Jesús me quiere (3 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Jesús me quiere
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* * *

—¿Qué miras tan pensativa? —preguntó Kata.

No pensaba hablarle del tumor porque, como era comprensible, Kata no soportaba que su enfermedad me pusiera siempre más triste a mí que a ella. Me levanté del banco y emprendí el camino de vuelta.

—¿No corremos más? —preguntó.

—Prefiero adelgazar poniéndome a dieta.

—¿Por qué quieres adelgazar? —preguntó Kata—. Siempre dices que Sven te quiere tal como eres.

—Sven sí, pero yo no —contesté.

—Y ¿qué? ¿Tendréis hijos pronto? —preguntó Kata, aparentemente a la ligera.

—Hay tiempo —respondí.

Kata me miró de refilón como siempre que quería ir a parar a algo.

—Mira, por ahí nada un cisne negro —dije, intentando cambiar de tema con poca gracia.

—Con Marc siempre quisiste tener hijos —apuntó Kata, que nunca me dejaba cambiar de tema cuando yo quería.

—Sven no es Marc.

—Por eso te lo pregunto —dijo Kata, seria—. Querías tanto a Marc, que a las dos semanas de salir con él ya me anunciaste el nombre de las dos criaturas que tendrías con él. Mareike y…

—… Maja —completé en voz baja. Siempre quise tener dos hijas que se llevaran tan bien como Kata y yo.

—¿Y qué pasa ahora con Mareike y Maja? —preguntó Kata.

—Quiero disfrutar un tiempo de la vida en pareja —respondí—, las mocosas tendrán que esperar con paciencia hasta que puedan destrozarme los nervios.

—¿Tiene algo que ver Sven con eso? —Kata no aflojaba.

—¡Tonterías! —dijo ella, protestando demasiado alto.

Kata sonrió burlona, pero luego dejó de chincharme con el tema.

Confundida, me pregunté si realmente había protestado demasiado alto. ¿Quizás no quería tener hijos?

Capítulo 5

Entretanto

Mientras Marie y Kata se alejaban del lago de Malente, el cisne negro nadó hasta la orilla. Anduvo como un pato sobre los guijarros que lo separaban del camino que bordeaba la orilla, se sacudió las plumas húmedas y… se transformó en George Clooney.

Clooney se pasó la mano por el pelo brillante y seco, se alisó el elegante traje negro que llevaba y se sentó en el banco a la sombra donde acababan de descansar las dos hermanas. Estuvo sentado un rato, esperando algo. O a alguien. Mientras tanto se dedicó a tirar castañas a los patos del lago, con tanta fuerza y puntería que unos cuantos quedaron K.O. y se ahogaron. Pero ese pequeño divertimento no consiguió alegrar al hombre. Estaba cansado. Estaba quemado. ¡Maldito último siglo!

Antes las cosas funcionaban, pero últimamente ya podía esforzarse, ya, que los hombres siempre eran muchísimo mejores a la hora de convertir el mundo en un infierno que él, Satanás.

Sí, claro, él también había puesto en práctica algunas buenas ideas para martirizar a la gente: el neoliberalismo, los
reality-shows
, los Modern Talking (de cuya canción
Cheri, Cheri Lady
, estaba muy orgulloso), pero no había manera de ponerse a su altura. Con su estúpido libre albedrío, los humanos eran demasiado creativos.

—Cuánto tiempo sin vernos —dijo de repente una voz detrás de él.

Satanás se dio la vuelta y vio… al pastor Gabriel.

—Hace casi seis mil años —replicó Satanás—, cuando me expulsaron del cielo. O mejor dicho, me despeñaron.

Gabriel asintió.

—Eran buenos tiempos.

—Sí que lo eran —asintió Satanás.

Los dos se sonrieron como dos hombres que una vez fueron amigos y que, en el fondo de sus corazones, lamentaban no seguir siéndolo.

—Pareces cansado —dijo Satanás.

—Gracias, igualmente —contestó Gabriel.

Los dos se sonrieron más abiertamente.

—Bueno, ¿y a qué viene este encuentro? —quiso saber Satanás.

—Tengo que darte un recado de parte de Dios —respondió Gabriel.

—¿De qué se trata?

—El Juicio Final es inminente.

Satanás caviló un momento; luego suspiró con alivio.

—Ya iba siendo hora.

Capítulo 6

Nuestra boda empezó como la de muchas otras parejas: con un ataque de nervios de intensidad media por parte de la novia. Yo estaba temblando en la puerta de la iglesia, donde me esperaban los invitados. En realidad, todo era casi tan perfecto como siempre había deseado: los bancos de la iglesia estaban llenos, todos admirarían mi fantástico vestido blanco, en el que cabía perfectamente porque había conseguido perder tres kilos. Pero lo mejor era que ¡nos habíamos saltado la boda civil! Así pues, daría el sí de la manera más romántica en la iglesia, y los del registro civil lo certificarían después oficialmente. Lo dicho, casi todo era perfecto. Sólo había un problema: mi padre se negó a acompañar a la novia.

—No tendrías que haber insultado a Swetlana con tanta dureza —me dijo Kata.

—No la he insultado con tanta dureza —repliqué con lágrimas en los ojos.

—La has llamado «lagarta de vodka».

—Vale, a lo mejor sí que la he insultado con demasiada dureza —admití.

* * *

Antes de subir al carruaje que me llevaría a la iglesia, me había propuesto firmemente mantenerme muy tranquila en mi primer encuentro con Swetlana. Pero cuando me topé con aquella mujer, maquilladísima pero guapa y elegante, tuve muy claro que le rompería el corazón a mi padre. ¡Una modelo no podía haberse enamorado de él! En mi imaginación vi a mi padre llorando de nuevo entre mis brazos. Y, como no podía soportar esa imagen, le pedí a Swetlana que se volviera a Bielorrusia. O que se perdiera en Siberia. Eso enfureció a mi padre. Me gritó. Yo intenté explicarle que se aprovecharía de él. Todavía me gritó más. Yo me sulfuré. Como yo me sulfuré, él se sulfuró. Y entonces se oyeron comentarios como «lagarta de vodka», «hija desagradecida» y «papá Viagra».

¿Por qué siempre hacemos daño a las personas a las que queremos proteger de sí mismas?

* * *

—Vamos —dijo Kata, me secó las lágrimas y me cogió de la mano—. Yo te llevaré.

Me abrió la puerta y el órgano empezó a sonar. Del brazo de mi hermana, entré en la preciosa iglesia lo más dignamente que pude y me dirigí al altar. A la mayoría de los invitados los había convidado Sven. Muchos eran parientes, y los otros eran amigos del club de fútbol, compañeros de trabajo del hospital, vecinos… De hecho, medio Malente estaba emparentado o era amigo de Sven. Yo no tenía ni muchísimo menos tantos amigos. De hecho, sólo tenía uno, que estaba sentado en la fila cinco: Michi estaba como un palillo, tenía el pelo revuelto y llevaba una camiseta con el eslogan: «La belleza está sobrevalorada».

Nos conocíamos del colegio. En aquella época, él pertenecía a una minoría de frikis: era monaguillo católico.

Michi todavía era el único creyente de verdad que yo conocía. Leía a diario la Biblia, de la que un día me dijo: «Marie, lo que dice la Biblia tiene que ser verdad. Las historias son tan pasadas de rosca que no se las puede haber inventado nadie».

Michi me hizo un gesto de ánimo y pude volver a sonreír. En la tercera fila vi a mi padre, y dejé de sonreír de golpe. Seguía muy enfadado conmigo, mientras Swetlana miraba desconcertada al suelo y probablemente se preguntaba qué entendíamos los alemanes por hospitalidad. Y por unión familiar.

En la primera fila, lejos de mi padre aposta, estaba sentaba mi madre, que, con el pelo corto y teñido de rojo, tenía cierto aire de presidenta de consejo de empresa. Se la veía mucho más vital que el día en que, vestida con un batín azul, se sentó a desayunar con Kata y conmigo y, con el semblante triste, nos dijo: «Voy a separarme de vuestro padre».

Nos quedamos conmocionadas y, esforzándose por ser suave, nos explicó que hacía tiempo que no quería a papá, que sólo había seguido con él por nosotras y que no podía continuar viviendo una mentira.

* * *

Ahora sé que dio el paso correcto. Por fin pudo hacer realidad el sueño de estudiar Psicología que mi padre siempre le había frustrado. Vivía en Hamburgo, donde tenía una consulta, precisamente para terapia de pareja, y estaba mucho, muchísimo más segura de sí misma que antes. Con todo, una parte de mí seguía deseando que mi madre hubiera continuado viviendo la mentira.

* * *

—El matrimonio es difícil —anunció con voz sonora el pastor Gabriel en el sermón—, pero lo demás es todavía más difícil.

No era exactamente un sermón de «qué-día-más-precioso-vamos-a-celebrarlo-y-disfrutarlo». Pero tampoco se podía esperar otra cosa del pastor Gabriel. Y me alegraba de que la charla no se centrara en la «gente que sólo usa mi iglesia para celebraciones».

Durante el sermón, Sven me miraba exultante de alegría. Tan exultante que yo no podía soportar no estar tan exultante como él, aunque me habría encantado estar muy exultante, y seguro que eso no se debía únicamente a que me sintiera confusa por la pelea con mi padre.

Me esforcé por parecer radiante. Pero, cuanto más me esforzaba, más tensa me ponía. Por mala conciencia hacia Sven, aparté la vista de él, paseé la mirada por la iglesia y me fijé en un crucifijo. Primero me vinieron a la cabeza las tonterías que decíamos de adolescentes en las clases de confirmación: «Eh, Jesús, ¿qué haces tú por aquí?», «Ya ves, Pablo, colgado como siempre».

Pero luego vi los puntos rojos en las manos, donde le habían clavado los clavos. Un escalofrío me recorrió la espalda. Crucificar a alguien, ¿qué brutalidad era ésa? ¿Quién se lo había inventado? ¡Un horror tan grande! Fuera quien fuera, su infancia tuvo que ser terrible.

¿Y Jesús? Él sabía lo que le esperaba. ¿Por qué se avino? Para redimirnos de nuestros pecados, claro. Fue un sacrificio impresionante en favor de la humanidad. Pero ¿tenía elección? ¿Pudo escoger si se sacrificaba? De hecho, ése era su destino, ya desde la cuna. Para eso lo había enviado su Padre al mundo. Pero ¿qué padre exige semejante sacrificio a su propio hijo? ¿Qué le habría dicho la Súper Nanny a ese padre? Probablemente: «Vete al rincón de pensar».

* * *

De repente me entró miedo: seguro que criticar a Dios en la iglesia no era una buena idea. Y menos aún en tu propia boda.

«Perdóname, Dios, por favor», le dije en mis pensamientos. «¿Por qué tuvo que sufrir Jesús tantos tormentos para morir? ¿Era realmente necesario? Lo que quiero decir es: ¿No podría haber muerto de otro modo y no crucificado? ¿De una manera más humana? ¿Quizás con un bebedizo?».

Por otro lado, pensé, si hubiera muerto con un bebedizo, en todas las iglesias habría copas colgadas en vez de cruces…

* * *

—¡Marie! —dijo el pastor Gabriel con voz penetrante.

Volví la vista hacia él, espantada.

—Sí, ¡aquí!

—Te he hecho una pregunta —dijo.

—Ya, ya… La he oído —mentí abochornada.

—¿Y qué, vas a contestarla?

—Sí, claro, ¿por qué no?

Miré a Sven, que estaba desconcertado. Luego desvié la mirada hacia la nave de la iglesia, vi la cara de perplejidad de todo el mundo y pensé cómo podría salir del atolladero, pero no se me ocurrió nada.

—Ejem, ¿cuál era la pregunta? —dije, confusa, dirigiéndome de nuevo a Gabriel.

—Que si quieres casarte con Sven.

Noté frío y calor. Fue uno de esos momentos en que preferirías entrar en coma.

Media iglesia se había echado a reír, la otra mitad estaba espantada y la sonrisa insegura de Sven se estaba convirtiendo en una mueca.

—Era una pequeña broma —aclaró Gabriel.

Respiré aliviada.

—Sólo te preguntaba si estás preparada para los votos matrimoniales.

—Perdone, estaba pensando —aclaré tímidamente.

—¿Y en qué pensabas?

—En Jesús —repliqué conforme a la verdad. Los detalles preferí guardármelos.

Gabriel se dio por satisfecho con la respuesta, los invitados también y Sven sonrió aliviado. Al parecer, no escuchar al pastor en tu boda a causa de Jesús no tenía nada de malo.

—Así pues, ¿empezamos con los votos? —preguntó Gabriel, y yo asentí.

De repente se hizo el silencio en la iglesia.

Gabriel se dirigió a Sven:

—Sven Harder, ¿quieres recibir a Marie Holzmann como esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así, amarla y respetarla todos los días de tu vida? Responde: sí, con la ayuda de Dios.

Sven tenía lágrimas en los ojos cuando contestó:

—Sí, con la ayuda de Dios.

Era increíble, realmente había un hombre que quería casarse conmigo. ¿Quién lo hubiera imaginado?

Gabriel se giró hacia mí, yo me puse muy nerviosa, me temblaban las piernas y estaba mareada.

—Marie Holzmann, ¿quieres recibir a Sven Harder como esposo, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida? Responde: sí, con la ayuda de Dios.

Comprendí que en aquel momento tenía que decir «Sí, con la ayuda de Dios». Pero, de repente, fui consciente de que «todos los días de tu vida» era mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Eso se lo habrían inventado cuando la esperanza de vida de los cristianos era de treinta años, antes de que murieran en sus cabañas de barro o fueran devorados por los leones en el Circo Máximo. Pero, ahora, ahora la esperanza de vida era de ochenta, de noventa años. Si la Medicina continuaba avanzando, seguro que acabaríamos llegando a los ciento veinte. Bueno, yo no tenía seguro privado, o sea que sólo llegaría a los ochenta, noventa años, pero, aun así, seguían siendo muchos años…

* * *

—¡Ejem, ejem! —carraspeó Gabriel, insistiendo.

Intenté ganar tiempo con un balbuceo emotivo. La gente pensaría que no podía pronunciar palabra porque estaba llorando de emoción. Entretanto, mi mirada se dirigió a la puerta. Me acordé de
El graduado
, donde Dustin Hoffman se llevaba a la novia de la iglesia, y me pregunté si Marc se habría enterado de mi boda y habría venido a Malente y se precipitaría ya mismo por la puerta… Ponerme a pensar en Marc en ese momento no podía ser una buena señal…

* * *

—Marie, éste es el momento en que tendrías que decir «sí» —explicó el pastor Gabriel en un tono ligeramente apremiante.

¡Como si yo no lo supiera!

Sven se mordía hipernervioso el labio.

Vi a mi madre entre la gente y me pregunté: «¿Acabaré con Sven igual que ella? ¿Anunciaré yo también algún día a mis hijas durante el desayuno “Lo siento, Mareike y Maja, hace mucho que no quiero a vuestro padre”?».

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