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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Teatro, Tragedia, Clásico

La casa de Bernarda Alba (5 page)

BOOK: La casa de Bernarda Alba
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LA PONCIA.—
(Con sorna.)
¿Tú lo crees así?

BERNARDA.—
(Enérgica.)
No lo creo. ¡Es así!

LA PONCIA.— Basta. Se trata de lo tuyo. Pero si fuera la vecina de enfrente, ¿qué sería?

BERNARDA.— Ya empiezas a sacar la punta del cuchillo.

LA PONCIA.—
(Siempre con crueldad.)
No, Bernarda, aquí pasa una cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has dejado a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza, digas lo que tú quieras. ¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué el mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no viniera?

BERNARDA.—
(Fuerte.)
¡Y lo haría mil veces! Mi sangre no se junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán.

LA PONCIA.— ¡Y así te va a ti con esos humos!

BERNARDA.— Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien cuál es tu origen.

LA PONCIA.—
(Con odio.)
¡No me lo recuerdes! Estoy ya vieja, siempre agradecí tu protección.

BERNARDA.—
(Crecida.)
¡No lo parece!

LA PONCIA.—
(Con odio envuelto en suavidad.)
A Martirio se le olvidará esto.

BERNARDA.— Y si no lo olvida peor para ella. No creo que ésta sea la «cosa muy grande» que aquí pasa. Aquí no pasa nada. ¡Eso quisieras tú! Y si pasara algún día estáte segura que no traspasaría las paredes.

LA PONCIA.— ¡Eso no lo sé yo! En el pueblo hay gentes que leen también de lejos los pensamientos escondidos.

BERNARDA.— ¡Cómo gozarías de vernos a mí y a mis hijas camino del lupanar!

LA PONCIA.— ¡Nadie puede conocer su fin!

BERNARDA.— ¡Yo sí sé mi fin! ¡Y el de mis hijas! El lupanar se queda para alguna mujer ya difunta...

LA PONCIA.—
(Fiera.)
¡Bernarda! ¡Respeta la memoria de mi madre!

BERNARDA.— ¡No me persigas tú con tus malos pensamientos!

(Pausa.)

LA PONCIA.— Mejor será que no me meta en nada.

BERNARDA.— Eso es lo que debías hacer. Obrar y callar a todo. Es la obligación de los que viven a sueldo.

LA PONCIA.— Pero no se puede. ¿A ti no te parece que Pepe estaría mejor casado con Martirio o... ¡sí!, con Adela?

BERNARDA.— No me parece.

LA PONCIA.—
(Con intención.)
Adela. ¡Ésa es la verdadera novia del Romano!

BERNARDA.— Las cosas no son nunca a gusto nuestro.

LA PONCIA.— Pero les cuesta mucho trabajo desviarse de la verdadera inclinación. A mí me parece mal que Pepe esté con Angustias, y a las gentes, y hasta al aire. ¡Quién sabe si se saldrán con la suya!

BERNARDA.— ¡Ya estamos otra vez!... Te deslizas para llenarme de malos sueños. Y no quiero entenderte, porque si llegara al alcance de todo lo que dices te tendría que arañar.

LA PONCIA.— ¡No llegará la sangre al río!

BERNARDA.— ¡Afortunadamente mis hijas me respetan y jamás torcieron mi voluntad!

LA PONCIA.— ¡Eso sí! Pero en cuanto las dejes sueltas se te subirán al tejado.

BERNARDA.— ¡Ya las bajaré tirándoles cantos!

LA PONCIA.— ¡Desde luego eres la más valiente!

BERNARDA.— ¡Siempre gasté sabrosa pimienta!

LA PONCIA.— ¡Pero lo que son las cosas! A su edad. ¡Hay que ver el entusiasmo de Angustias con su novio! ¡Y él también parece muy picado! Ayer me contó mi hijo mayor que a las cuatro y media de la madrugada, que pasó por la calle con la yunta, estaban hablando todavía.

BERNARDA.— ¡A las cuatro y media!

ANGUSTIAS.—
(Saliendo.)
¡Mentira!

LA PONCIA.— Eso me contaron.

BERNARDA.—
(A Angustias.)
¡Habla!

ANGUSTIAS.— Pepe lleva más de una semana marchándose a la una. Que Dios me mate si miento.

MARTIRIO.—
(Saliendo.)
Yo también lo sentí marcharse a las cuatro.

BERNARDA.— Pero, ¿lo viste con tus ojos?

MARTIRIO.— No quise asomarme. ¿No habláis ahora por la ventana del callejón?

ANGUSTIAS.— Yo hablo por la ventana de mi dormitorio.

(Aparece Adela en la puerta.)

MARTIRIO.— Entonces...

BERNARDA.— ¿Qué es lo que pasa aquí?

LA PONCIA.— ¡Cuida de enterarte! Pero, desde luego, Pepe estaba a las cuatro de la madrugada en una reja de tu casa.

BERNARDA.— ¿Lo sabes seguro?

LA PONCIA.— Seguro no se sabe nada en esta vida.

ADELA.— Madre, no oiga usted a quien nos quiere perder a todas.

BERNARDA.— ¡Yo sabré enterarme! Si las gentes del pueblo quieren levantar falsos testimonios se encontrarán con mi pedernal. No se hable de este asunto. Hay a veces una ola de fango que levantan los demás para perdernos.

MARTIRIO.— A mí no me gusta mentir.

LA PONCIA.— Y algo habrá.

BERNARDA.— No habrá nada. Nací para tener los ojos abiertos. Ahora vigilaré sin cerrarlos ya hasta que me muera.

ANGUSTIAS.— Yo tengo derecho de enterarme.

BERNARDA.— Tú no tienes derecho más que a obedecer. Nadie me traiga ni me lleve.
(A la Poncia.)
Y tú te metes en los asuntos de tu casa. ¡Aquí no se vuelve a dar un paso que yo no sienta!

CRIADA.—
(Entrando.)
¡En lo alto de la calle hay un gran gentío y todos los vecinos están en sus puertas!

BERNARDA.—
(A Poncia.)
¡Corre a enterarte de lo que pasa!
(Las mujeres corren para salir.)
¿Dónde vais? Siempre os supe mujeres ventaneras y rompedoras de su luto. ¡Vosotras al patio!

(Salen y sale Bernarda. Se oyen rumores lejanos. Entran Martirio y Adela, que se quedan escuchando y sin atreverse a dar un paso más de la puerta de salida.)

MARTIRIO.— Agradece a la casualidad que no desaté mi lengua.

ADELA.— También hubiera hablado yo.

MARTIRIO.— ¿Y qué ibas a decir? ¡Querer no es hacer!

ADELA.— Hace la que puede y la que se adelanta. Tú querías, pero no has podido.

MARTIRIO.— No seguirás mucho tiempo.

ADELA.— ¡Lo tendré todo!

MARTIRIO.— Yo romperé tus abrazos.

ADELA.—
(Suplicante.)
¡Martirio, déjame!

MARTIRIO.— ¡De ninguna!

ADELA.— ¡Él me quiere para su casa!

MARTIRIO.— ¡He visto cómo te abrazaba!

ADELA.— Yo no quería. He ido como arrastrada por una maroma.

MARTIRIO.— ¡Primero muerta!

(Se asoman Magdalena y Angustias. Se siente crecer el tumulto.)

LA PONCIA.—
(Entrando con Bernarda.)
¡Bernarda!

BERNARDA.— ¿Qué ocurre?

LA PONCIA.— La hija de la Librada, la soltera, tuvo un hijo no se sabe con quién.

ADELA.— ¿Un hijo?

LA PONCIA.— Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de unas piedras; pero unos perros, con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quieren matar. La traen arrastrando por la calle abajo, y por las trochas y los terrenos del olivar vienen los hombres corriendo, dando unas voces que estremecen los campos.

BERNARDA.— Sí, que vengan todos con varas de olivo y mangos de azadones, que vengan todos para matarla.

ADELA.— ¡No, no, para matarla no!

MARTIRIO.— Sí, y vamos a salir también nosotras.

BERNARDA.— Y que pague la que pisotea su decencia.

(Fuera su oye un grito de mujer y un gran rumor.)

ADELA.— ¡Que la dejen escapar! ¡No salgáis vosotras!

MARTIRIO.—
(Mirando a Adela.)
¡Que pague lo que debe!

BERNARDA.—
(Bajo el arco.)
¡Acabar con ella antes que lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado!

ADELA.—
(Cogiéndose el vientre.)
¡No! ¡No!

BERNARDA.— ¡Matadla! ¡Matadla!

ACTO TERCERO

(Cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de Bernarda. Es de noche. El decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas, iluminadas por la luz de los interiores, dan un tenue fulgor a la escena.)

(En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo Bernarda y sus hijas. La Poncia las sirve. Prudencia está sentada aparte.)

(Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el ruido de platos y cubiertos.)

PRUDENCIA.— Ya me voy. Os he hecho una visita larga.
(Se levanta.)

BERNARDA.— Espérate, mujer. No nos vemos nunca.

PRUDENCIA.— ¿Han dado el último toque para el rosario?

LA PONCIA.— Todavía no.

(Prudencia se sienta.)

BERNARDA.— ¿Y tu marido cómo sigue?

PRUDENCIA.— Igual.

BERNARDA.— Tampoco lo vemos.

PRUDENCIA.— Ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral.

BERNARDA.— Es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija...?

PRUDENCIA.— No la ha perdonado.

BERNARDA.— Hace bien.

PRUDENCIA.— No sé qué te diga. Yo sufro por esto.

BERNARDA.— Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en una enemiga.

PRUDENCIA.— Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los chiquillos.
(Se oye un gran golpe, como dado en los muros.)
¿Qué es eso?

BERNARDA.— El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra el muro.
(A voces.)
¡Trabadlo y que salga al corral!
( En voz baja.)
Debe tener calor.

PRUDENCIA.— ¿Vais a echarle las potras nuevas?

BERNARDA.— Al amanecer.

PRUDENCIA.— Has sabido acrecentar tu ganado.

BERNARDA.— A fuerza de dinero y sinsabores.

LA PONCIA.—
(Interviniendo.)
¡Pero tiene la mejor manada de estos contornos! Es una lástima que esté bajo de precio.

BERNARDA.— ¿Quieres un poco de queso y miel?

PRUDENCIA.— Estoy desganada.

(Se oye otra vez el golpe.)

LA PONCIA.— ¡Por Dios!

PRUDENCIA.— ¡Me ha retemblado dentro del pecho!

BERNARDA.—
(Levantándose furiosa)
¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja!
(Pausa, y como hablando con los gañanes.)
Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes.
(Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.)
¡Ay, qué vida!

PRUDENCIA.— Bregando como un hombre.

BERNARDA.— Así es.
(Adela se levanta de la mesa.)
¿Dónde vas?

ADELA.— A beber agua.

BERNARDA.—
(En alta voz.)
Trae un jarro de agua fresca.
(A Adela.)
Puedes sentarte.
(Adela se sienta.)

PRUDENCIA.— Y Angustias, ¿cuándo se casa?

BERNARDA.— Vienen a pedirla dentro de tres días.

PRUDENCIA.— ¡Estarás contenta!

ANGUSTIAS.— ¡Claro!

AMELIA.—
(A Magdalena.)
¡Ya has derramado la sal!

MAGDALENA.— Peor suerte que tienes no vas a tener.

AMELIA.— Siempre trae mala sombra.

BERNARDA.— ¡Vamos!

PRUDENCIA.—
(A Angustias.)
¿Te ha regalado ya el anillo?

ANGUSTIAS.— Mírelo usted.
(Se lo alarga.)

PRUDENCIA.— Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas..

ANGUSTIAS.— Pero y a las cosas han cambiado.

ADELA.— Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mismo. Los anillos de pedida deben ser de diamantes.

PRUDENCIA.— Es más propio.

BERNARDA.— Con perlas o sin ellas las cosas son como una se las propone.

MARTIRIO.— O como Dios dispone.

PRUDENCIA.— Los muebles me han dicho que son preciosos.

BERNARDA.— Dieciséis mil reales he gastado.

LA PONCIA.—
(Interviniendo.)
Lo mejor es el armario de luna.

PRUDENCIA.— Nunca vi un mueble de éstos.

BERNARDA.— Nosotras tuvimos arca.

PRUDENCIA.— Lo preciso es que todo sea para bien.

ADELA.— Que nunca se sabe.

BERNARDA.— No hay motivo para que no lo sea.

(Se oyen lejanísimas unas campanas.)

PRUDENCIA.— El último toque.
(A Angustias.)
Ya vendré a que me enseñes la ropa.

ANGUSTIAS.— Cuando usted quiera.

PRUDENCIA.— Buenas noches nos dé Dios.

BERNARDA.— Adiós, Prudencia.

Las cinco a la vez: Vaya usted con Dios.

(Pausa. Sale Prudencia.)

BERNARDA.— Ya hemos comido.
(Se levantan.)

ADELA.— Voy a llegarme hasta el portón para estirar las piernas y tomar un poco el fresco.

(Magdalena se sienta en una silla baja retrepada contra la pared.)

AMELIA.— Yo voy contigo.

MARTIRIO.— Y yo.

ADELA.—
(Con odio contenido.)
No me voy a perder.

AMELIA.— La noche quiere compaña.

(Salen. Bernarda se sienta y Angustias está arreglando la mesa.)

BERNARDA.— Ya te he dicho que quiero que hables con tu hermana Martirio. Lo que pasó del retrato fue una broma y lo debes olvidar.

ANGUSTIAS.— Usted sabe que ella no me quiere.

BERNARDA.— Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar. ¿Lo entiendes?

ANGUSTIAS.— Sí.

BERNARDA.— Pues ya está.

MAGDALENA.—
(Casi dormida.)
Además, ¡si te vas a ir antes de nada!
(Se duerme.)

ANGUSTIAS.— Tarde me parece.

BERNARDA.— ¿A qué hora terminaste anoche de hablar?

ANGUSTIAS.— A las doce y media.

BERNARDA.— ¿Qué cuenta Pepe?

ANGUSTIAS.— Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: «Los hombres tenemos nuestras preocupaciones.»

BERNARDA.— No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos.

ANGUSTIAS.— Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas.

BERNARDA.— No procures descubrirlas, no le preguntes y, desde luego, que no te vea llorar jamás.

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