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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (10 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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Cuando Emma pasó delante de ellos dirigiéndose hacia la puerta y lanzando grandes volutas de humo, los centinelas gritaron: «¡Viva, viva! ¡Vivan los héroes de Lummerland!»

Pocos minutos más tarde los viajeros se hallaban ya en pleno «Bosque-de-las-mil-Maravillas». No era fácil encontrar, a través del bosque, un camino transitable para una locomotora, y un maquinista que no conociera su oficio tan bien como lo conocía Lucas, se hubiese atascado sin remedio.

El «Bosque-de-las-mil-Maravillas» era una enorme jungla salvaje de árboles de cristal multicolores, de enredaderas y flores extrañas. Y como todo era transparente se podía ver el gran número de animales raros que vivían allí.

Había mariposas grandes como sombrillas. Papagayos de colores que se movían, como acróbatas, por las ramas. Enormes tortugas con grandes bigotes en sus caras blancas, se arrastraban por entre las flores y por las hojas se paseaban caracoles rojos y azules, llevando a hombros sus casas de muchos pisos, muy parecidas a las casas de Ping con sus tejados de oro, aunque a escala reducida. A veces aparecían graciosas ardillas con unas orejas muy grandes que durante el día les servían de velas para navegar por el aire y por la noche, cuando se acostaban, para envolverse como si fueran mantas. En los troncos de los árboles se enroscaban serpientes gigantescas que brillaban como el cobre; eran completamente inofensivas porque tenían una cabeza en cada extremo del cuerpo y por este motivo nunca se ponían de acuerdo consigo mismas y nunca acababan de decidirse hacia qué lado querían arrastrarse. Por esto, no eran capaces de cazar ningún animal y se alimentaban con verduras, porque las verduras están quietas y no se pueden escapar.

Un día, Lucas y Jim vieron a un grupo de corzos, asustadizos y rosados, que bailoteaban en un claro del bosque.

Naturalmente, todo era muy interesante y Jim hubiese bajado muy a gusto para pasear un rato por el «Bosque-de-las-mil- Maravillas», pero Lucas sacudió la cabeza diciendo que le parecía mejor dejarlo para otra ocasión. En aquellos momentos no tenían tiempo. Era preciso liberar, lo más pronto posible, a la pequeña princesa.

Necesitaron tres días para cruzar la selva porque adelantaban muy poco. Al tercer día, de repente, terminó la espesura y muy cerca, como un pintoresco telón, apareció la montaña estriada de rojo y blanco, llamada «La Corona del Mundo». El hecho de que Lucas y Jim hubiesen podido ver desde la playa el formidable macizo que distaba de allí muchos cientos de millas, demuestra lo extraordinariamente altos que eran aquellos picos.

Los dos amigos se sentían impresionados por el majestuoso panorama que contemplaban.

Las montañas estaban tan cerca las unas de las otras que no había que pensar en encontrar un paso. Detrás de la primera cadena había otra y detrás de la segunda una tercera y detrás otra y siempre otra. Los picos se elevaban hasta las nubes y cruzaban todo el país, de norte a sur. Cada montaña resplandecía con sus estrías rojas y blancas, horizontales o en diagonal, en líneas onduladas o en zigzag. Algunas eran cuadradas y otras parecían verdaderos dibujos.

Después de haber permanecido un rato contemplando las montañas con sus hermosos dibujos, Lucas sacó el mapa y lo desdobló.

—Bien —dijo — , ahora comprobaremos dónde está «El Valle del Crepúsculo».

Había descubierto que Jim le miraba con admiración, porque él en el papel sólo veía un lío de líneas y puntos de colores y nada más.

—Mira aquí —dijo Lucas señalando con el dedo un lugar del mapa—. Estamos aquí y aquí está «El Valle del Crepúsculo».

Hemos salido del bosque demasiado hacia el norte. Tendremos que volver un poco hacia el sur.

— Como quieras, Lucas —dijo Jim, confiado.

Se dirigieron, pues, hacia el sur siguiendo la montaña y pronto descubrieron un paso entre los altísimos picos. Se dirigieron hacia allí.

EN EL QUE EMPIEZAN A OÍRSE LAS VOCES DEL «VALLE DEL CREPÚSCULO»

«El Valle del Crepúsculo» era un desfiladero sombrío y tenía más o menos la anchura de una calle. El suelo era de roca roja y liso como el asfalto. Allí no entraba nunca un rayo de luz. A derecha y a izquierda se alzaban hacia el cielo altísimas rocas. A lo lejos, al otro extremo del desfiladero, el sol poniente inundaba con su luz color de púrpura las paredes agrietadas.

Lucas detuvo la locomotora al llegar a la entrada del desfiladero y él y Jim bajaron y anduvieron un rato a pie para ver qué pasaba con las voces misteriosas.

Pero no se oía nada. A su alrededor reinaba un silencio solemne y lleno de misterio. El corazón de Jim latía con fuerza y cogió a Lucas de la mano. Estuvieron un rato escuchando. Por fin dijo:

— «Todo está en silencio.»

Lucas asintió e iba a contestar cuando de pronto sonó la voz de Jim, muy claramente, a la derecha, entre las rocas:

— «Todo está en silencio.»

Y se siguió oyendo, como una especie de murmullo, una vez a la derecha, otra a la izquierda por todo el valle:

— «Todo está en silencio... Todo está en silencio... Todo está en silencio...»

— ¿Qué es esto? —preguntó Jim asustado, apretando con más fuerza la mano de Lucas.

«¿Qué es esto?... ¿Qué es esto?... ¿Qué es esto?...» se oyó susurrar a lo largo de la pared de roca.

— No tengas miedo —contestó Lucas tranquilizándole—. Es el eco.

«Es el eco... Es el eco... Es el eco...», se oyó por el desfiladero.

Los dos amigos volvieron hacia Emma e iban a subir a ella cuando Jim de pronto dijo en voz baja:

— Pst. ¡Lucas, escucha!

Lucas escuchó. Entonces oyeron cómo el eco volvía desde el otro extremo del desfiladero. Al principio muy bajo, luego subiendo cada vez más de tono:

«¡Todo está en silencio!... ¡Todo está en silencio!... ¡Todo está en silencio!...»

Pero, cosa sorprendente, ya no era solamente la voz de Jim la que resonaba; parecía como si cien Jims hablaran a la vez. Era un estruendo terrible. Luego el eco se volvió de nuevo hacia atrás por el valle.

— ¡Vaya, qué raro! —gruñó Lucas—, el eco se va y vuelve multiplicado.

Desde lejos retumbó el segundo eco, resonando una vez a la derecha y otra a la izquierda:

«¿Qué es esto?... ¿Qué es esto?... ¿Qué es esto?...», decía la voz desde las rocas. Sonaba ya como si hablara una multitud de Jims.

Se volvió una vez más y se alejó.

— Bueno —murmuró Lucas—, como siga así resultará muy divertido.

— ¿Por qué lo dices? —preguntó Jim, asustado, en voz muy baja.

No podía comprender por qué su voz iba y venía y se multiplicaba.

— Imagínate —contestó Lucas, molesto—, lo que ocurrirá cuando Emma empiece a armar escándalo por el valle. El estruendo parecerá el de una estación muy importante.

El tercer eco volvió y se acercó, siempre en zigzag, resonando por el desfiladero:

«Es el eco... Es el eco... Es el eco», decían miles de Lucas desde las paredes de roca. Luego las voces se alejaron dirigiéndose hacia el otro extremo del valle.

— ¿Cómo es que va y vuelve? —murmuró Jim.

— Es difícil saberlo —contestó Lucas—. Habría que investigarlo.

— ¡Atención! —cuchicheó Jim—, ¡ya vuelve!

Era el primer eco que volvía por segunda vez desde lejos y que se había multiplicado misteriosamente.

«¡Todo está en silencio!... ¡Todo está en silencio!... ¡Todo está en silencio!...», gritaron diez mil Jims. Era un estruendo que hacía retumbar los oídos de los dos amigos.

Cuando hubo pasado, Jim murmuró con un hilo de voz:

— ¿Qué podemos hacer contra esto, Lucas? ¡Cada vez es peor!

Lucas susurró:

—Temo que no haya remedio. Solamente podemos tratar de atravesar el desfiladero lo más aprisa posible.

Otro eco llegó desde la parte superior del valle. Era la pregunta de Jim: «¿Qué es esto?» Pero esta vez eran cien mil los Jim que gritaban. El suelo temblaba bajo la locomotora y Jim y Lucas se tuvieron que tapar los oídos.

Cuando el eco se hubo marchado de nuevo, Lucas cogió decidido de un cajón junto a la palanca, una vela que estaba algo reblandecida por el calor de la caldera. Separó la mecha de la cera, hizo dos pequeñas bolas y se las dio a Jim.

— Aquí tienes —dijo— , póntelo en los oídos para que no se te reviente el tímpano. Y no te olvides de tener la boca abierta.

Jim se metió la cera en los oídos y Lucas hizo lo mismo. Entonces por señas le preguntó a Jim si oía algo. Escucharon atentos los dos, y sólo oyeron muy flojito al tercer eco que se acercó y se volvió a ir con estruendo de trueno.

Lucas asintió satisfecho, le hizo un guiño a Jim, echó dos paletadas de carbón al fuego y avanzaron a todo vapor por el desfiladero. El piso era llano y pudieron avanzar a gran velocidad, con el correspondiente estrépito y silbidos.

Para poder comprender lo que habían de soportar los dos amigos, hay que saber lo que pasaba en este «Valle del Crepúsculo».

Las paredes rocosas tenían tal forma que el estruendo era lanzado en zigzag y por eso no podía salir del estrecho valle: cuando llegaba al final, procedente de un extremo del desfiladero, tenía que volverse. Volvía al lugar de partida desde donde se veía obligado a volver hacia atrás y seguía así siempre, de un extremo al otro. Cada eco provocaba naturalmente un eco y éste otro nuevo. Así aumentaba siempre el número de voces. Y cuantas más voces había, más fuerte resonaba. En conjunto, hasta aquel momento, la cosa no había sido demasiado importante, pero ahora resonaba además en el desfiladero el estrépito de una locomotora. ¡Esto era algo muy distinto!

También se podía uno preguntar por qué cuando Lucas y Jim entraron en el desfiladero, éste estaba tan silencioso. En realidad parecía que el más pequeño ruido que se hubiera producido alguna vez en el valle debiera seguir resonando siempre. Sí, hubiera tenido que multiplicarse considerablemente.

Esta sería una pregunta muy sagaz, una pregunta verdaderamente digna de un naturalista. La reflexión es muy justa: al llegar los dos amigos al valle, dos días antes, hubieran tenido que oír un ruido ensordecedor, el estruendo procedente de los sonidos acumulados, muy débiles al principio, pero que habían ido aumentando fabulosamente con el correr del tiempo.

Por ejemplo, once mil veces el miau de un gato, un millón de veces el piar de un gorrión y el ruido de una piedrecilla caída, setecientos millones de veces. Es fácil imaginar cómo hubiera tenido que retumbar el desfiladero.

Pero, ¿dónde estaba todo ese ruido?

La solución de la adivinanza está en que entretanto había llovido.

Cada vez que llovía, un poco de eco quedaba prendido a las gotas y éstas lo arrastraban consigo. Es así cómo «El Valle del Crepúsculo» se limpiaba de ruidos. Y como quiera que el día antes de la llegada de Lucas, de Jim y de Emma, había llovido muy fuerte y luego no había entrado en el desfiladero ningún nuevo ruido, en él reinaba el silencio.

Pero volvamos a nuestros amigos que avanzaban a todo vapor por el valle.

El camino era más largo de lo que Lucas había supuesto. Cuando estaban en el centro del desfiladero, Jim miró por casualidad hacia atrás. Y lo que vio era suficiente para ponerle los pelos de punta al hombre más valiente.

Si se hubieran detenido a la entrada del desfiladero, estarían ahora enterrados bajo enormes cantidades de piedras. Las paredes de la montaña se habían desmoronado. Jim vio cómo a la derecha y a la izquierda, las rocas se deshacían como si las hubieran volado y observó los picos vacilantes que se derrumbaban y llenaban «El Valle del Crepúsculo» de escombros.

El desastre se acercaba, a la velocidad del viento, a la locomotora. Jim chilló y agarró a Lucas por la manga. Lucas se volvió y contempló con una mirada de horror el espectáculo. Sin reflexionar ni un segundo, tiró de una palanquita roja en que había un letrero que decía:

¡PALANCA DE SALVACIÓN! PARA USAR SÓLO EN CASO DE EXTREMA NECESIDAD.

Hacía muchos años que no había usado esta palanca y era dudoso que Emma pudiera soportar semejante esfuerzo. Pero no tenía otra alternativa.

Emma percibió la señal y dio un silbido muy fuerte que significaba: he comprendido. Y la aguja del cuentakilómetros fue subiendo, más y más, pasó por la señal roja y llegó al sitio donde ponía:

VELOCIDAD MÁXIMA

siguió subiendo hasta donde ya no ponía nada y entonces el cuentavelocidades saltó en mil pedazos.

La locomotora salió como una bala de cañón del desfiladero, exactamente en el momento en que se derrumbaban los últimos picos de la montaña. Más tarde, Lucas y Jim no lograban comprender cómo habían conseguido escapar al peligro.

Lucas volvió a colocar la palanca roja en su sitio. Emma avanzaba más lentamente pero de pronto notaron una sacudida. La locomotora dejó escapar todo el vapor y se detuvo. Ya no humeaba y no daba señales de vida.

Lucas y Jim bajaron, se quitaron la cera de los oídos y miraron hacia atrás.

Detrás de ellos estaba la montaña «La Corona del Mundo» y en el desfiladero por el que habían pasado, se veía solamente una altísima nube de polvo rojo.

Allí había estado una vez «El Valle del Crepúsculo».

EN EL QUE LUCAS SE VE OBLIGADO A RECONOCER QUE SIN SU PEQUEÑO AMIGO ESTARÍA PERDIDO

— Bueno, la cosa no ha ido mal —gruñó Lucas, y echándose hacia atrás la gorra, se secó el sudor de la frente.

— Creo —dijo Jim, que todavía tenía el miedo en el cuerpo—, que por «El Valle del Crepúsculo» ya no volverá a pasar nadie.

— No —contestó Lucas, entristecido—. «El Valle del Crepúsculo» ya no existe.

Preparó su pipa, la encendió, lanzó algunas bocanadas de humo y siguió diciendo, pensativo:

— La única estupidez de esta historia es que ya no podremos volver atrás.

Jim no había pensado en ello.

— ¡Oh, Dios mío! —dijo, aterrorizado—. Pero tenemos que volver a casa.

— Sí, sí —contestó Lucas—, pero no nos queda otra solución sino buscar un nuevo camino.

— ¿Dónde estamos realmente? —preguntó Jim, pálido.

— En el desierto —contestó Lucas—. Me parece que esto es «El Fin del Mundo».

El sol se ponía, pero era lo bastante claro todavía para que pudieran darse cuenta de que se hallaban en una interminable llanura, tan llana como una mesa. No había más que arena, piedras y guijarros. Lejos, en el horizonte, se veía un único cacto, del tamaño de un árbol, que señalaba como una mano gigantesca el pálido cielo crepuscular.

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