Read Jim Botón y Lucas el Maquinista Online

Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (8 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
2.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ping Pong corrió como una comadreja por los corredores, subiendo las escaleras, por salas y aposentos. A veces tuvo que pasar por entre dos centinelas que intentaban detenerle cruzando sus alabardas, pero se escurría pasando por debajo. Se caía en las curvas, resbalaba en el brillante suelo de mármol y perdía momentos muy valiosos. Pero se levantaba en seguida y seguía corriendo dejando pequeñas nubes de polvo detrás de él.

Subió dando brincos por una ancha escalera de mármol y corrió por encima de una alfombra interminable. Corrió y corrió y corrió...

Le faltaban solamente dos antesalas para llegar al salón del trono del emperador... Ya no le faltaba más que una. Allí estaban las dos grandes hojas de la puerta del salón... pero —¡qué espanto!— dos criados las estaban cerrando lentamente. En el último segundo se escurrió por una estrecha rendija y entró en el salón del trono.

La puerta se cerró suavemente tras él.

El salón era inmenso; en el fondo Ping Pong vio al muy poderoso emperador sentado en un trono de plata y diamantes, bajo un baldaquín de seda azul celeste. Junto al trono, sobre una mesita, había un teléfono incrustado de diamantes.

En un ancho semicírculo se hallaban reunidos los poderosos del reino, los príncipes, los mandarines, los tesoreros, los nobles, los sabios, los astrólogos y los grandes pintores y poetas de China.

Todos ellos aconsejaban al emperador en los asuntos importantes del reino. También había músicos con violines de cristal y flautas de plata y un piano chino, recubierto de perlas.

Precisamente en aquel momento los músicos empezaban a tocar una melodía alegre. En el salón reinaba un gran silencio y todos escuchaban atentos. Pero Ping Pong no podía esperar a que terminara la música porque en China los conciertos duran mucho más que en ningún otro lugar del mundo. Se abrió paso entre la multitud de los dignatarios y cuando estuvo a unos veinte pasos de distancia del trono, se echó al suelo sobre el vientre — así era como se saludaba en China al emperador— y se arrastró con un esfuerzo tremendo hasta los escalones de plata.

Los dignatarios se agitaron nerviosos. Los músicos dejaron de tocar porque perdieron el compás y por todo el salón se oyó un murmullo de indignación.

El emperador de China era un hombre muy grande y muy viejo, con una barba fina y blanca como la nieve que le llegaba hasta el suelo; miró asombrado, pero no molesto, al minúsculo Ping Pong que estaba a sus pies.

— ¿Qué quieres, pequeño? —preguntó lentamente—. ¿Por qué interrumpes mi concierto?

Hablaba en tono bajo, pero su voz tenía tal sonoridad que se la podía oír hasta el último rincón del salón del trono.

Ping Pong jadeaba.

— ¡Jipp... —consiguió decir—, Lúe... locomott... peí... peligro!

—Habla despacio, pequeño —le rogó el emperador con amabilidad—. ¿Qué sucede? Tómate el tiempo necesario, no tengas prisa.

— ¡Quieren salvar a Li Si! —jadeó Ping Pong.

El emperador se puso en pie de un salto.

— ¿Quiénes? —exclamó— , ¿dónde están?

— En el despacho —gritó Ping Pong— con el señor Pi Pa Po... ¡de prisa!... ¡Gua... guardia de palacio!

— ¿Qué pasa con la guardia de palacio? ¿Qué? —preguntó el emperador, excitado.

— ...¡quieren matar! —dijo Ping Pong casi sin aliento.

La agitación fue enorme. Todos corrieron hacia la puerta. Los músicos abandonaron sus instrumentos y corrieron también.

Delante de todos iba el emperador a quien la esperanza de que alguien salvara a su hija, ponía alas en los pies. Detrás de él corrían los dignatarios en tropel y en el centro de éstos el pequeño Ping Pong. Nadie se preocupaba por él y en todo aquel jaleo tenía miedo de que lo atropellaran.

Mientras tanto, Lucas y Jim se hallaban en muy mala situación. La guardia palaciega con sus sables había hecho pedazos todos los muebles de la habitación. Los dos amigos estaban indefensos ante los soldados armados. Treinta sables puntiagudos se dirigían hacia ellos.

— ¡Ponedles cadenas! —gritó el superbonzo, que entretanto había conseguido ponerse en pie, mientras intentaba inútilmente sacar la cabeza de la papelera— . ¡Sí, sí, sí, atadles con cadenas! ¡Son espías peligrosos! —chillaban los otros bonzos y los escribientes.

A Lucas y a Jim los ataron de pies y de manos con gruesas cadenas y los llevaron a la presencia del señor Pi Pa Po y de los otros dos bonzos.

El superbonzo, sonriendo furioso, preguntó a través del enrejado de la papelera:

— ¿Cómo os encontráis? Lo mejor será que os corten ahora mismo vuestras honorables cabezas.

Lucas no respondió. Juntó todas sus fuerzas e intentó romper las cadenas. Pero eran de acero chino y tan gruesas, como para atar a un elefante.

Los bonzos sacudieron la cabeza y los escribientes se rieron de los esfuerzos de Lucas.

—Jim, muchacho —dijo éste por fin, dirigiéndose a su pequeño amigo; hablaba despacio y con voz ronca, sin preocuparse de los escribientes ni de los bonzos— , ha sido un viaje muy corto. Siento que tengas que compartir mi suerte.

Jim tragó saliva.

— ¡Pero somos amigos! —contestó en voz baja, mordiéndose el labio inferior para que no le temblara.

Los escribientes volvieron a estallar en risas y los bonzos inclinaron las cabezas dirigiéndose los unos a los otros sonrisas irónicas.

—Jim Botón —dijo Lucas— , eres el chico más simpático que he encontrado en toda mi vida.

— ¡Conducidlos al lugar de la ejecución! —ordenó el superbonzo.

Los soldados cogieron a Lucas y a Jim para llevárselos.

— ¡Alto! — dijo de pronto una voz no muy fuerte, pero que todos oyeron perfectamente. Se volvieron.

Allí, en la puerta, estaba el emperador de China y detrás de él todos los dignatarios del reino.

— ¡Abajo los sables! —ordenó el emperador.

El capitán palideció por el miedo y bajó la espada. Los soldados le imitaron.

— ¡Quitad las cadenas a los extranjeros! —mandó el emperador—.

Y ponédselas inmediatamente al señor Pi Pa Po y a los otros.

Le obedecieron en seguida.

Lo primero que hizo Lucas en cuanto se vio libre, fue encender la pipa que se le había apagado; luego dijo:

— ¡Ven, Jim!

Los dos amigos se dirigieron hacia el emperador de China. Lucas se quitó la gorra de la cabeza y la pipa de la boca y dijo:

— ¡Buenos días, Majestad! ¡Me alegro de poderle conocer, por fin!

Y los tres se dieron la mano.

EN EL QUE JIM BOTÓN CONOCE DE MODO INESPERADO EL SECRETO DE SU NACIMIENTO

El emperador, Lucas y Jim, con el séquito de los dignatarios, se dirigían tranquilamente hacia el salón del trono atravesando los corredores de palacio.

— ¡Ha llegado usted en el momento preciso, Majestad! —le dijo Lucas al emperador mientras subían por la ancha escalera de mármol— . Esto hubiera podido tener un fin fatal. ¿Cómo supo usted de nosotros?

— Por un chiquillo diminuto que entró de repente —contestó el

emperador—. No sé quién es, pero parecía un chiquillo decidido e inteligente.

— ¡Ping Pong! —exclamaron Lucas y Jim ala vez. —Es el niño de los niños del cocinero mayor, el que tiene ese nombre tan complicado —añadió Jim.

— ¿El señor Schu Fu Lu Pi Plu? —preguntó el emperador, sonriendo.

— ¡Exactamente! —dijo Jim— . ¿Pero dónde está Ping Pong?

Nadie lo sabía y todos empezaron a buscar. Por fin encontraron al pequeño. Se había envuelto en una esquina de una cortina de seda y estaba durmiendo. Para un niño de su edad, el salvamento había representado un esfuerzo demasiado grande. Cuando vio que los dos amigos estaban salvados, cayó en un sueño tranquilo y profundo.

El mismo emperador se inclinó hacia él, lo levantó y lo llevó con cuidado a sus propios aposentos. Allí lo colocó en su cama con dosel. Lucas y Jim miraban emocionados a su pequeño salvador cuyos débiles ronquidos parecían el canto de un grillo.

— Le premiaré imperialmente —dijo el rey en voz baja—. Y en cuanto al superbonzo Pi Pa Po, podéis estar tranquilos. Él y sus compinches no escaparán a su castigo.

Desde entonces, como es natural, todo les fue estupendamente bien a los dos amigos. Les colmaron de todos los honores imaginables y cuando alguien se cruzaba con ellos, les hacía una reverencia hasta el suelo.

Durante toda la mañana reinó en la biblioteca imperial una gran agitación. La biblioteca se componía de siete millones trescientos ochenta y nueve mil quinientos dos libros. Todos los hombres cultos de China estaban ocupados en la lectura de aquellos libros.

Tenían la orden de buscar con urgencia lo que comían los habitantes de la isla de Lummerland y cómo se guisaba.

Por fin lo encontraron y avisaron en seguida a la cocina imperial, al señor Schu Fu Lu Pi Plu y a sus treinta y un niños y niños de niños (siempre uno más pequeño que el otro) los cuales eran también cocineros. Aquel día el señor Schu Fu Lu Pi Plu hizo la comida con sus propias manos. Él y su numerosa familia se habían enterado, naturalmente, de lo que había sucedido y se sentían orgullosos de Ping Pong, el miembro más joven de la familia y estaban todos muy nerviosos.

Cuando la comida estuvo a punto, el señor Schu Fu Lu Pi Plu se puso la gorra de cocinero más grande que tenía y que era del tamaño de un almohadón y llevó personalmente la comida al comedor imperial.

A los dos amigos —Ping Pong seguía durmiendo— les gustó tanto la comida que les pareció que no habían probado nunca nada tan bueno en su vida, exceptuando, quizás, el helado de fresa de la señora Quée. Alabaron debidamente el arte culinario del señor Schu Fu Lu Pi Plu y el cocinero mayor se sonrojó de alegría y su cabeza redonda brillaba como un tomate.

Además, esta vez, había verdaderos tenedores, cucharas y cuchillos para comer. Los hombres cultos habían leído que en Lummerland se usaban y le habían ordenado al platero de la corte imperial que hiciera en seguida unos cubiertos.

Después de la comida, el emperador y los dos amigos estuvieron paseando por una gran terraza. Desde ella se dominaba toda la ciudad con sus mil tejados de oro.

Se sentaron debajo de una gran sombrilla y charlaron un rato de esto y de aquello. Luego Jim fue corriendo a la locomotora a buscar un juego. Los dos amigos le explicaron al emperador las reglas y jugaron los tres. El emperador estaba muy atento pero perdía a menudo y se alegraba por ello. Pensaba para sí: «Si estos extranjeros tienen tanta suerte, es posible que consigan liberar a mi pequeña Li Si.»

Por último apareció Ping Pong, que se había despertado. Entonces les sirvieron chocolate y pastel preparado según una receta lummerlandesa y Ping Pong y el emperador, que no conocían nada semejante, probaron las dos cosas y encontraron que sabían a las mil maravillas.

— ¿Cuándo pensáis salir hacia la Ciudad de los Dragones, amigos? —preguntó el emperador cuando hubieron terminado de merendar.

—Tan pronto como sea posible —contestó Lucas—, antes sólo tenemos que enterarnos de la importancia que tiene en realidad esta Ciudad de los Dragones, dónde está, cómo se llega a ella y otras cosas semejantes.

El emperador asintió.

— Esta noche, amigos —prometió— , os enteraréis de todo lo que se sabe en China de esa ciudad.

Luego el emperador y Ping Pong llevaron a los dos amigos al jardín del palacio imperial para pasar el tiempo hasta la noche. Les enseñaron todas las curiosidades, como, por ejemplo, los maravillosos juegos de agua chinos y los surtidores; hermosos pavos reales paseando orgullosos sus colas que parecían de oro verde y violeta y ciervos azules con cuernos plateados que se acercaban confiados y eran tan mansos que se podía montar en ellos. Había también unicornios chinos cuya piel brillaba como la luz de la luna, búfalos de color de púrpura, de pelo largo y ondulado, elefantes blancos con diamantes incrustados en los colmillos, pequeños monos sedosos con caras alegres y miles de otras curiosidades.

Por la noche cenaron en la terraza, y cuando terminaron volvieron todos al salón del trono. Allí, entretanto, se habían hecho grandes preparativos.

El gigantesco salón estaba iluminado por miles de candelabros con piedras preciosas. Los veintiún hombres más cultos de China estaban reunidos allí y esperaban a Lucas y a Jim. Habían traído documentos y libros en los que se podía encontrar todo lo conocido sobre la Ciudad de los Dragones.

Se puede imaginar fácilmente lo cultos que debían de ser aquellos veintiún hombres, cuando en aquel país donde los niños pequeños son ya tan listos, eran reconocidos como los más cultos. Se les podía preguntar todo; por ejemplo cuántas gotas de agua hay en el mar o la distancia hasta la luna o por qué el mar Rojo es rojo o cómo se llama el animal más raro, o cuándo será el próximo eclipse de sol. Todo esto lo sabían de memoria.

El nombre que se les daba a estos hombres era el de «Flores de la Sabiduría». Pero la verdad es que no se parecían en nada a las flores. Algunos de ellos, por lo mucho que habían estudiado y por lo mucho que habían aprendido de memoria, se habían ido encogiendo y tenían la cabeza exageradamente desarrollada.

Otros, de tanto leer y estar sentados, se habían vuelto pequeños y gordos y sus posaderas eran grandes y aplanadas. Los de la tercera clase, de tanto estirarse hacia los libros de las estanterías más altas, se habían vuelto largos y delgados como mangos de escoba. Todos llevaban gruesas gafas de oro y ésta era precisamente la señal que les distinguía. Cuando los veintiún «Flores de la Sabiduría» hubieron saludado, primero al emperador y luego a los dos amigos echándose al suelo sobre el vientre, Lucas empezó a preguntar:

— Ante todo, quisiera saber una cosa —dijo encendiendo su pipa—: ¿cómo se sabe que la princesa está en la Ciudad de los Dragones?

Un sabio de los de la clase de mango de escoba se adelantó, ajustándose las gafas y explicó:

— Esto, honorables extranjeros, ha sucedido de la siguiente manera: la princesa Li Si, dulce como el rocío, pasaba hace un año las vacaciones de verano junto al mar. De repente un día desapareció sin dejar rastro. Nadie supo qué había sido de ella.

La terrible incertidumbre duró hasta que, hace dos semanas, unos pescadores encontraron en el río Amarillo una botella con un mensaje. El río Amarillo nace en la montaña con estrías rojas y blancas y pasa por delante de las puertas de nuestra ciudad. Lo que se encontró era un biberón como los que usan las niñas para jugar a muñecas. Dentro había una carta de nuestra princesa, la que se parece a un pétalo de flor.

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
2.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Texans by Brett Cogburn
Born of Legend by Sherrilyn Kenyon
Kickass Anthology by Keira Andrews, Jade Crystal, Nancy Hartmann, Tali Spencer, Jackie Keswick, JP Kenwood, A.L. Boyd, Mia Kerick, Brandon Witt, Sophie Bonaste
0373011318 (R) by Amy Ruttan
cat stories by Herriot, James
Eye of the Coven by Larissa Ladd
Little, Big by John Crowley