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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (5 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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Cruzaron la plaza, en la que se había reunido una muchedumbre enorme. Los chinos contemplaban a Emma la locomotora desde respetuosa distancia. Para Emma esto era muy desagradable. Avergonzada, bajó los faros. Cuando Lucas se le acercó y le acarició, respiró aliviada.

— Escúchame, Emma —dijo Lucas— , Jim y yo vamos a dar ahora una vuelta por la ciudad. Quédate aquí y no te muevas hasta que volvamos.

Emma suspiró resignada.

— No tardaremos mucho —la consoló Jim. Y se pusieron en marcha.

Los dos amigos anduvieron durante horas por las estrechas callejuelas y las calles pintorescas llenas de cosas extrañas.

¡Por ejemplo, los limpiadores de orejas! Los limpiadores de orejas trabajaban igual que entre nosotros los limpiabotas. Había que sentarse en unas cómodas sillas que tenían preparadas en las calles. Allí le limpiaban a uno las orejas. Pero no sencillamente con un trapo. ¡Oh, no! Era un procedimiento largo e ingenioso. Cada limpiador de orejas tenía una pequeña mesa con una bandeja de plata que contenía incontables cucharillas, pincelitos, palillos, cepillitos, bolas y tampones de algodón, tarritos y botellitas.

Todo esto les servía para trabajar.

Los chinos van muy a gusto al limpiaorejas. Primero, naturalmente, por limpieza y segundo porque el cosquilleo y el hormigueo son muy agradables si el limpiaorejas trabaja como es debido. A los chinos les gusta mucho.

Había también cuentacabellos que le cuentan a uno los de la cabeza, porque en China es muy importante saber cuántos cabellos se tienen. Un cuentacabellos tiene unas minúsculas pinzas de oro con las que se puede coger los cabellos uno por uno.

Cuenta cien cabellos y ata el mechoncito con un lacito. Y lo hace hasta que toda la cabeza está llena de lacitos. Junto a él se sienta un ayudante cuenta-cabellos que hace las sumas. Algunas veces pasan horas antes de que estén contados todos los cabellos. Pero hay personas con las que van muy de prisa porque también en China hay gente con sólo dos o tres cabellos en la cabeza.

Había muchas otras cosas.

Por ejemplo, por todos los rincones había prestidigitadores.

Vieron a uno que de una semilla, en la palma de su mano, podía hacer crecer un arbolito en el que se posaban y gorjeaban unos pajarillos diminutos. De las ramas colgaban frutas pequeñas como perlas. Se podían coger y comer y tenían un sabor dulce como el azúcar.

Había acróbatas que hacían juegos de equilibrio con sus niños pequeños como guisantes, como si fueran pelotas. Mientras volaban por el aire, los niños tocaban, con pequeñas trompetas, una música alegre.

¡Cuántas cosas había para comprar! Nadie, si no ha estado en China, lo podrá creer. No tendría sentido enumerar todas esas frutas y telas costosas, objetos de porcelana, juguetes, vajillas, porque entonces este libro sería diez veces más grueso.

Bueno, había también tallistas de marfil. Es algo increíble y maravilloso. Alguno de estos tallistas de marfil tenía ya más de cien años y en toda su vida de trabajo sólo había tallado un pedazo de marfil. Pero este pedazo era tan valioso que nadie en la tierra lo podía comprar y entonces ellos se lo regalaban a alguien a quien juzgaban digno de conservarlo. Uno había tallado, por ejemplo, una bola del tamaño de un balón. Esta bola estaba llena de escenas maravillosas. Las escenas no estaban pintadas, sino talladas, tan bien talladas que parecían de encaje, pero en cambio eran de duro marfil.

Si se miraba a través de este encaje como a través de una fina rejilla se veía en el interior una segunda bola. Estaba suelta y del mismo modo maravillosamente tallada. En el interior de la segunda bola había otra bola más y así sucesivamente hasta el centro. Pero lo asombroso y verdaderamente curioso de este trabajo era que los artistas habían tallado estas maravillas en un solo pedazo sin abrir ninguna de las bolas. Las habían hecho trabajando a través de los pequeños agujeros del encaje con cuchillitos y cinceles minúsculos. Habían empezado hacía muchos, muchísimos años, cuando eran todavía niños del tamaño de un guisante. Al terminar el trabajo eran muy viejos y tenían el pelo completamente blanco. Se podía contemplar toda su vida en las bolas, como en un álbum de fotografías.

Los tallistas de marfil eran muy respetados por todos los chinos y se les llamaba: Los grandes maestros del marfil.

EN EL QUE EMMA HACE DE TIOVIVO Y DONDE LOS DOS AMIGOS CONOCEN A UN NIÑO DE NIÑOS

Los dos amigos estuvieron todo el día dando vueltas por la ciudad. El sol se había puesto ya en el horizonte y los tejados comenzaron a brillar a la luz del atardecer.

En las callejuelas, donde empezaba a anochecer, los chinos encendían farolillos de colores para que alumbraran. Los llevaban colgados de largas cañas; los chinos grandes llevaban faroles grandes, los pequeños, pequeños. Los más pequeños parecían gusanos de luz de muchos colores.

Con todas estas maravillas, los dos amigos habían olvidado que aparte de un par de frutas de mar para desayunar, no habían comido nada en todo el día.

— ¡Esto pasa de la raya! —dijo Lucas, riendo— . Hay que hacer algo en seguida. Iremos a un restaurante y encargaremos una cena de campanillas.

— De acuerdo — dijo Jim—, ¿Tienes dinero chino?

— ¡Maldición! —contestó Lucas rascándose una oreja—. En esto no había pensado, pero con dinero o sin dinero el hombre tiene que comer. ¡Déjame pensar en ello!

Pensó un rato mientras Jim le miraba impaciente. De pronto Lucas exclamó:

— ¡Ya lo tengo! Si no tenemos dinero, lo podemos ganar.

— ¡Estupendo! —dijo Jim— , ¿pero cómo lo haremos tan rápidamente?

— Muy sencillo —contestó Lucas— , volveremos donde está Emma y anunciaremos que todo el que pague diez li, podrá dar una vuelta por la gran plaza del palacio, montado en ella.

Volvieron a la gran plaza del palacio imperial donde una inmensa muchedumbre, en actitud respetuosa, rodeaba todavía a la locomotora y la contemplaba asombrada. Ahora todos llevaban faroles.

Lucas y Jim se abrieron paso entre la gente y subieron al techo de su locomotora.

Un murmullo de expectación recorrió la muchedumbre.

— ¡Atención, atención! —gritó Lucas— . ¡Distinguidos señoras y caballeros! Hemos venido desde muy lejos con nuestra locomotora y seguramente nos iremos muy pronto. ¡Aprovechen esta oportunidad única! Den un paseo con nosotros. En atención a ustedes sólo cuesta diez li. ¡Sólo diez li por un paseo alrededor de esta gran plaza!

Un cuchicheo recorrió la muchedumbre, pero nadie se movió de su sitio. Lucas empezó de nuevo:

— Acérquense tranquilamente, señores. ¡La locomotora no es peligrosa! ¡No tengan miedo! ¡Entren tranquilamente, distinguido público!

La multitud contemplaba pensativa a Lucas pero nadie se adelantó.

— ¡Maldición! —le cuchicheó Lucas a Jim—, no se fían. Inténtalo tú.

Jim respiró hondo y gritó lo más fuerte que pudo:

— ¡Queridos niños y niños de niños! Sólo os puedo aconsejar una cosa: ¡subid! ¡Es lo más divertido que os podéis imaginar, mejor que montar en un tiovivo! ¡Atención, atención! Empezaremos dentro de pocos minutos. Por favor, subid. ¡Sólo cuesta diez li por persona! ¡Sólo diez li!

Pero nadie se movía.

— Nadie se acerca —murmuró Jim, asombrado.

— Quizá sea mejor que primero demos una vuelta solos —opinó

Lucas — . Es posible que entonces se animen y les entren ganas de subir.

Bajaron del techo y Emma empezó a andar. Pero el resultado fue muy distinto del que habían esperado. La gente huyó asustada y la plaza quedó desierta.

— No ha servido para nada — gimió Jim cuando se detuvieron.

—Tenemos que pensar en algo mejor —gruñó Lucas entre dientes.

Bajaron de la locomotora y empezaron a pensar, pero les molestaba el runruneo de sus estómagos vacíos. Por fin, Jim, en tono lastimero, dijo:

— Me parece que no encontraremos nada. ¡Si al menos conociéramos a alguien aquí! Un chino nos podría dar un buen consejo.

— ¡Con mucho gusto! —pió de repente una vocecilla muy fina—. ¿Os puedo ayudar?

Lucas y Jim miraron asombrados hacia abajo y vieron a un chiquillo diminuto, más o menos del tamaño de una mano. Saltaba a la vista que se trataba de un niño de niños. Su cabeza no era mayor que una pelota de ping-pong.

El muchachito se quitó el pequeño sombrero redondo e hizo cortésmente una profunda reverencia de forma que su coleta quedó tiesa en lo alto.

— Mi nombre, honorables extranjeros —dijo—, es Ping Pong. Estoy a vuestra disposición.

Lucas se sacó la pipa de la boca y se inclinó igualmente con aire serio.

—Mi nombre es Lucas el maquinista. Entonces Jim se inclinó también y dijo:

— Me llamo Jim Botón.

El pequeño Ping Pong se volvió a inclinar y pió:

— He oído los runrunes de vuestros honorables estómagos. Para mí será un honor invitaros a comer. ¡Por favor, esperad un momento!

Y se fue corriendo con pasitos minúsculos hacia el palacio. Iba tan de prisa que parecía que fuera sobre ruedas.

Cuando hubo desaparecido en la oscuridad, los dos amigos se miraron perplejos.

— Siento curiosidad por saber qué sucederá —exclamó Jim.

— Esperemos y lo veremos —dijo Lucas, y le dio unos golpes a la pipa para vaciarla.

Cuando Ping Pong volvió, se tambaleaba bajo el peso de un bulto extraño que llevaba en la cabeza. Era una mesita de laca no mucho mayor que una bandejita. La colocó en el suelo junto a la locomotora. Luego puso alrededor de la mesita unos almohadones del tamaño de un sello.

— Sentaos, por favor —dijo con gesto de invitación.

Los dos amigos se sentaron lo mejor que pudieron en los almohadones. Resultaba un poco difícil, pero no querían parecer descorteses.

Ping Pong se fue otra vez y volvió con un farol muy pequeño pero maravilloso, sobre el que habían pintado una cara sonriente.

Colocó el bastón, del que colgaba el farol, entre los radios de una rueda de la locomotora. Así los dos amigos tenían una iluminación estupenda para su mesa. Entretanto se había hecho de noche y la luna no había salido todavía.

— ¡Bien! —pió Ping Pong mirando satisfecho su obra— . ¿Qué les puedo traer para comer a los honorables señores?

— ¡Ah! —dijo Lucas, algo sorprendido — . ¿Qué es lo que hay?

El pequeño anfitrión empezó a decir solícito:

— ¿Quieren huevos centenarios con una tierna ensalada de orejas de ardillita? ¿Les gustarían lombrices dulces de tierra con nata agria? También es muy bueno el puré de corteza de árbol espolvoreada con raspaduras de cascos de caballo. ¿Prefieren avisperos con piel de serpiente en aceite y vinagre? ¿Qué les parecerían unas albóndigas de hormigas con exquisita baba de caracol? También son muy recomendables los huevos de libélula asados con miel o unos tiernos gusanos de seda con púas de erizo pasadas por agua. ¿A lo mejor prefieren patas de langosta resecas con una ensalada de antenas de abejorro?

— Querido Ping Pong —dijo Lucas, que le había echado a Jim muchas miradas de asombro—, son seguramente unos manjares deliciosos, pero hace poco tiempo que estamos en China y todavía no nos hemos acostumbrado a vuestra comida. ¿No habrá algo más sencillo?

— ¡Oh, sí! —dijo Ping Pong, servicial—, por ejemplo, hay tordos empanados con crema de elefante.

— ¡Oh, no! —dijo Jim — , no queremos decir esto. ¿No hay nada más razonable?

— ¿Más razonable? —preguntó Ping Pong, asombrado. Entonces su cara se iluminó —. ¡Ya entiendo! — exclamó — . Hay colas de ratón y pudding de huevos de rana. Es lo más razonable que conozco.

Jim sacudió la cabeza.

—No —dijo — , tampoco quiero decir esto. Lo que yo digo es, por ejemplo, un gran pedazo de pan con mantequilla.

— ¿Un qué? —preguntó Ping Pong.

—Pan con mantequilla —repitió Jim.

—No sé qué es —dijo Ping Pong, confuso.

—O huevos fritos con patatas —añadió Lucas.

—No —contestó Ping Pong—, no he oído hablar de esto en mi vida.

— O un asado de cerdo —continuó Lucas y la boca se le hizo agua.

El pequeño Ping Pong se agitó y miró a los dos amigos muy asustado.

— Perdonadme, honorables extranjeros, si me pongo nervioso — pió—, pero ¿seríais capaces de comer una cosa así?

— ¡Claro! —exclamaron los dos amigos a la vez—, claro que seríamos capaces.

Meditaron un rato y de pronto Lucas el maquinista, haciendo castañetear los dedos, exclamó:

— ¡Chicos, ya lo tengo! Estamos en China y en China hay arroz.

— ¿Arroz? —preguntó Ping Pong—. ¿Arroz corriente?

— Sí —contestó Lucas.

— ¡Ahora comprendo! —exclamó Ping Pong, feliz—. Os serviré un plato imperial. ¡Voy corriendo!

Iba a salir corriendo pero Lucas le sujetó fuerte por la manguita.

— ¡Por favor, Ping Pong! —dijo — , ni escarabajos, ni cordones de zapatos asados y mezclados, si es posible.

Ping Pong lo prometió y desapareció en la oscuridad. Cuando volvió traía un par de tazas poco mayores que un dedal y las colocó encima de la mesa. Los dos amigos se miraron y pensaron que aquello resultaba tal vez algo escaso para dos maquinistas.

Pero no dijeron nada porque estaban invitados.

Ping Pong volvió a salir corriendo, trajo otras fuentecitas y se volvió a marchar. Hizo muchos viajes y acabó llenando la mesa con cazuelas y fuentes de las que salía un olor muy apetitoso. Delante de cada uno de los dos amigos puso dos palitos que parecían dos lápices finos.

— Quisiera saber —le dijo Jim a Lucas en voz baja—, para qué sirven estos palitos.

Ping Pong, que había oído sus palabras, contestó:

— Estos palitos, honorable portador de botones, son los cubiertos. Sirven para comer.

— ¡Ah! —exclamó Jim, preocupado.

— Bien —opinó Lucas — , vamos a intentarlo. ¡Buen provecho!

Lo intentaron. Pero a pesar del cuidado con que lo hacían, cada vez que cogían un grano de arroz con un palillo, se les caía antes de llegar a la boca. Era muy incómodo porque los dos estaban cada vez más hambrientos y la comida resultaba cada vez más tentadora.

Ping Pong era demasiado educado para sonreír siquiera ante la poca habilidad de los dos amigos. Por fin ellos también se pusieron a reír y Ping Pong se les unió.

—Perdónanos, Ping Pong —dijo Lucas— , pero comeremos más a gusto sin estos palitos. Si no, nos moriremos de hambre.

Y comieron directamente de los tazones, que eran tan pequeños como cucharillas de té.

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