizó el contrato de compraventa en escritura privada, por lo que durante los cinco años siguientes, hasta que se formalizó la escritura pública, Annamaria tuvo que pagar los impuestos que gravaban la propiedad.

En realidad, Cesare Previti no trabajaba para Annamaria, sino para el comprador, un empresario de la construcción llamado Silvio Berlusconi. En cuanto Berlusconi tuvo en sus manos la propiedad, la hipotecó por siete mil trescientos millones de liras, una suma un poco más próxima al valor real. Estableció en la finca de Arcore su residencia y contrató como secretario a un joven siciliano llamado Marcello dell'Utri. Este se estableció en Arcore y contrató a su vez como «mozo de caballerizas» a un tal Vittorio Mangano, que por entonces ya había sufrido condenas por estafa, extorsión y venta de artículos robados. Mangano pertenecía a la Cosa Nostra, lo sabía todo el mundo: era uno de los hombres de confianza del
capo
Pippo Caló. Después de dejar las caballerizas de Arcore cometió unos cuantos homicidios mafiosos por los que en 2000 fue condenado a cadena perpetua. Murió ese mismo año en la cárcel, por un tumor. En 2008, Berlusconi y Dell'Utri dijeron que Mangano había sido «un héroe».

Ya deben conocer, más o menos, la trayectoria de los protagonistas de esta historia.

Cesare Previti fue, con los años, abogado de Fininvest, el
holding
de Silvio Berlusconi, senador por Forza Italia y ministro de Defensa. Luego recibió varias condenas, entre ellas una a siete años de cárcel por corromper a un juez, pero sólo pasó unos días en prisión.

Marcello dell'Utri fue, con los años, socio de Berlusconi en Publitalia, fundador de Forza Italia y senador. Luego sufrió varias condenas, entre ellas una a nueve años de cárcel por cooperación con asociaciones mafiosas; a principios de 2010, sin embargo, sigue sin pisar la cárcel.

La historia del crimen del marqués Casati Stampa y del expolio al que fue sometida su hija retrata al Berlusconi treintañero, al joven e implacable magnate de la construcción. Otro bonito pasaje biográfico berlusconiano es el referido a la inspección fiscal a que fue sometida en 1979 la sociedad inmobiliaria Edilnord. Por entonces ya se hablaba, en los mentideros bancarios, de unos misteriosos cuatro mil millones de liras que habían engrosado el capital de Edilnord entre 1967 y 1975, y de otros diecisiete mil millones recibidos en 1977 como «préstamo» por Fininvest, el
holding
con el que Berlusconi controla sus numerosas empresas. Según
Il Cavaliere
, ese dinero se lo prestó su padre, ejecutivo de un banco, recién jubilado. Nadie se lo ha creído nunca, porque los ejecutivos de los bancos (y hablamos en este caso de un ejecutivo medio, un supervisor de sucursales) no se jubilaban en esa época con un cargamento de oro. ¿Conexiones mafiosas? No hay pruebas de ello. Sí hay indicios sospechosos: entre 1968 y 1975, los años cruciales en que Edilnord pasó de pequeña sociedad constructora a gigantesca promotora de Milano-2, un barrio entero con 10.500 viviendas, Berlusconi era, oficialmente, un simple asesor de su empresa. Según los registros, los propietarios eran una serie de personajes anónimos y sin patrimonio, simples hombres de paja.

Hablábamos de la inspección fiscal de 1979. El encargado de realizarla fue el abogado siciliano Massimo Maria Berruti, capitán de la Guardia de Finanzas. Berruti no encontró nada anormal en las sociedades de Berlusconi. Al año siguiente, 1980, fue detenido y acusado de varios delitos, entre ellos el de recibir sobornos de Berlusconi. Le cayó, por ese delito concreto, una condena de ocho meses de arresto. No fue un problema para Berruti, porque dejó la Guardia de Finanzas y al poco tiempo empezó a trabajar para Berlusconi: asesor de Finivest, directivo del Milan desde que fue adquirido por
Il Cavaliere
en 1986 y diputado de Forza Italia desde 1996 hasta hoy.

Berlusconi, sin embargo, no es sólo un tiburón de las finanzas, un magnate que corrompe jueces y paga lo que haga falta para estar por encima de la ley. También es un empresario eficiente. Los habitantes de Milano-2, su primera gran promoción, están encantados con la calidad de sus viviendas, con lo mucho que se han revalorizado y con las abundantes zonas verdes de la urbanización; en cada elección, Milano-2 vota masivamente por Berlusconi. Los aficionados del Milan tampoco pueden quejarse: con Berlusconi como propietario han ganado cinco copas de Europa y disfrutaron, entre 1988 y 1994, de un equipo, el dirigido por Arrigo Sacchi, con Van Basten, Baresi, Rijkaard, Gullit, etcétera, que en ese momento no tuvo rival en el mundo. Algo parecido puede decirse de las decenas de miles de empleados de Berlusconi, porque
Il Cavaliere
suele pagar bien y hace lo posible por evitar despidos. Sus empresas, por la vía legal o la ilegal, ganan dinero.

Cuando llegué a Italia, uno de mis primeros objetivos consistía, evidentemente, en conocer a Berlusconi. No tuve que hacer nada: fue
Il Cavaliere
quien se puso en contacto conmigo. No él en persona, claro, sino un emisario. Me correspondió Alain Elkann, un escritor culto, guapo y elegante que me recuerda, en cierta forma, a Solal, el personaje de Albert Cohen en
Bella del señor
, y que me cae simpático. Elkann es un tipo singular, hijo de un directivo de Christian Dior que presidió la comunidad judía de París y de una rica heredera turinesa, y sobrino de un banquero judío que fue fascista, antisionista y amigo de Mussolini y, pese a ello, acabó asesinado, junto a su mujer y sus hijos, por las tropas nazis. Elkann se casó en 1975 con Margherita Agnelli, hija de Gianni Agnelli, presidente y propietario de Fiat, y tuvo tres hijos con ella: John, Lapo y Ginevra. El joven John es ahora presidente de Ifil, la sociedad patrimonial de la familia Agnelli, y heredero del imperio Fiat. Alain Elkann es, por tanto, un hombre con excelentes conexiones familiares.

Elkann me invitó a comer en un pequeño restaurante de la Piazza de San Ignazio, cerca de la sede del Ministerio de Cultura, donde ostentaba un cargo discreto que compatibilizaba con la dirección del Museo de Antigüedades Egipcias en Turín. No voy a revelar la conversación, porque el
off the record
rige para siempre, pero su argumento a favor de Berlusconi fue el que más escuché después entre sus seguidores: la alternativa a
Il Cavaliere
, la izquierda, resultaba mucho más temible. Hubo ocasión de comprobarlo entre 2006 y 2008, cuando gobernó una amplia coalición de izquierda dirigida por Romano Prodi. Esos dos años, en los que Prodi tuvo que lidiar con ministros que no sentían reparo en manifestarse los fines de semana contra el Gobierno del que formaban parte, con una mayoría parlamentaria incapaz de ponerse de acuerdo consigo misma y con su propia incapacidad para dirigir el país, fueron un desastre. Un desastre más decente que cualquiera de los protagonizados por Berlusconi, entiéndase, pero tan ineficiente que daba angustia verlo.

Elkann me ofreció una entrevista con Silvio Berlusconi, que entonces presidía el Gobierno, pero con una condición: que el resultado fuera «positivo». No hubo acuerdo, y nunca tuve una entrevista con Berlusconi. Pero sí comí con él de vez en cuando, en compañía de otros periodistas, y comprobé que se trata de un hombre personalmente simpático y deseoso de agradar, en algunos momentos dotado de una vis cómica casi irresistible.

Una vez escribí un reportaje sobre Vila Certosa, la residencia de Berlusconi en Cerdeña, más tarde célebre por las fotos que reflejaban presuntas orgías junto a una de las piscinas. Vila Certosa tiene un anfiteatro griego, muchas piscinas, un volcán artificial que funciona con mando a distancia y que atormenta a los bomberos de la isla (cada vez que entra en erupción, algún vecino remoto lo confunde con un incendio forestal), una de las mejores colecciones mundiales de cactus, repartidores de pizza y helados y otras amenidades similares. En 2004, a Berlusconi le apeteció incorporar una entrada secreta para sus barcos, un túnel inspirado en las fabulosas residencias marítimas de los malvados de las películas de James Bond, y conté la novedad. Paolo Bonaiuti, portavoz de Berlusconi, me telefoneó muy irritado y me acusó de poner en peligro la seguridad del presidente del Gobierno. Tras unos cuantos gritos, me invitó a comer al día siguiente. Las cosas berlusconianas suelen acabar así, con una invitación a comer y con veladas ofertas de cooperación. Cuando esa cooperación no se acepta, como fue mi caso (yo era un corresponsal extranjero y no necesitaba hacer carrera en Italia, lo que me permitía no sentir siquiera tentaciones), tampoco pasa nada: vuelve a ofrecerse más adelante. Casi todo el mundo acaba aceptando algún tipo de «cooperación amistosa» con dinero o favores de por medio. Berlusconi no ve a sus enemigos como enemigos, sino como futuros socios. Conoce el precio de la gente.

Desde el extranjero no suele comprenderse el éxito político de Silvio Berlusconi. Hay que remontarse muy atrás, al pasado lejano, para hablar del presente. Por ejemplo, a la inexistencia de Italia hasta 1870 y a una tradición política amasada con el poder teocrático del papa, que ejercía el mando a través de pactos inestables con los imperios continentales, España y Francia al principio, Francia y Austria más tarde. La interiorización de esos arreglos queda expresada en una popular frase romana:
«Francia o Spagna, purché se magna»
. Que viene a decir: Francia o España, da igual con tal de que se coma. El poder, por tanto, se ve como algo transitorio y completamente ajeno.

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