James Potter y la Encrucijada de los Mayores

BOOK: James Potter y la Encrucijada de los Mayores
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Es muy difícil ser el hijo de una leyenda, y para James Potter, el hijo de El Chico que Vivió, el primer año en Hogwarts se presenta más difícil que para la mayoría. En el coleguio de magia James conocerá a nuevos amigos y tendrá que enfrentarse a un desafío cuando sorprende a un intruso muggle en los terrenos del colegio, aunque nadie parece creerle porque ¿cómo iba a conseguir un simple muggle colarse en Hogwarts? Eso, junto con la llegada a Hogwarts de una delegación de profesores y alumnos de la escuela americana Alma Aleron a los que rodea una conspiración que pretende acabar con las leyes de secretismo, que impiden que los muggles conozcan el mundo mágico harán de este primer curso de James toda una aventura.

Para continuar la serie de Harry Potter, muchos fans han escrito sus propias continuaciones, pero quizá la mejor secuela es, James Potter and the Hall of Elders' Crossing, titulado en español James Potter y La Encrucijada de los Mayores. Este fan fic escrito por G. Norman Lippert, llamó tanto la atención de los fans ingleses que comenzó a mencionarse en la prensa, temiendo el autor la posibilidad de tener problemas legales por los derechos de autor, afortunadamente Jk Rowling dió su consentimiento. La tradución desde el inglés está realizada por el equipo LLL.

George Norman Lippert

James Potter y la encrucijada de los mayores

(James Potter - 01)

ePUB v1.0

betatron
03.08.11

Título original:
James Potter and the Hall of Elders' Crossing

©2008, G. Norman Lippert

Traducción: Grupo LLL

Tengo una silla alta de marfil para sentarme,

Casi como la silla de mi padre, que es un trono de marfil.

Allí me siento alto y erguido, allí me siento solo.

—Christina Rossetti.

Prólogo

El señor Gris se asomó por la esquina y contempló el pasillo que se extendía hacia el tenue infinito, salpicado con globos flotantes de luz plateada. Se había percatado de que los globos eran pantanos de fuego, encapsulados en un encantamiento de bucle temporal de forma que resultaran inextinguibles. Nunca había oído hablar de un pantano de fuego, y mucho menos de un encantamiento de bucle temporal, pero de igual modo el señor Gris nunca había estado en un lugar parecido a Sala de los Misterios. Se estremeció.

—No veo a nadie —susurró a las dos siluetas que estaban detrás de él—. No hay puertas ni cerraduras, nada. ¿Creéis que quizás utilicen barreras invisibles o algo así?

—No —respondió gravemente una voz—. Se nos dijo exactamente donde estaban los dispositivos de seguridad, ¿verdad? Esta sección está limpia. El centinela es lo único que debe preocuparnos. Si no lo ves, adelante.

El señor Gris arrastró los pies.

—Sé lo que se nos dijo, pero tengo un mal presentimiento, Bistle. Tengo un sexto sentido para estas cosas. Mi mamá siempre me lo decía.

—No me llames Bistle, estúpido medio lelo —dijo la voz grave, que pertenecía a un extraño duende grisáceo con camisa negra y pantalones largos—. Cuando estamos trabajando soy el señor Bermellón. Me cago en tu sexto sentido. Es sólo que eres un pedazo de cobarde cuando estás en un lugar desconocido. Cuanto antes terminemos, antes volveremos a la guarida para celebrarlo.

La tercera figura, un hombre alto, viejo y con una barba de chivo blanca y puntiaguda pasó al señor Bermellón y avanzó con indiferencia dirigiéndose pasillo abajo, examinando las puertas.

—¿Ves cómo lo hace el señor Rosa? —dijo el señor Bermellón, siguiéndolo de cerca y mirando alrededor atentamente—. Sabe confiar en su información, así es. Sin centinela, sin problemas. ¿Y bien, señor Rosa?

El señor Gris se arrastró tras el señor Bermellón, frunciendo el ceño ampliamente y observando las misteriosas puertas. Había cientos... tal vez miles de ellas a lo largo del interminable corredor. Ninguna poseía nombres o marcas de ningún tipo. A la cabeza, se podía oír al señor Rosa contando suavemente por lo bajo.

—¿Por qué tengo que ser el señor Gris? —dijo Gris petulantemente—. A nadie le gusta el gris. Además casi ni es un color en absoluto.

El duende lo ignoró. Después de varios minutos, el señor Rosa dejó de caminar. Los señores Bermellón y Gris se detuvieron detrás de él, mirando alrededor con las cejas fruncidas.

—Este no puede ser el lugar, señor Rosa —dijo el duende—. No hay puertas en esta sección. ¿Estás seguro de que has contado bien?

—He contado bien —dijo el señor Rosa. Miró fijamente al suelo, y a continuación arañó una sección de baldosas de mármol con el pie. Se oyó un chasquido en la esquina de una de las baldosas.

El señor Rosa gruñó y se arrodilló. Comprobó la esquina rota con un dedo. Asintió para sí mismo, luego enganchó el dedo en el agujero y dio un tirón. Una sección rectangular del alicatado del suelo se levantó, abriéndose ante el tirón del dedo del señor Rosa. Hizo fuerza y el trozo rectangular del suelo se deslizó hacia arriba, como un largo cajón vertical, alzándose con un irritante estruendo hasta que tocó el techo. Se estremeció hasta colocarse completamente en su lugar. Era tan ancho y alto como una puerta, pero sólo de unos cuantos centímetros de espesor. El señor Gris se asomó por el otro lado del cajón y pudo observar el interminable pasillo de la Sala de los Misterios extendiéndose tras él.

—¿Cómo sabías que estaba ahí? —exigió el señor Bermellón, atravesando con su mirada al señor Rosa.

—Ella me lo dijo —respondió el señor Rosa, encogiéndose de hombros.

—¿De veras, eso hizo? ¿Hay algo más que sepas y que no nos hayas contado aún?

—Sólo lo suficiente para sacarnos de aquí —replicó el señor Rosa—. Tú eres el experto en cerraduras, el señor Gris es la fuerza bruta, y yo soy el guía. Todos sabemos lo que necesitamos saber, y nada más.

—Ya, ya, lo recuerdo —se quejó el duende—. Déjame ponerme con eso, entonces, ¿no?

El señor Rosa se hizo a un lado mientras el señor Bermellón se acercaba a la misteriosa losa de piedra. La estudió cuidadosamente, entrecerrando los ojos y murmurando. Puso una de sus enormes orejas contra la piedra y golpeó aquí y allá. Por último, buscó en el bolsillo de su camisa negra y sacó un complicado dispositivo con docenas de lazos de latón. Desdobló uno y observó a través de él la losa de piedra.

—Apenas merece el esfuerzo, la verdad —murmuró—. Es una cerradura homunculus. Sólo se abre cuando se presentan un conjunto preestablecido de circunstancias. Podría ser que sólo se abriera cuando una muchacha pelirroja cante el himno nacional de Atlantis a las tres en punto de un jueves. O cuando la luz de la puesta de sol se refleje desde un espejo agrietado sobre el ojo de una cabra. O cuando el señor Gris atrape a una salamandra púrpura. Vi algunas buenas circunstancias homunculus en mis tiempos, sí.

—¿Esta es buena entonces? —preguntó el señor Gris más bien con optimismo.

El duende sonrió abiertamente, mostrando un montón de minúsculos dientes puntiagudos.

—Es como dice el señor Rosa, ¿no? Todos sabemos lo que necesitamos saber para completar el trabajo. —Buscó en otro bolsillo y sacó un minúsculo frasco de cristal lleno de un polvo rojo. Con cuidado, el duende descorchó el frasco y regó el contenido en el suelo ante la losa de piedra. El polvo se arremolinó y giró mientras caía, de modo que cuando tocó el suelo, formó un antinatural patrón regular. El señor Gris bajó la mirada y vio que había tomado la forma de una mano esquelética con un dedo apuntando hacia la losa.

El señor Bermellón sacó una pequeña herramienta de latón y murmuró, "
Acculumos
". Un estrecho haz de luz verdosa brilló saliendo del extremo del aparato. El duende se agachó y tendió cuidadosamente la herramienta en la mano huesuda, de modo que la luz apuntó en el ángulo exacto que señalaba el dedo esquelético.

El señor Gris jadeó y dio un paso hacia atrás. Vio que la cuidadosamente arreglada luz del instrumento del Señor Bermellón sobre la superficie áspera de piedra de la losa no había sido colocada de forma aleatoria. El juego de luces y sombras revelaba un grabado adornado de un esqueleto sonriente rodeado por una danza de formas traviesas. La mano derecha del esqueleto estaba extendida, formando algo parecido al picaporte de una puerta. La mano izquierda faltaba, y el señor Rosa se estremeció una vez más, consciente de que esa mano era la que formaba el polvo rojo en el suelo.

—Es una danza macabra —dijo el señor Bermellón estudiando el grabado—. La danza de la muerte. Revelada con sangre de dragón pulverizada y la luz de una caverna. Sí, esta es buena, Gris.

—¿Se puede abrir entonces? — preguntó el señor Rosa enérgicamente.

—Nunca estuvo cerrada —respondió el duende—. Simplemente teníamos que saber dónde agarrar. Siéntete libre de hacer los honores, señor Rosa.

El hombre alto y barbudo se acercó a la losa, cuidando de no bloquear la luz verdosa. Extendió la mano y la cerró alrededor del puño esquelético extendido del grabado. Lo giró, produciendo un suave y chirriante chasquido. La forma grabada de la puerta se abrió hacia adentro, revelando un gran espacio oscuro y un sonido de agua que goteaba en la distancia. Un aire frió salió por la abertura, llenando el pasillo y haciendo ondular la camisa negra del señor Bermellón. El señor Gris tembló cuando el sudor de su frente se enfrió.

—¿Adónde lleva esto? Ese espacio ni siquiera está aquí, ya sabéis lo que quiero decir.

—Por supuesto que no está aquí —respondió lacónicamente Bermellón, pero claramente también estaba afectado—. Es el depósito oculto. Nos hablaron de él, como de todo lo demás. Ahí es donde está el cofre. Vengan, no tenemos mucho tiempo.

El señor Rosa los condujo a través del umbral de la puerta, agachándose para pasar a través de él. Resultaba evidente por el olor y el eco de sus pasos que se encontraban en una profunda caverna. El señor Rosa sacó su varita y la iluminó, pero sólo reveló poco más que la brillante y húmeda roca bajo sus pies. La negrura absorbía la luz, y el señor Gris tenía la sensación de que se encontraban en un lugar tan profundo que nunca había visto la luz del sol. Un áspero y mohoso frío presionaba sus pieles, haciéndolos temblar tras la calidez del pasillo. El señor Gris echó un vistazo atrás y solo pudo ver la forma de la puerta que habían dejado tras ellos. Brillaba intensamente como una columna de la luz plateada, casi como si se tratara de un espejismo.

—¿D... dónde creéis que estamos? —preguntó.

—Una bolsa de aire en una caverna bajo el océano Atlántico —contestó el señor Rosa, todavía caminando.

—Bajo... —dijo débilmente el señor Gris, después tragó saliva—. Tengo un mal presentimiento sobre esto. De verdad muy malo. Quiero regresar, Bistle.

—No me llames Bistle —dijo el duende automáticamente.

—¿De todos modos, qué hay en ese cofre? —gimió el señor Gris—. Más vale que tenga mucho valor. No puedo pensar en nada digno de venir a un sitio como este.

—Nunca te ha importado eso —dijo el señor Bermellón bruscamente—. Es más de lo que nunca habías soñado. Con esto nunca más tendremos que trabajar. No más estafas insignificantes ni atracos a media noche. Una vez nos hagamos con el cofre, estaremos bien puestos.

—Pero, ¿qué hay en él? —insistió el señor Gris—. ¿Qué hay en el cofre?

—Bueno, tendremos que esperar a verlo, ¿verdad?

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