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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (2 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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— ¡Qué raro! —murmuró el rey y sacudió la cabeza. Todos los súbditos sacudieron la cabeza y murmuraron— ¡Qué raro!

—También podría ser una equivocación —opinó Lucas al cabo de un rato. Pero el rey contestó:

— Quizá sea una equivocación, pero puede no ser una equivocación. ¡Y si no es una equivocación entonces quiere decir que tengo otro súbdito! ¡Esto es muy, pero muy emocionante!

Fue al teléfono y por la emoción estuvo hablando durante tres horas sin interrupción.

Entretanto los súbditos, el cartero y Lucas decidieron registrar detenidamente toda la isla. Subieron a la locomotora Emma y se pusieron en marcha. En cada parada Emma silbaba fuerte, los pasajeros bajaban y gritaban en todas direcciones:

— ¡Señora Maaaldieeeente! ¡Aaaaaquí haaaay un paqueeeete para usteeeeed!

Pero nadie contestaba.

— Bueno —dijo el cartero — , ya no me queda tiempo para seguir buscando porque tengo más correo para entregar. Les dejo el paquete. Quizá encuentren a la señora Maldiente o algo parecido.

Volveré la semana próxima y si no se ha presentado nadie me llevaré el paquete.

Con esto saltó a su barco correo y se fue.

¿Qué es lo que sucedió con el paquete? Los súbditos y Lucas deliberaron largo rato. Luego el rey volvió a aparecer en la ventana y dijo que había estado pensando en el asunto, que había hablado por teléfono y había llegado a la siguiente conclusión: la señora Maldiente o algo parecido era sin duda una mujer. Pero la única mujer en Lummerland era, según sus noticias, la señora Quée. Por lo tanto el paquete era probablemente para ella. Le daba su real permiso para abrirlo y así todo se aclararía.

Los súbditos juzgaron que esta decisión del rey era muy sensata y la señora Quée se marchó en seguida para proceder a la apertura.

Rompió el cordel y quitó el papel de embalaje. Apareció entonces una gran caja llena de agujeros para asegurar la ventilación, como en una jaula de grillos. La señora Quée abrió la caja y encontró en ella otra más pequeña. Esta estaba igualmente llena de agujeros y bien protegida con paja y virutas. Era evidente que contenía algo frágil, quizá cristal o una radio. Pero ¿por qué entonces los agujeros para el aire? La señora Quée levantó rápidamente la tapa y dentro halló otra caja más o menos del tamaño de una caja de zapatos y también con agujeros.

La señora Quée la abrió impaciente y ¡apareció un pequeño niño negro! Este miró con sus grandes ojos brillantes a los que le rodeaban y parecía feliz por haber salido de la incómoda caja de cartón.

— ¡Un niño! — exclamaron todos sorprendidos —, ¡un niño negro!

—Podría tratarse de un negrito —exclamó el señor Manga con cara muy inteligente.

— Realmente —dijo el rey y se puso las gafas —, es sorprendente, muy sorprendente.

Y se volvió a quitar las gafas. Hasta aquel momento Lucas no había dicho nada, pero su cara se había ensombrecido.

— ¡No me había sucedido una cosa así en toda la vida! —dijo rugiendo, y prosiguió—: ¡un chiquillo tan pequeño en una caja de embalaje! ¡Lo que hubiera podido suceder si no la hubiéramos abierto! Sí, como algún día encuentre al autor de esto le daré una paliza de la que se acordará toda su vida; ¡tan cierto como me llamo Lucas el maquinista!

Cuando el niño oyó los gruñidos de Lucas empezó a llorar. Era todavía demasiado pequeño para comprender y creyó que le reñían. Estaba asustado también por la cara tan sucia de Lucas el maquinista, porque todavía no sabía que él también la tenía negra.

La señora Quée cogió en seguida al niño en brazos y le consoló.

Lucas se quedó muy triste porque no había querido asustar al niño.

La alegría de la señora Quée era enorme; siempre había deseado tener un niño y por las noches se dedicaba a hacer chaquetitas y pantalones y los hacía sólo para hacerse la ilusión de que tenía un pequeñuelo. Le parecía estupendo que el niño fuera negro porque ese color hacía muy bonito sobre la tela rosa y el rosa era su color preferido.

— ¿Cómo habrá que llamarle? —preguntó de repente el rey—. ¡El niño ha de tener un nombre!

Esto era cierto y todos empezaron a pensar. Finalmente, Lucas dijo:

— Yo le llamaría Jim, porque me parece un buen nombre para un chico.

Se dirigió al niño en un tono de voz cauteloso para no volverle a asustar:

— Qué, Jim, ¿vamos a ser amigos?

Entonces el niño le tendió su manita negra con la palma rosada y Lucas la cogió tiernamente en su gran mano negra y dijo:

— ¡Hola, Jim!

Y Jim se rió.

Desde aquel día fueron amigos.

A la semana siguiente el cartero volvió. La señora Quée bajó a la orilla del mar y le dijo, desde lejos, que siguiera su camino en silencio y no se acercara a tierra. Que todo estaba en orden. El paquete era para ella. Que el nombre en la dirección estaba muy mal escrito y que por eso no lo habían entendido.

Mientras decía esto el corazón le latía porque se le había disparado y los latidos le llegaban al cuello. Tenía un miedo tremendo de que el cartero se volviera a llevar al niño. No quería entregar a Jim de ninguna manera porque estaba muy contenta de tenerle.

El mensajero exclamó: «Bueno, entonces todo está en regla. ¡Buenos días, señora Quée!», y se marchó.

La señora Quée respiró tranquilizada, volvió corriendo a su casa, la de la tienda, y bailó con Jim en brazos por toda la habitación.

Pero de pronto empezó a pensar en que Jim no era suyo en realidad y que quizás algún día sucedería algo terrible. Este pensamiento la puso muy triste.

Más tarde, cuando Jim era ya mayor, sucedía a veces que la señora Quée se ponía seria de repente, colocaba las manos en su regazo y contemplaba a Jim preocupada. Entonces pensaba en quién sería la verdadera madre de Jim...

— Algún día le tendré que decir la verdad —suspiraba cuando se desahogaba con el rey o con el señor Manga o con Lucas. Los demás asentían gravemente y opinaban también que tendría que hacerlo. Pero la señora Quée lo dejaba siempre para más adelante.

Lo cierto es que no sospechaba que no estaba lejos el día en que Jim se enteraría de todo y no por la señora Quée, sino de otra manera muy distinta y muy extraña.

Ahora, pues, Lummerland tenía un rey, un maquinista, una locomotora, y dos súbditos y cuarto, pues Jim era por entonces demasiado pequeño para ser contado ya como un súbdito entero.

Pero con el transcurso de los años creció y se convirtió en un verdadero muchacho que hacía travesuras, molestaba al señor Manga y, como a todos los chiquillos, no le gustaba mucho lavarse. No consideraba necesario lavarse ya que era tan negro que no se podía ver si su cuello estaba limpio o sucio. Pero la señora Quée no admitía sus razones y Jim acabó finalmente por convencerse.

La señora Quée se sentía muy orgullosa de él y como todas las madres sufría por cualquier cosa. También sufría sin motivo o por motivos muy pequeños como el de que Jim se comiera la pasta de dientes en lugar de usarla para lavárselos. A él le gustaba mucho. Pero otras veces Jim la ayudaba, por ejemplo despachando en la tienda cuando el rey o Lucas o el señor Manga querían comprar algo y la señora Quée no tenía tiempo para atenderles. Lucas el maquinista seguía siendo el mejor amigo de Jim. Se comprendían con pocas palabras, sólo porque Lucas era también casi negro. Muchas veces Jim subía a Emma y Lucas se lo enseñaba y se lo explicaba todo. Y a veces Jim conducía un rato bajo la vigilancia de Lucas. La mayor ilusión de Jim era la de llegar a ser un día maquinista de tren porque este oficio cuadraba muy bien con el color de su piel. Pero para ello necesitaba tener una locomotora propia y las locomotoras son difíciles de conseguir, sobre todo en Lummerland.

Ahora ya sabemos todo lo importante sobre Jim y sólo nos falta contar cómo consiguió su apellido. Fue así:

Jim solía tener en sus pantalones un agujero y siempre en el mismo sitio. La señora Quée lo había zurcido ya cientos de veces, pero al cabo de un par de horas volvía a aparecer. Verdaderamente Jim se esforzaba tratando de evitarlo. Pero cuando tenía que trepar de prisa a un árbol o resbalaba rápido por los altos picos, el agujero volvía a aparecer. Por fin la señora Quée encontró la solución; convirtió los bordes del agujero en un ojal y a su lado cosió un gran botón. Así en lugar de arrancar la tela para agujerearla bastaba con desabrochar y en lugar de remendarla bastaba con abrochar.

Desde aquel día Jim fue conocido por todos los habitantes de la isla como Jim Botón.

EN EL QUE SE ESTÁ A PUNTO DE TOMAR UNA DECISIÓN MUY TRISTE CON LA QUE JIM NO ESTÁ CONFORME

Pasaron los años y Jim era ya casi un medio súbdito. En cualquier otro país hubiera tenido que ir a la escuela para aprender a leer, a escribir, a hacer cuentas, pero en Lummerland no había ninguna escuela. Y como no había ninguna escuela nadie pensaba en que Jim era ya lo bastante mayor para aprender a leer, a escribir y a contar.

Naturalmente, Jim tampoco se preocupaba por ello y vivía feliz.

Una vez al mes, la señora Quée le medía. Le hacía apoyar descalzo en el marco de la puerta de la cocina y controlaba lo que había crecido con un libro que le colocaba sobre la cabeza. Hacía una señal con un lápiz en el marco de la puerta y la señal quedaba cada vez un poco más arriba.

La señora Quée se alegraba mucho de que Jim creciera. Pero había otra persona que se preocupaba por ello: el rey, que tenía que gobernar el país y era responsable del bienestar de sus súbditos.

Una noche llamó a Lucas el maquinista a su palacio entre los dos picos. Lucas entró, se quitó la gorra de la cabeza y la pipa de la boca y dijo amablemente:

—¡Buenas noches, señor rey!

—¡Buenas noches, querido Lucas, maquinista! — contestó el rey sentado junto a su teléfono de oro, señalando con una mano una silla vacía—, por favor, siéntate.

Lucas se sentó.

— Bien —empezó el rey y tosió dos veces — , querido Lucas, no sé cómo decírtelo, pero sé que me comprenderás.

Lucas no respondió. El aspecto serio del rey le hacía titubear.

El rey volvió a toser, miró a Lucas con mirada solemne y preocupada y empezó de nuevo:

—Tú has sido siempre un hombre comprensivo, Lucas.

— ¿De qué se trata? —preguntó Lucas con cautela.

El rey se quitó la corona, le echó aliento y frotándola con la manga de la chaqueta le sacó brillo. Lo hizo para ganar tiempo porque se sentía confuso y desconcertado. Se volvió a colocar bruscamente la corona en la cabeza, volvió a toser y dijo decidido:

— Querido Lucas, he pensado mucho en ello y he llegado a la conclusión de que no se puede hacer nada más. Lo tenemos que hacer.

— ¿Qué es lo que tenemos que hacer, Majestad? — preguntó Lucas.

— ¿No lo he dicho ya? —murmuró el rey, sorprendido—. Creí haberlo dicho hace un momento.

— No —contestó Lucas —, usted ha dicho solamente que teníamos que hacer algo.

El rey le miró asombrado. Al cabo de un rato sacudió la cabeza y dijo:

— ¡Qué raro!, hubiera asegurado que ya había dicho que deberíamos prescindir de Emma.

Lucas creyó no haber oído bien y preguntó:

— ¿Qué es lo que tenemos que hacer con Emma?

— Prescindir de ella —contestó el rey y añadió tristemente

— Naturalmente no en seguida, pero sí lo más pronto posible. Sé que para todos nosotros es una decisión muy triste ésta de separarnos de Emma, pero lo tenemos que hacer.

— Jamás, Majestad —dijo Lucas, decidido — . No, de ninguna manera.

—Mira, Lucas —dijo el rey, conciliador — , Lummerland es un país pequeño. Un país extraordinariamente pequeño en comparación con otros países como Alemania o África o China. Para un rey una locomotora, un maquinista y dos súbditos son suficientes. Pero cuando llega otro súbdito...

— ¡Pero si no es más que medio! —exclamó Lucas.

— Oh, claro, claro —dijo el rey, afligido — , pero, ¿por cuánto tiempo todavía? Crece cada día más. Tengo que pensar en el futuro de nuestro país pues para eso soy el rey. Dentro de muy poco Jim será un verdadero súbdito. Entonces querrá tener una casa. Y dime, por favor, ¿ dónde vamos a colocar esa casa? No hay sitio porque todos los sitios libres están llenos de vías. Es necesario que nos reduzcamos. No hay más remedio.

— ¡Caramba! —gruñó Lucas y se rascó detrás de la oreja.

— Ya ves —prosiguió el rey —, nuestro país padece ahora sencillamente de exceso de población. Casi todos los países del mundo padecen de lo mismo, pero Lummerland de forma más grave. Tengo preocupaciones terribles. ¿Qué tenemos que hacer?

— No, yo tampoco lo sé —dijo Lucas.

— O tenemos que suprimir a Emma la locomotora, o uno de nosotros tendrá que emigrar en cuanto Jim Botón sea un súbdito completo. Querido Lucas, tú eres amigo de Jim.

¿Quieres que el chico se tenga que marchar de Lummerland cuando sea mayor?

— No —dijo tristemente Lucas— , me voy dando cuenta. —Al cabo de un rato añadió:— Pero tampoco me puedo separar de Emma. ¿Qué sería de un maquinista sin su locomotora?

— Por ahora —opinó el rey—, ve pensando en ello. Sé que eres un hombre razonable. Todavía tienes tiempo para decidir, pero hay que tomar una decisión.

Y como señal de que la audiencia había terminado le tendió la mano.

Lucas se levantó, se puso la gorra y abandonó cabizbajo el palacio. El rey se hundió suspirando en su sillón y se secó el sudor de la frente con su pañuelo de seda. La conversación le había fatigado mucho. Lucas bajó lentamente hacia su pequeña estación donde le esperaba Emma, la locomotora. La golpeó cariñosamente y le dio un poco de aceite porque era lo que más le gustaba. Luego se sentó en el suelo y hundió la cabeza entre las manos.

Era una de aquellas tardes en que el mar estaba tranquilo y encalma. El sol poniente se reflejaba en el océano sin fin formaba con su luz un camino brillante y dorado desde el horizonte hasta los pies del maquinista Lucas.

Lucas contemplaba aquel camino que conducía lejos, a países y partes del mundo desconocidas, nadie sabía a dónde. Veía cómo el sol se escondía lentamente y cómo el camino de luz se volvía cada vez más estrecho para desaparecer al fin. Inclinó tristemente la cabeza y dijo en voz baja:

— Bien, nos iremos, pero los dos.

Del mar llegaba un viento suave y empezaba a refrescar. Lucas se levantó, se acercó a Emma y la contempló largo rato. Emma se dio cuenta de que algo sucedía. Las locomotoras no tienen una gran inteligencia —por eso necesitan siempre un conductor—, pero tienen una gran sensibilidad. Y cuando Lucas murmuró en voz baja y tristemente: «Mi querida vieja Emma», le dolió tanto que empezó a resoplar.

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