Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—Mi abuelo dejó de ser minero gracias a su firme voluntad —declaró Simion—. Y ahora podemos ver en qué se ha convertido la familia Luxton.
—Una transformación admirable —aseveró Hannah, sonriendo irónicamente—, aunque no todos son capaces de conseguirla, ¿verdad, señor Luxton?
—Así es, en efecto.
El señor Frederick, ansioso por salir de las arenas movedizas, carraspeó con impaciencia y miró al señor Hamilton.
El mayordomo asintió imperceptiblemente y se acercó a Hannah.
—La mesa está servida, señorita. —Luego me miró y me hizo una seña para que volviera a la sala de los sirvientes. Al salir oí la voz de Hannah.
—Perfecto, ¿cenamos?
Los platos: crema de guisantes verdes, pescado y faisán, fueron servidos uno tras otro. Myra apareció algunas veces en la sala de los sirvientes para informar sobre el progreso de la velada. Aunque hacía su trabajo a ritmo frenético, la señora Townsend nunca estaba demasiado ocupada como para perderse los últimos detalles acerca de las habilidades de Hannah como anfitriona. Asintió cuando Myra dijo que, si bien la señorita Hannah lo estaba haciendo bien, su estilo no era tan encantador como el de su abuela.
—Por supuesto —afirmó la señora Townsend con la frente perlada de sudor—. Es natural, tratándose de lady Violet. No habría tolerado que sus fiestas no fueran perfectas. La señorita Hannah mejorará con la práctica. Nunca será la anfitriona perfecta, pero sin duda lo hará bien. Lo lleva en la sangre.
—Tal vez tenga razón, señora Townsend —admitió Myra. Luego enderezó el lazo del delantal y bajó la voz—. En tanto no se deje llevar por esas…
ideas modernas
.
—¿Qué clase de ideas modernas? —pregunté.
—Bueno, siempre fue una niña inteligente —se lamentó la señora Townsend—. Sin duda todos esos libros siembran ideas en la mente de una jovencita.
—¿Qué clase de ideas modernas? —repetí.
—Las olvidará cuando se case. Ten presentes mis palabras —le aseguró la señora Townsend a Myra.
—No me cabe duda de que está en lo cierto, señora Townsend.
—¿Qué clase de ideas modernas? —insistí con impaciencia.
—Algunas jóvenes no saben lo que necesitan hasta que encuentran el esposo adecuado —continuó la señora Townsend.
Ya no pude tolerarlo más.
—La señorita Hannah no va a casarse. Nunca. La oí decirlo. Va a viajar por el mundo, va a llevar una vida aventurera.
Myra carraspeó y la señora Townsend me miró fijamente.
—¿De qué hablas, tonta? —me preguntó la cocinera presionando mi frente con su mano—. Te has vuelto loca, dices cosas sin sentido, como Katie. Por supuesto que la señorita Hannah se casará. Es el objetivo de todas las jóvenes que hacen su presentación en sociedad: casarse pronto y espléndidamente. Más aún, es su deber, ahora que el pobre amo David…
—Myra —llamó el señor Hamilton, que bajaba apresuradamente la escalera—, ¿dónde está ese champán?
Oímos la voz de Katie antes de que su corta figura asomara del cuarto de la nevera aferrando torpemente las botellas entre los brazos y el cuerpo.
—Lo tengo yo, señor Hamilton —declaró, con una gran sonrisa—. Los demás estaban demasiado ocupados discutiendo.
—Bien, rápido, entonces —ordenó el señor Hamilton—. Los invitados del amo están sedientos. —Entonces se acercó a la cocina nos miró acusadoramente—. No es propio de ti distraerte de tus deberes, Myra.
—Aquí las tiene, señor Hamilton —dijo Katie.
—Ve arriba, Myra —ordenó desdeñoso el señor Hamilton—. Añora ya estoy aquí y puedo llevarlas yo mismo.
Myra me miró y subió la escalera.
—En realidad, señora Townsend —advirtió el señor Hamilton—, no debería entretener aquí a Myra. Como bien sabe, esta noche necesitamos que todos estén disponibles. ¿Puedo preguntar cuál era el tema que debían discutir con tanta urgencia?
—Ninguno, señor Hamilton —respondió la señora Townsend, evitando mirarme—. No fue en absoluto una discusión, sino un tema que nos concierne a Myra, a Grace y a mí.
—Estaban hablando de la señorita Hannah —acusó Katie—. Las oí.
—Silencio, Katie —ordenó el señor Hamilton.
—Pero yo…
—¡Katie! —gritó la señora Townsend—. Es suficiente. Y por amor de Dios, deja esas botellas para que el señor Hamilton pueda llevarlas arriba.
Katie puso las botellas en la mesa de la cocina.
El señor Hamilton recordó la tarea que tenía pendiente e interrumpió el interrogatorio para descorchar las botellas. A pesar de su destreza el corcho se empecinaba en permanecer en su lugar, hasta que de pronto…
¡Pum!
El corcho salió disparado, chocó con la lámpara, que explotó y se hizo añicos aterrizando en la salsa de caramelo de la señora Townsend. El champán rociaba la cara del señor Hamilton con triunfal efervescencia.
—¡Katie, eres una inútil! —exclamó la señora Townsend—. Has agitado las botellas.
—Lo siento, señora Townsend —dijo Katie, con la risa nerviosa que la solía acometer cuando estaba en una situación difícil—. Sólo intentaba hacer las cosas rápido, como pidió el señor Hamilton.
—Hay que ir despacio si se tiene prisa, Katie —recomendó el señor Hamilton. El champán que resbalaba por su cara le restaba seriedad a la admonición.
—Venga, señor Hamilton. —La señora Townsend tomó una punta de su delantal para secar la brillante nariz del mayordomo—. Déjeme ayudarlo.
—Señora Townsend —señaló Katie, sin abandonar sus risitas—, le ha dejado la cara llena de harina.
—¡Katie! —vociferó el señor Hamilton, limpiándose la cara con un pañuelo que había aparecido en medio del revuelo—. Eres una
tonta
. En todos los años que has pasado aquí no has desarrollado una pizca de inteligencia. A veces me pregunto por qué seguimos tolerando que…
Antes de distinguir su figura oí la ronca y agitada respiración de Alfred, por encima de la reprimenda del señor Hamilton, el alboroto de la señora Townsend y las excusas de Katie. Aunque después me contó que había bajado para averiguar por qué el señor Hamilton se demoraba, en ese momento estaba al pie de la escalera, tan quieto y pálido como una estatua de mármol o un fantasma.
Cuando nuestras miradas se cruzaron el hechizo se rompió. Él giró sobre sus talones y desapareció en el pasillo. Oímos sus pasos sobre la piedra, atravesando la puerta trasera para perderse en la oscuridad.
Todos permanecimos atentos y en silencio. El señor Hamilton hizo un movimiento. Tal vez consideró la posibilidad de seguirlo, pero el deber era su único amo. Volvió a limpiarse la cara con el pañuelo y nos miró con los labios apretados, que dibujaban una fina línea de resignado cumplimiento del deber.
Cuando me disponía a salir para buscar a Alfred, el señor Hamilton anunció:
—Grace, ponte tu mejor delantal. Te necesitamos arriba.
En el comedor, me situé entre el
chiffonier
y el sillón Luis XIV. En la pared contraria Myra levantó las cejas. No tenía manera de contarle todo lo sucedido abajo —no sabía siquiera si era posible explicarlo—, por lo que me limité a alzar levemente los hombros y luego miré hacia otro lado. Me preguntaba dónde estaría Alfred y si alguna vez volvería a ser el mismo de antes.
Los comensales estaban terminando el plato de faisán y el aire se estremecía con el amable tintineo de los cubiertos sobre la porcelana china.
—En fin —sentenció Estella—, esto estaba… —hizo una pausa apenas perceptible— sencillamente delicioso.
Miré su perfil, los movimientos de su mandíbula mientras pronunciaba cada palabra, exprimiendo toda la vitalidad que contenían antes de dejar que salieran por sus generosos labios carmesí. Recuerdo particularmente sus labios, porque sólo ella los tenía pintados. Emmeline jamás dejaría de lamentar que el señor Frederick tuviera ideas tan definidas acerca del maquillaje y de las mujeres que lo llevaban.
Estella apartó a un lado los restos de faisán, apoyó los cubiertos en el plato y se limpió la boca en la blanca servilleta de lino dejando restos de lápiz labial, que después yo tendría que lavar.
—Unos sabores tan inusuales… —señaló sonriente al señor Frederick—. Seguramente no debe de ser sencillo lograrlo en épocas de escasez.
Myra alzó las cejas. Era casi inimaginable que un invitado emitiera un juicio explícito sobre la comida. De hecho, hacer abiertamente ese tipo de comentarios era algo rayano en la descortesía. Podían interpretarse fácilmente como evidencia de desconcierto o, peor aún, de alivio. Deberíamos ser cautelosas al contárselo a la señora Townsend.
El señor Frederick, tan asombrado como nosotras, pronunció un encendido discurso sobre la insuperable habilidad de la señora Townsend para cocinar aun en esas condiciones, durante el cual Estella aprovechó para examinar el comedor. En primer lugar su mirada se entretuvo en las molduras que adornaban las paredes y el techo, continuando por el friso de William Morris, antes de posarse, por fin, en el escudo de los Ashbury. Parecía estar haciendo inventario, mientras en su mejilla se percibían los rápidos movimientos de la lengua, que trataba de soltarse un trozo de comida atrapado entre sus resplandecientes dientes.
La conversación trivial propia de las reuniones sociales no era el fuerte del señor Frederick. Sus comentarios, a poco de comenzar, se convirtieron en una isla desierta de donde no parecía posible escapar. Empezó a titubear. Dirigió la mirada hacia sus contertulios, pero Estella, Simion, Teddy y Emmeline habían encontrado su propio modo de entretenerse. Casi se había resignado a su destino cuando encontró un aliado en Hannah. Intercambiaron miradas y, mientras su metódica descripción de las tortas sin manteca de la señora Townsend llegaba al final, ella se aclaró la voz.
—Señora Luxton, usted mencionó antes a su hija. ¿No los ha acompañado en este viaje?
—No —respondió rápidamente Estella, volviendo a prestar atención a lo que ocurría en la mesa.
Simion levantó la vista de su plato de faisán y gruñó.
—Hace tiempo que Deborah no nos acompaña. Tiene responsabilidades en casa. Cuestiones de
trabajo
—indicó con tono inquietante.
En Hannah resurgió un genuino interés.
—¿Ella trabaja?
—En algo relacionado con la publicidad —explicó Simion tragando un enorme bocado de faisán—. No estoy al tanto de los detalles.
—Deborah es columnista de modas de
Women's Style
—informó Estella—. Todos los meses escribe un artículo.
—Ridículo. —El cuerpo de Simion se estremeció y tuvo un acceso de hipo que terminó en un eructo—. Tonterías sobre zapatos, vestidos y otras extravagancias.
—Pero, papá —intervino Teddy con una leve sonrisa—, la columna de Debbie es muy popular. Ejerce una gran influencia en la manera de vestir de las damas de la alta sociedad de Nueva York.
—¡Uff! Tiene suerte de que sus hijas no le den esos disgustos, Frederick. —Simion apartó su plato manchado de salsa—. Trabajar, qué ocurrencia. Las jóvenes inglesas son mucho más sensatas.
Era la oportunidad perfecta y Hannah lo sabía. Contuve el aliento. Me preguntaba si sus ansias de aventura vencerían. Deseaba que no, que atendiera al ruego de Emmeline y se quedara en Riverton. Ya tenía bastante con Alfred, no era capaz siquiera de pensar que Hannah también pudiera desaparecer.
Ella y su hermana intercambiaron una mirada y, antes de que Hannah tuviera oportunidad de hablar, Emmeline —con la voz clara y cantarina con que se instruía a las jóvenes para conversar con invitados— se apresuró a decir:
—Yo jamás lo haría. Trabajar es poco respetable, ¿verdad, papá?
—Estaría dispuesto a arrancarme el corazón antes de ver a alguna de mis hijas trabajando —respondió el señor Frederick con toda naturalidad.
Hannah apretó los labios.
—Mi corazón estuvo a punto de romperse —reconoció Simion. Luego miró a Emmeline—. Cuánto desearía que mi Deborah pensara como usted.
Emmeline sonrió. En su rostro floreció precozmente una belleza madura que casi me avergonzaba observar.
—Bueno, Simion —lo aplacó Estella—, sabes que Deborah no habría aceptado ese trabajo sin tu autorización —afirmó y luego le dedicó una exagerada sonrisa a los demás—. Jamás podría decirle que no a su hija.
Simion bufó, pero no la contradijo.
—Mamá tiene razón, papá —intercedió entonces Teddy—. Hacer algún trabajo es lo que se estila entre la gente bien de Nueva York. Deborah es joven y aún no está casada. Ya sentará la cabeza a su debido tiempo.
—Habría preferido la corrección en lugar de elegancia. Pero así es la sociedad moderna. Todos quieren ser considerados gente refinada. Es culpa de la guerra. —Nadie más que yo pudo ver que Simion deslizó sus dedos debajo de la cintura de sus ajustados pantalones, para proveer a su estómago de un espacio que le permitiera respirar—. Mi único consuelo es que gana mucho dinero —señaló, y al recordar su tema favorito, sonrió—. Frederick, ¿qué piensa de las penalidades que, según se dice, le impondrán a la pobre Alemania?
Mientras la conversación seguía su curso, Emmeline miró discretamente a Hannah, que mantenía el mentón erguido, y seguía el diálogo con la vista. Su rostro era un modelo de serenidad. Me preguntaba si finalmente se atrevería a hablar. Tal vez había cambiado de idea después de la intervención de Emmeline. Tal vez fue producto de mi imaginación su leve estremecimiento cuando la oportunidad desapareció como si súbitamente se la tragara la chimenea.
—Me dan un poco de pena los alemanes —afirmó Simion—. Entre ellos hay mucha gente admirable. Son excelentes empleados, ¿no es así, Frederick?
—En mi fábrica no tengo empleados alemanes —aseguró Frederick.
—Ese es su primer error. No encontrará una raza más aplicada en el trabajo. Carecen de sentido del humor, sin duda, pero son meticulosos.
—Yo estoy satisfecho con mis empleados ingleses.
—Su nacionalismo es admirable, Frederick. Pero no le hará prevalecer a expensas de la empresa, ¿verdad?
—A mi hijo lo mató un proyectil alemán —declaró el señor Frederick, apoyando los dedos separados y tensos en el borde de la mesa.
La observación hizo desaparecer toda su afabilidad.
El señor Hamilton advirtió mi expresión y nos hizo una seña a Myra y a mí para que interrumpiéramos la tensión recogiendo los platos. Habíamos recorrido la mitad de la mesa cuando Teddy carraspeó y dijo:
—Nuestras más profundas condolencias, lord Ashbury. Nos han contado lo que le sucedió a su hijo David. En el White aseguran que era un buen hombre.