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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (9 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—¿Y por qué?

—Por el momento y el lugar en que sucedió y por una de las personas interrogadas por la policía del estado. Nunca detuvieron al hijo de puta (sólo era uno del puñado de sospechosos principales), pero su nombre y el interrogatorio constaban en el viejo informe. Me costó un montón, pero al final lo encontré.

—¿Y qué tiene de interesante? —inquirió Jeffrey.

El agente Martin hizo ademán de levantarse y luego pareció cambiar de idea. De pronto, se inclinó hacia delante, acercando el voluminoso torso a sus rodillas, como un hombre que describe una conspiración, en voz baja, ronca y cargada de una ferocidad malévola.

—¿Interesante? Le diré qué tiene de interesante, profesor. Puesto que el cadáver de esa chica fue encontrado en el condado de Mercer, Nueva Jersey, a las afueras de un pueblo llamado Hopewell, unos tres días después de que usted, su madre y su hermana pequeña abandonaran su hogar para siempre… y porque el hombre a quien la policía interrogó pocos días después de la desaparición de esta joven, y de que su familia y usted se diesen el piro de allí, era su jodido padre.

Jeffrey no contestó. Tenía calor, como si la habitación hubiese estallado en llamas de repente. La garganta se le secó de inmediato, y la cabeza le daba vueltas. Se agarró a la mesa para estabilizarse, y pensó: «Lo sabías, ¿verdad? Lo has sabido desde el principio, durante todos estos años. Sabías que algún día se presentaría alguien para decirte lo que acabas de oír.»

Le dio la sensación de que no podía respirar, como si se le hubiesen atragantado las palabras.

El agente Martin reparó en todo ello y achicó los ojos, que tenía clavados en el Profesor de la Muerte.

—Bien. Ahora —murmuró— estamos listos para empezar. Le he dicho que no queda mucho tiempo.

—¿Por qué? —barbotó Jeffrey.

—Porque hace menos de cuarenta y ocho horas desapareció otra chica en el Territorio del Oeste. Ahora mismo, en una oficina supuestamente segura y confortable, donde en teoría la vida transcurre con normalidad, maldita sea, un hombre, una mujer, un hermano pequeño y una hermana mayor están sentados, intentando entender lo incomprensible. Escuchando una explicación sobre lo inexplicable. Enterándose de que lo único que les habían garantizado categóricamente que nunca les sucedería les ha sucedido. —El agente Martin frunció el ceño, como si esta idea lo asqueara—. Usted, profesor. Usted va a ayudarme a encontrar a su padre.

3
Preguntas poco razonables

Jeffrey Clayton se sintió mareado por unos momentos y las mejillas le escocían como si le hubiesen propinado un bofetón.

—Eso es ridículo —contestó de inmediato—. Usted no está en sus cabales.

—¿De verdad? —preguntó el agente Martin—. ¿Le parece que actúo como un loco, que hablo como un loco?

Jeffrey inspiró hondo, despacio, e hizo una pausa al espirar, de modo que el aire que expulsaban sus pulmones siseó al pasar entre sus dientes.

—Mi padre —dijo con una ponderación con la que intentaba poner en orden los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza—. Mi padre murió hace más de veinte años. Se suicidó.

—Ya. ¿Está seguro de eso?

—Sí.

—¿Vio usted el cadáver?

—No.

—¿Asistió al entierro?

—No.

—¿Leyó algún informe policial, un dictamen forense?

—No.

—Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro?

Jeffrey sacudió la cabeza.

—Sólo le repito lo que me dijeron y lo que yo creía. Que él murió. Cerca de la que había sido nuestra casa, en Nueva Jersey.

Pero no recuerdo exactamente cómo, ni dónde. Nunca he querido conocer las circunstancias concretas.

—Eso tiene mucho sentido —comentó Martin en voz baja, volviendo los ojos hacia arriba con una expresión irónica.

El agente sonrió, pero se trataba de nuevo de un gesto forzado, que reflejaba más ira amenazadora que otra cosa. Jeffrey abrió la boca para añadir algo, pero decidió quedarse callado.

Al cabo de unos segundos, Martin arqueó las cejas.

—Entiendo —dijo—. No recuerda dónde murió su padre, ni exactamente cuándo, ni conoce los detalles. Hay muchas maneras de suicidarse. ¿Se pegó un tiro? ¿Se ahorcó? ¿Se tiró a una vía de tren? ¿Dejó alguna nota escrita, o un último mensaje grabado en vídeo? ¿Un testamento, tal vez? Usted no tiene idea, ¿verdad? Y aun así está convencido de que en efecto se mató y de que lo hizo en algún sitio distinto pero no muy lejano de allí donde había vivido. ¿Es ésa una certeza científica? —preguntó con sarcasmo.

El profesor dejó que la pregunta quedara flotando en el aire entre los dos por unos instantes antes de responder.

—Todo lo que sé lo oí de boca de mi madre durante una conversación que tuvimos. Me dijo que la habían informado del suicidio, y que ella desconocía las causas. No recuerdo que me haya hablado de cómo se enteró, ni recuerdo haberle preguntado cómo lo sabía. De todos modos, ella no tenía ninguna razón para mentirme o engañarme de alguna manera. No hablábamos de mi padre a menudo, así que no había ningún motivo para que me mostrara interesado por los pormenores. Simplemente seguí con lo mío: mis estudios, mis clases, mis títulos. Él ya no era un factor relevante en mi vida. Había dejado de serlo cuando yo aún era pequeño. No lo conocía, ni sabía gran cosa de él. Era mi padre exclusivamente como consecuencia de una cópula y no porque yo tuviera relación con él. La noticia de su muerte me dejó más bien indiferente. Era como si me hubiesen relatado algún incidente lejano y secundario de escasa trascendencia. Algo que hubiese ocurrido en un rincón remoto del mundo. Para mí, él no significaba nada. No existía. Un recuerdo vago de una infancia que había dejado atrás hacía mucho tiempo. Ni siquiera llevo su apellido.

El agente Martin se reclinó en el sillón de piel, tan grande que envolvía su corpulencia considerable. Por un momento intentó ponerse cómodo, cambiando varias veces de posición.

—Joder —farfulló—. Este sillón es como una casa. Se podría instalar una cocina. —Volvió la vista hacia Jeffrey—. Nada de lo que acaba de decir se ajusta ni remotamente a la realidad, ¿verdad, profesor? —preguntó con brusquedad.

Jeffrey clavó la mirada en el hombre que tenía enfrente, tratando de verlo con mayor claridad, como un topógrafo que, al no fiarse ya de las lecturas de sus instrumentos y de su equipo, estudia el terreno a simple vista para asegurarse. Cayó en la cuenta de que apenas era consciente de las dimensiones de Martin, así que decidió que lo más prudente sería formarse un nuevo juicio sobre él. Reparó en que las cicatrices de quemaduras que el inspector tenía en manos y cuello parecían emitir un tenue brillo rojizo cuando Martin reprimía la furia de su interior, como si delataran sus emociones inadvertidamente.

—Bueno —prosiguió Martin con suavidad—, tal vez una cosa sea verdad. Tengo entendido que su madre sí le dijo que él había muerto, y seguramente incluso que había sido un suicidio. Eso no dudo que sea cierto. Me refiero a que ella se lo dijera. —Tosió, quizá con la intención de ser cortés, aunque sonó más como una expresión de burla—. Pero eso viene a ser lo único, ¿no?

Jeffrey negó con la cabeza, lo que sólo sirvió para arrancarle otra sonrisa a Martin. Al parecer, cuanto más se enfadaba el inspector, más sonreía.

—Ocurre constantemente, ¿no es así, profesor? Don Experto en la Muerte. A los asesinos en serie con frecuencia les remuerde tanto la conciencia por la depravación de sus asesinatos que, al no soportar más su existencia patética y maligna, se suicidan, ahorrándole con ello a la sociedad la molestia y el esfuerzo que supone darles caza y llevarlos a juicio. ¿Estoy en lo cierto, profesor? Es algo que sucede comúnmente, ¿no?

—Sucede —admitió Jeffrey con aspereza—, pero no es algo común. La mayoría de los asesinos en serie que hemos estudiado no muestran remordimiento. Ni por asomo. No todos, desde luego, pero la mayoría.

—Entonces, ¿tendrían algún otro motivo para cometer uno de esos suicidios infrecuentes?

—Lo que tienen es un acuerdo con la muerte. Ya sea la suya propia o la de otro, aparentemente se sienten cómodos con ella.

El agente asintió, complacido con el impacto que su pregunta sarcástica parecía haber tenido.

—¿Cómo es —inquirió Jeffrey despacio— que ha venido usted aquí? ¿Cómo es que me ha relacionado con ese hombre que quizás o quizá no perpetró algún crimen que otro hace más de veinte años? ¿Cómo es que cree que mi padre, que en realidad está muerto, ha vuelto de algún modo a este mundo y es el supuesto asesino que usted busca?

El agente Martin apoyó la cabeza en el respaldo.

—No son preguntas irrazonables —dijo.

—Yo no soy un hombre irrazonable.

—Yo creo que sí que lo es, profesor. Eminentemente irrazonable. Notablemente irrazonable. Delirante y extraordinariamente irrazonable. Igual que yo, en ese aspecto. Es la única manera de sobrellevar cada día que pasa, ¿verdad? Ser irrazonable. Cada segundo que pasa usted en este bonito entorno académico es irrazonable, profesor. Porque si fuese usted razonable, no sería la persona que es, sino el hombre que teme que vive en su interior. Igual que yo, como ya le he dicho. Aun así, intentaré responder a algunas de sus preguntas.

A Jeffrey le pareció de nuevo que debía replicar, negar vehementemente todo lo que acababa de decir el inspector, levantarse, marcharse, dejarlo allí solo. Pero no hizo nada de eso.

—Por favor —dijo con frialdad.

Martin se removió en su asiento y se agachó para recoger su maletín de piel. Rebuscó en los papeles que contenía y extrajo unos informes grapados. Los hojeó rápidamente hasta encontrar lo que buscaba y sacó de un bolsillo interior de la americana unas gafas para leer con montura de pasta, en forma de media luna. Se las colocó sobre la nariz y levantó la vista una sola vez hacia el profesor antes de posarla en el texto que tenía delante.

—Me hacen mayor, ¿no? Tampoco me favorecen mucho, ¿verdad? —El inspector se rio, como para recalcar la incongruencia de su aspecto—. Es una transcripción de la entrevista entre un inspector de la policía estatal de Nueva Jersey y un tal J. P. Mitchell. ¿Le suena ese nombre?

—Por supuesto que me suena. Así se llamaba mi padre. Mi difunto padre.

El agente Martin sonrió.

—Claro. El caso es que el inspector sigue el procedimiento habitual, redacta el informe, explica el caso que tiene entre manos, consigna la fecha, el lugar y la hora del día… todo muy minucioso y muy oficial, incluidas las advertencias de rigor antes del interrogatorio. Luego le pide los números de teléfono, de la seguridad social, las direcciones y toda clase de datos a su viejo, que parece responder sin reservas…

—Tal vez no tenía nada que ocultar.

El agente volvió a sonreír de oreja a oreja.

—Claro. Bueno, luego el inspector entra en detalles sobre el asesinato de la chica, y su amado padre los niega todos, uno tras otro.

—Exacto. Fin de la historia.

—No del todo.

Martin pasó las páginas del informe y arrancó tres de las centrales, que le tendió a Jeffrey. El profesor notó de inmediato que su numeración estaba en el noventa y pico. Hizo un cálculo rápido —dos páginas por minuto— y concluyó que el policía llevaba para entonces cerca de una hora interrogando a su padre. Sus ojos se deslizaron por las palabras. Saltaba a la vista que un estenógrafo había transcrito la entrevista a partir de una grabación; sólo figuraban las preguntas y respuestas, sin adornos de ninguna clase, sin descripciones de los dos hombres que hablaban entre sí, sin pormenores sobre la entonación o el nerviosismo. «¿Estaba de pie el policía? —se preguntó—. ¿Caminaba por la habitación, en círculos como un ave de presa? ¿Tenía mi padre la frente perlada de sudor, se humedecía los labios con la lengua tras cada respuesta? ¿Dio el inspector alguna palmada en la mesa? ¿Permanecía muy cerca de mi padre, en actitud amenazadora, o se conducía con frialdad, arrojándole serenamente preguntas como dardos? Y mi padre, ¿se reclinaba en la silla con una leve sonrisa, parando cada estocada con el juego de piernas de un esgrimista, disfrutando con el juego conforme aceleraba en torno a él?»

Jeffrey imaginó un cuarto reducido, probablemente con sólo una lámpara de techo. Una habitación pequeña, casi sin muebles, con las paredes desnudas, aislamiento moderno para insonorizar y una nube de humo de cigarrillo flotando sobre una mesa cuadrada y funcional. Dos sillas sobrias de acero. Su padre no estaba esposado, pues no lo habían detenido. Un magnetófono encima de la mesa, recogiendo en silencio las palabras, con los cabezales girando como si aguardaran pacientemente una confesión que nunca llegaría.

¿Qué más? Un espejo en la pared que en realidad era una ventana de observación, pero él la habría reconocido y habría hecho caso omiso de ella.

Jeffrey se detuvo de golpe. «¿Cómo puedes saber eso? —se exigió una respuesta a sí mismo—. ¿Cómo puedes saber nada acerca de la pinta, la actitud y la voz que tenía tu padre esa noche, hace tantos años?»

Notó un ligero temblor en las manos cuando se puso a leer las páginas de la transcripción. Lo primero que le llamó la atención fue que no constara el nombre del policía.

P. Señor Mitchell, dice que, la noche que desapareció Emily Andrews, usted estaba en casa con su familia, ¿correcto?

R. Sí, correcto.

P. ¿Podrían ellos corroborar esa información?

R. Sí, si da usted con ellos.

P. ¿Ya no viven con usted?

R. Así es. Mi mujer me ha dejado.

P. ¿Por qué? ¿Adónde han ido?

R. No sé adónde han ido. En cuanto al porqué, bueno, supongo que eso tendría que preguntárselo a ella. No le resultaría fácil, claro está. Sospecho que se habrá ido para el norte. A Nueva Inglaterra, tal vez. Siempre decía que le gustaban los climas más fríos. Es raro, ¿no cree?

P. ¿Así que no hay nadie que confirme su coartada?

R. «Coartada» es una palabra que tiene ciertas connotaciones en este contexto, ¿no, inspector? No acabo de entender por qué necesito una coartada. Las coartadas son para los sospechosos. ¿Soy un sospechoso, agente? Corríjame si me equivoco, pero la única relación que ha establecido entre esa desafortunada joven y yo es que asistía a mi clase de historia de tercero. La noche en cuestión, yo estaba en casa.

P. La vieron subirse a su coche, señor Mitchell.

R. Si no me equivoco, la noche de su desaparición llovía y estaba oscuro. ¿Tiene la certeza de que era mi coche? No, lo suponía. De todas formas, ¿qué tendría de malo que acompañase en el coche a una alumna en una noche fría y tormentosa?

P. ¿O sea que admite que ella subió a su coche la última noche que fue vista con vida?

R. No, no es eso lo que he dicho. Lo que digo es que no tendría nada de raro que un profesor acercase a una alumna a algún sitio en coche. Esa noche en particular, o cualquier otra noche.

P. ¿Su mujer lo ha dejado de buenas a primeras?

R. ¿Recuperando un tema anterior? Esa clase de cosas nunca sucede de buenas a primeras, inspector. Nos habíamos distanciado desde hacía algún tiempo. Discutimos. Ella se marchó. Una historia tristemente vulgar. Quizá no somos idóneos el uno para el otro, ¿quién sabe?

P. ¿Y sus hijos?

R. Tenemos dos. Susan, de siete años, y mi tocayo Jeffrey, de nueve. Ella volverá, inspector. Siempre vuelve. Y si no, bueno, la encontraré. Siempre la encuentro. Y entonces todos volveremos a estar juntos. ¿Sabe?, a veces uno tiene la corazonada, una sensación de inevitabilidad, tal vez, de que, por muy difícil y desalentadora que resulte la vida en común, estamos absolutamente destinados a seguir juntos, para siempre. Unidos.

P. ¿Ella le había dejado en ocasiones anteriores?

R. Hemos tenido problemas antes. Alguna que otra separación temporal. La encontraré. Es todo un detalle por su parte mostrar tanto interés por mi situación familiar.

P. ¿Cómo la encontrará, señor Mitchell?

R. A través de sus familiares, sus amigos. ¿Cómo se las arregla uno para encontrar a alguien, inspector? En el fondo, nadie quiere desaparecer realmente. Nadie quiere borrarse del mapa. Al menos, nadie que no sea un criminal. Quienes se marchan sólo quieren irse a algún sitio nuevo para hacer algo distinto. Y así, tarde o temprano, acaban por tirar de un hilo que los conecta con su vida anterior. Escriben una carta, hacen una llamada… lo que sea. Basta con estar al otro lado, sujetando el otro extremo del hilo y notar ese tirón cuando se produce. Pero eso usted ya lo sabe, ¿no, inspector?

P. ¿Cuál es el apellido de soltera de su esposa?

R. Wilkes. Su familia es de Mystic, Connecticut. Le anotaré su número de la seguridad social, si quiere. ¿Está interesado en hacer el trabajo por mí?

P. ¿Por qué he encontrado un par de esposas en su automóvil?

R. Entiendo. Ahora estamos saltando a un tema nuevo. Las ha encontrado porque ha registrado ilegalmente mi coche, sin una orden judicial. No puede efectuar un registro sin una orden judicial.

P. ¿Para qué las tenía allí?

R. Soy muy aficionado a todo lo relacionado con el crimen y el misterio. Colecciono objetos policiales como hobby.

P. ¿Cuántos profesores de historia llevan esposas consigo?

R. No lo sé. ¿Algunos? ¿Muchos? ¿Unos pocos? ¿Es ilegal tener unas esposas?

P. El cadáver de Emily Andrews presentaba en las muñecas marcas que podrían ser de esposas.

R. «Podrían» es una palabra endeble, ¿no, inspector? Una palabra floja, pusilánime, patética, que en realidad no significa nada. Quizá presente marcas, pero no son de mis esposas.

P. No le creo. Me parece que me está mintiendo.

R. Entonces no se prive de demostrar que lo que digo es falso. Pero no puede, ¿verdad, inspector? Porque si pudiera, no estaríamos perdiendo el tiempo de esta manera, ¿no?

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