La casa de Riverton (66 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: La casa de Riverton
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—¿A qué lady Ashbury se refiere? —le preguntó el señor Hamilton, inspeccionando al personal contratado.

—Diría que a todas ellas —aseguró la señora Townsend sin salir de su asombro.

La tarde llegó a su fin y comenzó a deslizarse hacia la noche. El aire estaba más fresco y brumoso, y en la oscuridad comenzaron a brillar los faroles verdes, rojos y amarillos.

Encontré a Hannah junto a la ventana del salón borgoña. Estaba arrodillada en el sillón mirando hacia el jardín sur. Aparentemente, supervisaba desde allí los preparativos.

—Es hora de vestirse, señora.

Ella dio un respingo. Respiró profundamente. Había estado así todo el día, inquieta como un gato, dedicándose a una tarea tras otra, sin completar ninguna.

—Un minuto, Grace —pidió.

Se demoró allí un momento, mientras el sol del ocaso teñía sus mejillas de rojo.

—No comprendo cómo no había notado hasta ahora que la vista desde aquí es maravillosa. ¿No crees?

—Sí, señora.

—Me pregunto cómo no me he dado cuenta antes.

—Supongo que habrá influido su estado de ánimo.

Una vez en su habitación, le puse los rulos, una tarea algo engorrosa. Ella no podía quedarse quieta mucho tiempo, por lo que me resultaba difícil ajustarlos, y tuve que rehacer el trabajo varias veces. Con los rulos colocados, bastante decorosamente, la ayudé a ponerse el vestido de seda plateada, ceñido al cuerpo, con finos flecos que terminaban en un amplio escote en «V» en la espalda. Hannah tiró del dobladillo, que casi tocaba las rodillas, para enderezarlo. Yo le alcancé los zapatos con finas tiras de satén plateado. La última moda de París, un regalo de Teddy.

—No, ésos no —dijo ella—. Usaré los negros.

—Pero, señora, éstos son sus zapatos favoritos.

—Los negros son más cómodos —indicó, mientras se inclinaba hacia adelante para ponerse las medias.

—Pero no quedan bien con el vestido.

—Por Dios, he dicho que usaré los negros. No me obligues a repetirlo, Grace.

Sin decir nada, me llevé el par de zapatos plateados y traje los negros.

Hannah se disculpó de inmediato.

—Lo siento, no debí hablarte así. Estoy nerviosa.

—No se preocupe, señora. Es natural que esté nerviosa.

Le quité los rulos y su cabello cayó en doradas ondas sobre los hombros. Lo cepillé, y lo sujeté con un broche de diamantes.

Hannah se inclinó hacia adelante para coger los pendientes de perlas, maldiciendo cuando una uña quedó atrapada en el broche.

Estaba colocando largos collares de perlas alrededor de su cuello cuando oímos el ruido de los primeros coches por el sendero de grava. Acomodé los collares para que cayeran entre sus omóplatos y siguieran el dibujo del escote.

—Bien. Ya está lista.

—Eso espero, Grace —comentó, irguiéndose para mirarse en el espejo—. Espero no haber olvidado nada.

—No lo creo, señora.

Con los dedos se peinó las cejas, bajó un poco más su collar de perlas, luego volvió a subirlo, y bufó ruidosamente. De pronto se oyó un clarinete. Hannah apoyó una mano en su pecho y exclamó:

—¡Ay, Dios mío!

—Será una fiesta emocionante, señora —aseguré cautelosa—. Por fin verá su trabajo hecho realidad.

Hannah me lanzó una penetrante mirada. Me pareció que iba a decirme algo, pero no lo hizo. Sus labios pintados de rojo permanecieron cerrados por un instante. Luego dijo:

—Tengo algo para ti, Grace. Un regalo.

—No es mi cumpleaños —repuse desconcertada.

Ella sonrió y se apresuró a abrir un cajón de su tocador. Giró hacia mí, con los dedos apretados. Sostenía el objeto por la cadena, y lo dejó caer en mi palma.

—Pero, señora, es su relicario.

—Era. Era mi relicario. Ahora es tuyo.

Traté de devolvérselo rápidamente. Los regalos inesperados me ponían nerviosa.

—Oh, no, señora, gracias, pero no puedo.

Ella apartó mi mano con firmeza.

—Insisto. Es mi manera de agradecerte todo lo que has hecho por mí.

¿Detecté entonces que esas palabras anunciaban que algo llegaba a su fin?

—Sólo cumplo con mi deber, señora.

—Acepta el relicario, Grace. Por favor.

Antes de que pudiera seguir discutiendo, Teddy apareció en la puerta. Alto y elegante con su traje negro. En el lustroso cabello todavía se apreciaban las marcas del peine. Los nervios dibujaban arrugas en su amplia frente.

Aferré el relicario.

—¿Estás lista? —le preguntó a Hannah, atusándose inquieto el bigote—. Abajo hay una amiga de Deborah, Cecil, la fotógrafa. Quiere retratar a la familia antes de que llegue el grueso de los invitados. —Teddy golpeó el marco de la puerta con la palma un par de veces—. ¿Dónde demonios está Emmeline? —inquirió antes de salir.

Hannah acomodó la cintura de su vestido. Noté que le temblaban las manos.

—Deséame suerte, Grace —me pidió, sonriente y ansiosa.

—Buena suerte, señora.

Entonces hizo algo que me sorprendió: se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.

—Y buena suerte para ti, Grace.

Hannah me estrechó ambas manos y corrió detrás de Teddy, dejándome allí con el relicario.

Durante un rato estuve observando por la ventana. Los caballeros y las damas, vestidas de verde, de amarillo, de rosa, bajaban la escalera de piedra de la terraza hacia el jardín. La música flotaba en el ambiente. Los faroles chinos se balanceaban con la brisa. Los camareros que el señor Hamilton había contratado llevaban en alto enormes bandejas de plata con burbujeantes copas de champán, haciendo equilibrio entre la creciente muchedumbre. Emmeline, con un deslumbrante vestido rosa, guiaba hacia la pista a un hombre que reía para bailar con él un
shimmy
.

Yo seguía con el relicario en la mano, jugueteaba con él, mirándolo sin parar. Preocupada como estaba por los nervios de Hannah, no advertí entonces que algo hacía ruido en su interior. Desde aquellos lejanos días, después de su visita a la adivina, no la había vuelto a ver tan nerviosa.

—Por fin te encuentro. —Myra apareció en el vano de la puerta, con las mejillas rojas, casi sin aliento—. Una de las ayudantes de la señora Townsend se ha desmayado del cansancio y necesitamos alguien que espolvoree con azúcar los
strudels
.

A medianoche pude por fin retirarme a dormir. La fiesta todavía estaba en su esplendor, pero la señora Townsend me dispensó en cuanto pudo. Hannah me había contagiado su nerviosismo y una cocina sobrecargada de trabajo no era lugar para cometer torpezas. Subí lentamente la escalera, con los pies doloridos. Después de tantos años de trabajar como doncella se habían vuelto delicados. Una noche de pie en la cocina era suficiente para que se llenaran de ampollas. La señora Townsend me había dado un paquete de bicarbonato y me disponía a remojarlos en agua tibia.

No había manera de aislarse de la música. Esa noche impregnaba el aire y las paredes de piedra de la casa. A medida que pasaban las horas se volvía más estridente, para adecuarse al estado de ánimo de los invitados. Incluso en el ático el ruido frenético de la batería retumbaba en mi estómago. Todavía hoy, la música de jazz me hiela la sangre. Al llegar a la buhardilla, pensé ir directamente a llenar la bañera, pero decidí que sería mejor pasar primero a buscar el camisón y las cosas de tocador.

Cuando abrí la puerta de mi dormitorio, una ráfaga de aire caliente, acumulado durante el día, me rozó la cara. Encendí la luz y abrí la ventana.

Me quedé un momento disfrutando del aire fresco, con leve aroma a humo de cigarrillos y perfume. Respiré lentamente. Era hora de darme un baño largo y tibio. Pronto llegaría el merecido descanso. Tomé el jabón del tocador y me acerqué a la cama para recoger mi camisón.

Entonces vi las cartas. Eran dos, estaban sobre mi almohada.

Una estaba dirigida a mí. La otra, tenía el nombre de Emmeline. Estaban escritas con la letra de Hannah.

En ese momento tuve un presentimiento. Un raro momento de inconsciente lucidez.

Instantáneamente supe que allí dentro estaba la explicación de su extraña conducta.

Dejé el camisón y tomé el sobre que decía «Grace». Lo abrí con dedos temblorosos. Desplegué el papel. Cuando mis ojos recorrieron el texto me invadió una profunda desazón. Estaba escrita en taquigrafía.

Me senté en el borde de la cama, contemplando la hoja de papel como si mi concentración pudiera obrar el milagro de descifrar el mensaje. El hecho de que estuviera escrita en código confirmaba que su contenido era importante.

Tomé el segundo sobre, el que estaba dirigido a Emmeline. Pasé el dedo por los bordes.

Lo pensé sólo un segundo. No tenía otra opción.

Rogando el perdón de Dios, lo abrí.

Bajé la escalera corriendo, con los pies doloridos y el corazón palpitante, tratando de respirar al ritmo de la música, hacia la terraza.

Me detuve, sin aliento, y busqué a Teddy entre la gente. No pude distinguirlo en medio de las sombras irregulares y los rostros borrosos.

No había tiempo. Tenía que ir sola.

Me abrí paso entre la multitud rozando los rostros de labios rojos y ojos maquillados, las bocas que reían ostentosamente, esquivando cigarrillos y copas de champán bajo los coloridos faroles, alrededor de la escultura de hielo que se derretía, hacia la pista de baile. Codos, rodillas, zapatos, manos que se agitaban. Colores. Movimiento. La sangre palpitando en mi cabeza. El nudo en la garganta.

Entonces distinguí a Emmeline. En lo alto de la escalera de piedra, con un cóctel en la mano. Reía con la cabeza echada hacia atrás mientras con su collar de perlas enlazaba a su compañero por el cuello. El abrigo de él le caía sobre los hombros.

Dos personas podrían más que una.

Me detuve. Traté de respirar normalmente.

Ella se irguió, me miró con los párpados entornados.

—Pero Grace —exclamó, pronunciando las palabras con esfuerzo—, ¿n-n-no has encontrado un v-vestido mejor para venir a la fiesta? —Y se echó a reír.

—Debo hablar con usted, señorita.

El hombre que la acompañaba murmuró algo y ella le besó graciosamente la nariz.

—Es algo urgente…

—Estoy intrigada.

—… por favor… necesito hablarle en privado.

Ella suspiró teatralmente, soltó a su amigo, le pellizcó las mejillas y con un mohín le dijo:

—No te vayas lejos, Harry querido.

Luego se puso de pie, y entre chillidos y risitas histéricas bajó la escalera tambaleándose.

—Es Hannah, señorita… va a hacer algo… algo horrendo… junto al lago.

—¡No! —ironizó Emmeline, acercándose tanto a mí que pude oler su aliento a ginebra—. Espero que no se le haya ocurrido nadar a medianoche, sería escandaloso.

—Creo que va a matarse, señorita. Es lo que intenta hacer.

Los ojos de Emmeline se abrieron desmesuradamente. Su sonrisa se desvaneció.

—¿Qué?

—Encontré una nota, señorita —se la entregué.

Ella tragó saliva, se balanceó, su voz subió una octava.

—Pero… tú… Teddy…

—No hay tiempo, señorita.

La tomé de la muñeca y la arrastré hacia el Camino Largo.

Los setos habían crecido y superaban nuestra altura. Todo estaba en la más absoluta oscuridad. Corrimos, tropezamos, apartamos las ramas para abrirnos paso. A medida que avanzábamos los sonidos de la fiesta nos parecían más irreales. Pensé que lo mismo habría sentido Alicia al caer en la madriguera del conejo.

Ya habíamos llegado al jardín Egeskov cuando Emmeline tropezó y cayó al suelo. Estuve a punto de caer sobre ella. Me detuve a tiempo, y traté de ayudarla a levantarse.

Ella apartó mi mano, se puso de pie y siguió corriendo.

Oímos un ruido en el jardín, nos pareció que una de las esculturas se movía. Pero no se trataba de una escultura animada sino de una pareja de amantes furtivos. Nos ignoramos mutuamente.

La segunda verja estaba entreabierta y corrimos hacia la fuente. Bajo la luz de la luna llena Ícaro y sus ninfas tenían un resplandor fantasmal. Habíamos dejado atrás los setos. La banda de jazz y el alboroto de la fiesta volvieron a oírse con claridad, como si estuvieran muy cerca.

Alumbradas por la luna, pudimos correr más rápido por el sendero, hacia el lago. Llegamos a la valla, vimos el cartel que prohibía el paso, y por fin el lugar donde la senda terminaba en el lago.

Las dos nos detuvimos, ocultas en un recoveco del camino, respirando agitadamente, y observamos la escena que se desarrollaba ante nosotras. Las aguas del lago brillaban silenciosas. El pabellón de verano y la orilla pedregosa estaban bañados por una luz plateada.

Emmeline inspiró profundamente.

Yo seguí la dirección de su mirada.

Los zapatos negros de Hannah, los mismos que se había calzado con mi ayuda unas horas antes, estaban sobre los guijarros de la orilla.

Emmeline ahogó un grito y se precipitó hacia ellos. Se la veía muy pálida a la luz de la luna; parecía pequeña con esa chaqueta de hombre, demasiado grande para su delgada figura. Desde la casa de verano se oyó un ruido. Una puerta que se abría.

Emmeline y yo miramos en esa dirección.

Vimos a una persona. Estaba viva. Era Hannah.

Emmeline tragó saliva.

—Hannah —gritó. En su voz ronca se percibía una mezcla de alcohol y pánico. El eco se propagó por el lago.

Hannah se detuvo, tensa. Titubeó, miró hacia el pabellón y luego a Emmeline.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —chilló.

—Hemos venido a salvarte —contestó Emmeline, y comenzó a reír como una enajenada. Aliviada, por supuesto.

—Marchaos —exigió Hannah con impaciencia—. Debéis iros.

—¿Y dejarte aquí para que te ahogues?

—No pienso ahogarme —repuso Hannah y volvió a mirar hacia el pabellón.

—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Ventilas tus zapatos? —Emmeline los levantó del suelo y los dejó caer nuevamente—. He visto tu nota.

—No era en serio. La carta era… una broma —tragó saliva—, un juego.

—¿Un juego?

—Se suponía que la leerías más tarde —afirmó Hannah con voz más serena—. Tenía planeado un juego para mañana, para que nos divirtiéramos.

—¿Algo como una búsqueda del tesoro?

—Algo así.

Sentí un nudo en la garganta. La nota no iba en serio. Era parte de un juego. ¿Qué diría la que estaba dirigida a mí? ¿Hannah me pedía ayuda? ¿Justificaba eso su nerviosismo? ¿No era el resultado de la fiesta sino del juego lo que le preocupaba?

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