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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas

BOOK: Indias Blancas
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Corre el año 1873 y la sociedad porteña se consolida alrededor de las familias con apellidos ilustres. Laura Escalante, hija de un general de la Nación, es una bellísima joven con ideas claras y fuertes convicciones. Cuando viaja a Córdoba para atender a su hermano enfermo, conoce al indio ranquel Nahueltruz Guor y su vida cambia para siempre. Un amor irrefrenable, enfrentado a todos y a todo, incluso a ellos mismos, los hace transitar años dolorosos, llenos de aventuras, desencuentros y acción, en el marco de la épica lucha entre indios y blancos que ha definido nuestro país desde entonces.

Florencia Bonelli
, con maestría narrativa y un profundo conocimiento de la historia argentina, ofrece en
Indias blancas
un relato de amor apasionado, donde indios, blancos y mujeres cautivas entretejen una trama que perdura para siempre en la mente del lector.

Florencia Bonelli

Indias blancas

ePUB v1.0

GONZALEZ
16.09.11

© 2005, Florencia Bonelli

© 2005, Editorial Sudamericana S.A.

bajo el sello Plaza & Janes Editores

ISBN 950-644-065-4

Impreso en Argentina

A María, la madre de mi Señor.

Mi refugio, mi consuelo, mi auxilio.

A su sobrino Judas Tadeo,

al que llaman patrono

de las causas difíciles y desesperadas.

Ya lo creo que lo es.

A mi sobrino Tomás.

Tan cerca de ellos,

tan pendiente de nosotros.

Yo no soy huinca, capitán, hace tiempo lo fui.

Deje que vuelva para el Sur, déjeme ir allí.

Mi nombre casi lo olvidé: Dorotea Bazán.

Yo no soy huinca, india soy, por amor, capitán.

Me falta el aire pampa y el olor de los ranqueles campamentos,

en ese imperio de gramillas, cuero y sol.

Usted se asombra, capitán, que me quiera volver,

un alarido de malón me reclama la piel.

Yo me hice india y ahora estoy más cautiva que ayer.

Quiero quedarme en el dolor de mi gente ranquel.

Yo no soy huinca, capitán, hace tiempo lo fui.

Deje que vuelva para el Sur, déjeme ir allí.

Dorotea, la cautiva

de
FÉLIX LUNA

Árbol genealógico de la Familia Montes

CAPÍTULO I.

Una voluntad poderosa

La tarde que Laura Escalante recibió el telegrama del padre Donatti no pudo evitar que su madre, sus tías y su abuela se enteraran. Incluso debió leerlo en voz alta. «AGUSTÍN GRAVE. CARBUNCO. AVISA GENERAL ESCALANTE. PADRE DONATTI.» El sacerdote lo había despachado en la villa del Río Cuarto, donde se hallaba el convento franciscano en el cual él y Agustín vivían desde hacía casi cinco años.

Las cuatro mujeres permanecieron calladas, mientras Laura repasaba las líneas en silencio. Al levantar la vista, descubrió el semblante fosco de su madre, ese ceño que conocía bien y que le dio a entender que olvidara lo que acababa de ocurrírsele.

—El carbunco es muy contagioso —informó tía Soledad.

—Y en ciertos casos, mortal —agregó tía Dolores, con aire de pitonisa en oráculo.

—No irás a verlo —expresó Magdalena, la madre de Laura.

—¿Es que se te había cruzado la idea por la cabeza? —preguntó la abuela Ignacia, con ese acento madrileño que, después de casi cincuenta años en Buenos Aires, no perdía por orgullo.

—Agustín es mi hermano —tentó la muchacha.

—Medio hermano —arremetió Soledad.

—E hijo de una cualquiera —completó Dolores.

—Bueno, bueno —terció Magdalena, que prefería no recordar a la primera mujer de su esposo ni siquiera para denostarla; ya suficiente tenía ella con sus celos y rencores—. Lo cierto es que no irás, yo no puedo acompañarte y tú sola no pones un pie fuera de esta casa.

En otra ocasión Laura habría comenzado un pleito, pocas cosas la estimulaban tanto como polemizar con “el cuarteto de brujas”, apodo que María Pancha, la criada, usaba para referirse a las patronas mayores. Esta vez, el desánimo por la noticia de la enfermedad de Agustín la guió al interior de la casona sumisa y silente, con los ojos cálidos y la boca trémula. Las mujeres la contemplaron partir y luego retomaron sus bordados.

—¿Quién le avisará a Escalante? —habló Soledad, que se animó a expresar lo que las otras no.

Las miradas se posaron en Magdalena, que siguió afanada en su labor de encaje a bolillo.

—Hace años que Escalante no habla con su hijo —expresó a modo de excusa y sin levantar la vista—. Desde que Agustín tomó los hábitos —añadió, como si sus hermanas y su madre no lo supieran.

—¡Qué hombre tan impío! —soltó Ignacia, expresión que siempre usaba para manifestar la aversión por su yerno. En otros tiempos no había sido así, pero de eso hacía muchos años.

—Si estuviese tía Carolita ella podría escribirle —aportó en vano Soledad, pues tía Carolita se hallaba en París y no regresaría en varios meses.

Ninguna volvió a hablar. Se concentraron en los trabajos de pasamanería, encaje y bordado que les tomaban gran parte de la tarde y que María Pancha vendería al día siguiente en la Recova antes de ir al Fuerte a ofrecer a los soldados sus confituras y pasteles. Quienes comprasen los primorosos entredós, los encantadores cuellos con terminación de puntilla o los alamares para embellecer los trajes militares pensarían en la habilidosa negra María Pancha como la autora de tan delicados labores, pues revelar que las mujeres de la familia Montes trabajaban para sostenerse resultaba inadmisible.

Laura escribía con celeridad en el tocador de su dormitorio. Nada quedaba del semblante compungido de momentos atrás. Poco había bastado para que se le ocurriese una idea y se disponía a llevarla a cabo. Siempre se salía con la suya, como decía a menudo la abuela Ignacia.

María Pancha entró en el dormitorio de Laura y cerró la puerta con sigilo. Sabía lo del telegrama, por eso había llorado. La negra quería y respetaba a pocas personas, pero a Agustín Escalante, lo adoraba. Era su hijo, aunque no lo hubiese parido, porque, junto a la señora Carolina, lo había criado como propio. Se acordaba como si fuese ayer de la primera vez que lo había sostenido en brazos, recién nacido, o la ocasión del primer baño, o la de los primeros pasos en el solado de la casa de Córdoba. Recordó también la vez que, siendo un niño de cuatro años, tropezó y se cortó el mentón. Aunque asustado por la sangre, se había comportado valientemente y no había llorado mientras ella lo curaba con agua de Alibour. A los ojos de la negra, Agustín Escalante carecía de defectos. Se trataba de un ser noble, dulce y generoso, y al mismo tiempo sagaz y determinado. Y ahora le decían que estaba muriendo. La vida no podía ensañarse una vez más con su niño, no con alguien como él. Se cubrió el rostro y se puso a llorar de nuevo.

Laura se acomodó junto a María Pancha y le pasó el brazo por los hombros. Conocía el amor incondicional que la mujer le profesaba a su hermano. Ella misma lo quería entrañablemente. Agustín encarnaba una especie de héroe de cuentos a quien recurría en cualquier adversidad y que siempre la salvaba. La había encubierto en sus travesuras de niña o defendido de la ira de su madre, le había hecho más llevaderas las penitencias, regalado golosinas que Magdalena jamás habría consentido que comiese, prestado libros a los que ella no tenía acceso y enseñado a decir frases en latín. Los domingos, después de misa, la llevaba de paseo a la plaza y la mostraba con orgullo a sus amigos, que le habían tomado cariño, pues era una niña muy bonita y ocurrente.

Una tarde Agustín dejó la casa paterna en Córdoba y se confinó en el convento de San Francisco. Por algún tiempo no recibió a nadie en su celda y sólo se comunicaba por escrito con María Pancha. Laura creyó que su hermano había dejado de quererla y se apagó como un pabilo frente al viento, casi no comía y merodeaba por la casa sin saber qué hacer ni adonde estar. No era ella misma, le faltaba una parte fundamental de sí, su hermano mayor. Experimentó el repentino abandono de Agustín como una traición y, en un arrebato de llanto y furia, le dijo a María Pancha que lo odiaba. Al día siguiente, la criada le anunció que Agustín deseaba verla, y a Laura volvieron a brillarle los ojos.

Debieron ir a escondidas al convento, porque el padre de Laura, José Vicente Escalante, había decretado que Agustín ya no era hijo suyo y que nadie de la familia volvería a tener tratos con él. Laura nunca había sido una niña obediente, y recibió esa orden con indiferencia. Durante una siesta, ella y María Pancha se escabulleron por el portón de mulas y corrieron hasta el convento, distante sólo pocas cuadras.

Las recibió el padre Donatti, confesor y amigo de Agustín, e hizo una excepción al permitirle a la pequeña encontrarse con su hermano. Lo aguardaron en el patio de la iglesia donde tantas veces Laura había jugado mientras su madre se confesaba con el padre Donatti. El convento de San Francisco era sólido y sobrio, y carecía absolutamente de aparatosidad y boato. El pórtico que daba al jardín tenía incluso las columnatas con la pintura descascarada y faltaban algunas tejas en la cornisa, como una encía sin dientes. Solía ir al convento con buena disposición; ese día, sin embargo, a Laura se le antojó que aquel recinto silencioso y simple había perdido el encanto de ocasiones anteriores, cuando el sol daba de lleno sobre el empedrado y las ramas de los jacarandaes parecían guirnaldas. Ese día estaba nublado y las flores eran un pegote sobre los adoquines. Su hermano se había vuelto loco al cambiar ese sitio por la comodidad y el lujo de su hogar. Cierto que Agustín nunca había mostrado mayor inclinación por las riquezas y el poder del respetado general José Vicente Escalante; más bien se complacía en cuestiones que nada tenían que ver con los negocios del padre, lo que había erigido un muro entre ellos, una distancia y una frialdad que incluso Laura, en su corta edad, había notado.

Agustín las recibió en una sala pequeña desprovista de mobiliario y adornos, sólo una banqueta larga donde se sentaron los tres muy juntos. Laura se aferraba a la cintura de Agustín y lloraba a pesar de que se había propuesto no hacerlo. Su hermano había perdido peso, tenía la expresión más saturnina que de costumbre y se estaba dejando crecer la barba. Vestía una túnica de tela basta, color marrón, y sandalias.

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