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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (7 page)

BOOK: Justicia uniforme
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La suspicacia que había ido calando en los huesos de Brunetti en el transcurso de los años, le hacía sospechar que el accidente de la
signora
Moro podía haber sido otra cosa. Ella debió de gritar al recibir el disparo, y un grito de mujer por fuerza tenía que hacer acudir a cualquier cazador. Aunque él no tenía una gran opinión de los cazadores, se resistía a creer que alguno de ellos pudiera abandonar a una mujer en el suelo, sangrando. Esa convicción lo llevó a considerar qué clase de persona podía hacer tal cosa, lo cual, a su vez, le hizo preguntarse qué otros actos de violencia podía ser capaz de cometer esa persona.

Brunetti sumó a estas especulaciones el hecho de que Moro hubiera servido en el Parlamento durante algún tiempo y hubiera dimitido hacía unos dos años. Una coincidencia puede asociar hechos por especie, sujeto o tiempo: una misma cosa sucede a distintas personas, distintas cosas suceden a la misma persona, o distintas cosas suceden a distintas personas al mismo tiempo. Moro había renunciado a su escaño en el Parlamento por las mismas fechas en que su esposa había sido herida. Normalmente, esto no levantaría sospechas, ni siquiera en una persona tan instintivamente recelosa como Brunetti, de no ser porque la muerte del hijo de ambos marcaba un punto desde el que podía iniciarse un proceso de triangulación especulativa en torno a la posible relación del tercer hecho con los otros dos.

Brunetti miraba al Parlamento con los ojos con que la mayoría de los italianos miran a la suegra. Sin lazos de sangre que la hagan acreedora a afecto y consideración, la suegra exige obediencia y respeto, sin hacer nada por merecerlos. Esta presencia extraña, impuesta en la vida de una persona por el puro azar, impone exigencias cada vez mayores a cambio de vanas promesas de armonía doméstica. La resistencia es inútil, ya que toda oposición tiene inevitablemente tortuosas e imprevisibles repercusiones.

Brunetti levantó el teléfono y marcó el número de su casa. Cuando, después de la cuarta señal, oyó el contestador, colgó sin hablar, abrió el cajón de abajo y sacó la guía telefónica. La abrió por la P y buscó Perulli, Augusto. Arrojó la guía al cajón y marcó el número.

A la tercera señal, una voz masculina contestó:

—Perulli.

—Brunetti. Tengo que hablar contigo.

Después de una pausa bastante larga, el hombre dijo:

—Ya me extrañaba que tardaras tanto en llamar.

—Sí —fue toda la respuesta de Brunetti.

—Dentro de media hora. Durante una hora. Si no, mañana.

—Iré ahora —dijo Brunetti.

Cerró el cajón con el pie y salió del despacho y de la
questura.
Disponía de media hora y decidió ir andando hasta Campo San Maurizio y, como le sobraba tiempo, entró en el taller de una amiga, a saludar. Pero tenía en la cabeza pensamientos muy alejados de la joyería, y sólo estuvo lo justo para intercambiar un beso y prometer venir pronto a cenar con Paola. Luego cruzó el
campo
y se dirigió hacia el Canal Grande.

Hacía seis años que había estado en el apartamento, hacia el final de una larga investigación que había seguido el rastro de una operación de narcotráfico que iba desde las fosas nasales de adolescentes neoyorquinos hasta una discreta cuenta en Ginebra, pasando por Venecia, donde una parte del dinero había sido invertido en un par de pinturas que debían ir a parar, con el resto del dinero, a los sótanos de la entidad helvética. El dinero había viajado sin tropiezo por el empíreo reino del ciberespacio, pero los cuadros, de menos etérea materia, habían sido retenidos en el aeropuerto de Ginebra. Uno era de Palma el Viejo y el otro de Marieschi, ambos, por consiguiente, parte del patrimonio artístico del país, por lo que no podían ser exportados, por lo menos, legalmente.

Aún no hacía cuatro horas que los cuadros habían sido descubiertos cuando Augusto Perulli llamaba a los
carabinieri
para denunciar el robo. No había pruebas de que Perulli hubiera sido informado de la retención de los cuadros —posibilidad que apuntaría a una inconcebible corrupción policial—, por lo que se decidió que Brunetti, que había ido a la escuela con Perulli y mantenían una relación amistosa, fuera a hablar con él. Tal decisión no se tomó hasta el día siguiente de que se encontraran los cuadros, cuando ya se había liberado de la custodia policial al hombre que los transportaba, si bien la índole exacta del descuido burocrático que había dado lugar a semejante error no llegó a ser aclarada a satisfacción de la policía italiana.

Cuando, finalmente, Brunetti habló con su antiguo condiscípulo, Perulli dijo que no había descubierto la desaparición de los cuadros hasta el día antes y que no tenía idea de cómo había podido ocurrir. Cuando Brunetti quiso saber cómo era posible que sólo hubieran robado dos cuadros, Perulli le impidió que siguiera haciendo preguntas al darle su palabra de honor de que no sabía absolutamente nada del asunto, y Brunetti le creyó.

Dos años después, el hombre que había sido detenido con los cuadros, volvió a ser arrestado por los suizos, esta vez, en Zurich, por tráfico de inmigrantes. Con el objeto de hacer un trato con la policía, el hombre admitió que, efectivamente, los cuadros se los había dado Perulli, que le había pedido que los entregara a su nuevo propietario al otro lado de la frontera, pero para entonces Perulli había sido elegido miembro del Parlamento y gozaba de inmunidad.


Ciao,
Guido —dijo Perulli al abrir la puerta, tendiendo la mano a Brunetti.

Éste comprendió lo teatral que había resultado su vacilación en estrechar la mano de Perulli, que también lo advirtió. Ninguno de los dos trataba de disimular su recelo mientras buscaba sin recato en el otro las señales dejadas por los años transcurridos desde la última vez que se habían visto.

—Cuánto tiempo, ¿verdad? —dijo Perulli, que dio media vuelta para guiar a Brunetti al interior del apartamento. Su figura alta seguía siendo esbelta y se movía con la gracia y la fluidez de aquella juventud que había compartido con Brunetti y demás compañeros. Aún tenía el pelo espeso, que ahora llevaba más largo que antes, y la piel tersa, iluminada todavía por los restos del bronceado veraniego. Brunetti se preguntó cuándo había empezado a buscar en las caras de sus amigos de juventud la huella del paso del tiempo.

El apartamento estaba prácticamente igual que como él lo recordaba: techos altos y espacios bien proporcionados, cómodos sofás y sillones que invitaban a una charla sincera y hasta, quizá, indiscreta. Colgados de las paredes había retratos de hombres y mujeres de ¿pocas pretéritas: a él le constaba que Perulli se refería a ellos con naturalidad, dando a entender que eran antepasados suyos, cuando en realidad su familia había vivido durante generaciones en Castello, dedicada al comercio de fiambres y embutidos.

También había fotos nuevas, en marcos de plata, dispuestas encima de la no muy lograda copia de una cómoda florentina del siglo XVI. Brunetti se paró a mirarlas y, reflejada en ellas, vio la trayectoria de la carrera de Perulli: el adolescente con unos amigos; el joven recién salido de la universidad con uno de los líderes del partido político al que se había unido Perulli por aquel entonces; el adulto, en compañía de un antiguo alcalde de la ciudad, del ministro del Interior y del Patriarca de Venecia. Detrás, con un marco más fastuoso todavía, la cara de Perulli sonreía desde la portada de un semanario de actualidad que ya había dejado de publicarse. Aquella foto, y la necesidad de Perulli de hacer que el mundo la viera, entristecieron a Brunetti a pesar suyo.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó Perulli desde el otro lado de la sala, delante de un sofá de piel, como si le urgiera despachar esta formalidad para poder sentarse cuanto antes.

—No, nada —dijo Brunetti—. Gracias.

Perulli se sentó tirándose cuidadosamente de las perneras del pantalón, para que no se le marcaran rodilleras, gesto que hasta entonces Brunetti sólo había observado en ancianos. ¿También se levantaría los faldones del abrigo antes de sentarse en el
vaporetto
?

—Supongo que no querrás fingir que aún somos amigos, ¿verdad? —preguntó Perulli.

—No quiero fingir nada, Augusto —dijo Brunetti—. Sólo quiero hacerte unas preguntas, y te agradecería que me contestaras honradamente.

—¿Y no como la otra vez? —preguntó Perulli con una sonrisa que quería ser desenfadada pero salió sardónica, produciendo en Brunetti un desconcierto momentáneo: había algo nuevo en la boca de Perulli, un rictus distinto.

—No; no como la otra vez —dijo Brunetti sorprendiéndose a sí mismo por lo tranquilo de su tono, tranquilo pero cansado.

—¿Y si no puedo contestar?

—Me lo dices y me iré.

Perulli asintió y luego dijo:

—No tenía alternativa, ¿comprendes, Guido?

Brunetti, haciendo como sí no le hubiera oído, preguntó:

—¿Conoces a Fernando Moro?

Observó que la reacción de Perulli al oír el nombre había sido de algo más que simple reconocimiento.

—Sí.

—¿Lo conoces bien?

—Tiene un par de años más que nosotros, mi padre era amigo del suyo, si nos veíamos por la calle nos saludábamos y alguna vez habíamos tomado una copa, por lo menos, cuando éramos más jóvenes. Desde luego, no puedo decir que fuera amigo mío. —Brunetti intuyó lo que venía a continuación y no lo pilló desprevenido—: No como tú. —Por eso se quedó impasible.

—¿Lo veías en Roma?

—¿En el terreno social o profesional?

—Uno u otro.

—Socialmente, no, pero quizá coincidiéramos alguna vez en Montecitorio. De todos modos, como representábamos a partidos distintos, no trabajábamos juntos.

—¿Ni en las comisiones?

—No; nunca estuvimos en la misma.

—¿Qué hay de su fama?

—¿Qué fama?

Brunetti ahogó el suspiro que le subía a la garganta y respondió con voz neutra:

—Su fama de político. ¿Qué opinaba de él la gente?

Perulli descruzó sus largas piernas para volver a cruzarlas inmediatamente en sentido inverso. Bajó la cabeza, levantó la mano hasta la ceja izquierda y se la frotó varias veces; era lo que hacía siempre que examinaba una idea o tenía que meditar una respuesta. Al ver la cara de Perulli desde ese otro ángulo, Brunetti observó que sus pómulos parecían distintos, más acusados y definidos que cuando era estudiante. La voz, cuando al fin se dejó oír, era suave.

—Yo diría que, en general, la gente lo tenía por un hombre honrado. —Bajó la mano y esbozó una pequeña sonrisa—. Quizá demasiado honrado. —Amplió la sonrisa hasta convertirla en la que las jovencitas primero y las mujeres después habían encontrado irresistible.

—¿Qué significa eso? —preguntó Brunetti, tratando de dominar la irritación que le producía el tono zumbón que estaban adquiriendo las respuestas de Perulli.

Éste no contestó inmediatamente y, mientras pensaba lo que diría o cómo lo diría, frunció los labios varias veces, en un gesto que Brunetti no le conocía. Al fin dijo:

—Supongo que eso significa que a veces resultaba difícil trabajar con él.

Esa respuesta no decía nada a Brunetti, que volvió a preguntar:

—¿Qué significa eso?

Perulli no pudo contener un fugaz destello de irritación al mirar a Brunetti, pero cuando habló su voz era tranquila:

—Para las personas que no estaban de acuerdo con él significaba que era imposible convencerlo para que enfocara las cosas desde otro punto de vista.

—¿O sea, el punto de vista de esas personas? —preguntó Brunetti, ecuánime.

Perulli no mordió el anzuelo y se limitó a decir:

—Desde cualquier punto de vista que no fuera el que él había adoptado.

—¿Alguna vez tuviste diferencias con él?

Perulli rechazó la idea moviendo la cabeza negativamente.

—Como ya te he dicho, nunca estuvimos en la misma comisión.

—¿En qué comisiones trabajó él? —preguntó Brunetti.

Perulli apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos, y Brunetti no pudo menos que pensar que ése era un gesto deliberado para mostrar la energía que Perulli estaba dispuesto a invertir en responder a la pregunta.

Después de una pausa que parecía eternizarse, Perulli dijo:

—Que yo recuerde, estuvo en la comisión que supervisaba el servicio de Correos, en una relacionada con la agricultura, y la tercera… —Se interrumpió, miró a Brunetti con una sonrisita cómplice y prosiguió—: No recuerdo de qué iba la tercera. Quizá la misión en Albania, la cosa de la ayuda humanitaria, o las pensiones para los agricultores. No estoy seguro.

—¿Qué hacían esas comisiones?

—¿Qué hacen las comisiones? —preguntó Perulli, sinceramente sorprendido de que un ciudadano tuviera necesidad de preguntar tal cosa—. Estudiar el problema.

—¿Y después?

—Elevar sus recomendaciones.

—¿A quién?

—Al Gobierno, por supuesto.

—¿Y qué se hace con las recomendaciones?

—Se examinan, se estudian y se toma una decisión. Y, si es necesario, se aprueba una ley o se modifica la existente.

—¿Así de sencillo? —dijo Brunetti.

La sonrisa de Perulli no llegó a florecer del todo antes de que la congelara el tono de Brunetti.

—Ríete si quieres, Guido, pero no es fácil gobernar un país como éste.

—¿Y tú crees que lo gobiernas?

—Yo personalmente, no —dijo Perulli como si lo lamentara—. Por supuesto que no.

—¿Entonces todos vosotros juntos? ¿Los del Parlamento?

—Si nosotros no, ¿entonces quién? —preguntó Perulli alzando la voz con una indignación próxima a la cólera.

—Eso digo yo —convino Brunetti. Tras una pausa, prosiguió con voz perfectamente normal—: ¿Sabes algo más de esas comisiones… por ejemplo, quién más figuraba en ellas?

Perulli titubeó antes de responder: el súbito giro que Brunetti había dado a la conversación lo dejaba sin blanco para su irritación.

—No creo que haya mucho que decir de cualquiera de ellas. No son importantes, y generalmente están formadas por nuevos miembros o por personas que no están bien relacionadas.

—Comprendo —dijo Brunetti con indiferencia—. ¿Conoces a alguien más que estuviera en esas comisiones?

Temía que con esto apretaba demasiado las clavijas, y quizá Perulli se cerrara en banda o se negara a dedicarle más tiempo, pero, al cabo de un momento, el parlamentario contestó:

—Conozco a uno o dos, pero sólo superficialmente.

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