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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (10 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—Cerbero ha vivido conmigo mucho más tiempo del que piensas —dijo Crántor en otro tono de voz, domeñando su violencia, como si en vez de hablar intentara arrullar a un recién nacido—. Lo encontré en un muelle, tan solitario como yo. Decidimos unir nuestros destinos —miraba hacia el oscuro rincón donde el perro masticaba con violencia. Entonces añadió, haciendo reír a Heracles—: Ha sido una buena esposa, te lo aseguro. Grita mucho, pero sólo a los extraños —y extendió el brazo por encima del diván para golpear cariñosamente a la pequeña mancha blancuzca. El animal soltó un estridente ladrido de protesta.

Tras una pausa, Crántor dijo, dirigiéndose a Heracles:

—En cuanto a Hagesíkora, tu mujer…

—Murió. Las Parcas le decretaron una larga enfermedad.

Hubo un silencio. La conversación languideció. Al fin, Diágoras expresó su deseo de marcharse.

—No lo hagas por mí —Crántor alzó su enorme mano quemada—. Cerbero y yo nos iremos pronto —y, casi sin transición, preguntó—: ¿Eres amigo de Heracles?

—Soy, más bien, un cliente.

—¡Oh, un enigmático problema a resolver! Estás en buenas manos, Diágoras: Heracles es un extraordinario Descifrador, me consta. Ha engordado un poco desde la última vez que lo vi, pero te aseguro que no ha perdido su penetrante mirada ni su rápida inteligencia. Resolverá tu enigma, sea cual sea, en pocos días…

—Por los dioses de la amistad —se quejó Heracles—, no hablemos de trabajo esta noche.

—¿Eres, pues, filósofo? —preguntó Diágoras a Crántor.

—¿Qué ateniense no lo es? —replicó éste, enarcando las negras cejas.

Heracles dijo:

—Pero no te equivoques, buen Diágoras: Crántor actúa con filosofía, no se dedica a pensarla. Lleva sus convicciones hasta el último extremo, pues no le gusta creer en algo que no pueda practicar —Heracles parecía disfrutar mientras hablaba, como si fuera precisamente este rasgo el que más admiraba de su viejo amigo—. Recuerdo… recuerdo una de tus frases, Crántor: «Yo pienso con las manos».

—La recuerdas mal, Heracles. La frase era: «Las manos también piensan». Pero la he hecho extensiva a todo el cuerpo…

—¿Piensas también con los intestinos? —sonrió Diágoras. El vino, como ocurre con aquellos que pocas veces lo beben, lo había vuelto cínico.

—Y con la vejiga, y con la verga, y con los pulmones, y con las uñas de los pies —enumeró Crántor. Y añadió, tras una pausa—: Según creo, Diágoras, tú también eres filósofo…

—Soy mentor de la Academia. ¿Conoces la Academia?

—Claro que sí. ¡Nuestro buen amigo Aristocles!…

—Nosotros lo llamamos por su apodo, Platón, desde hace mucho tiempo —Diágoras se hallaba agradablemente sorprendido de comprobar que Crántor conocía el verdadero nombre de Platón.

—Ya lo sé. Dile de mi parte que en Sicilia se le recuerda mucho…

—¿Has estado en Sicilia?

—Casi puede decirse que vengo de allí. Se rumorea que el tirano Dioniso se ha enemistado con su cuñado Dión a causa tan sólo de las enseñanzas de tu compañero…

Diágoras se alegró con la noticia.

—Platón estará encantado de saber que el viaje que hizo a Sicilia empieza a dar frutos. Pero te invito a que se lo digas tú mismo en la Academia, Crántor. Visítanos cuando quieras, por favor. Si deseas, puedes venir a cenar: así participarás en nuestros diálogos filosóficos…

Crántor contemplaba la copa de vino con expresión divertida, como si encontrara en ella algo sumamente gracioso o ridículo.

—Te lo agradezco, Diágoras —replicó—, pero me lo pensaré. Lo cierto es que vuestras teorías no me seducen.

Y, como si hubiera gastado una broma estupenda, se rió por lo bajo.

Diágoras, un poco confuso, preguntó con amabilidad:

—¿Y qué teorías te seducen?

—Vivir.

—¿Vivir?

Crántor asintió sin dejar de mirar hacia la copa. Diágoras dijo:

—Vivir no es ninguna teoría. Para vivir, sólo necesitas estar vivo.

—No: hay que aprender a vivir.

Diágoras, que había deseado marcharse un momento antes, se sentía ahora profesionalmente interesado en el diálogo. Adelantó la cabeza y acarició su bien recortada barba ateniense con la punta de sus delgados dedos.

—Es muy curioso eso que dices, Crántor. Explícame, por favor, pues me temo que lo ignoro: ¿cómo se aprende, según tu opinión, a vivir?

—No puedo explicártelo.

—Pero, de hecho, parece que tú lo has aprendido.

Crántor asintió. Diágoras dijo:

—¿Y de qué forma se puede aprender algo que después no es posible explicar?

De repente, Crántor mostró su inmensa dentadura blanca emboscada en el laberinto del pelo.

—Atenienses… —gruñó en un tono tan bajo que Diágoras, al pronto, no entendió bien lo que decía. Pero conforme hablaba fue elevando poco a poco la voz, como si, hallándose lejos, se aproximara a su interlocutor en violenta embestida—: No importa cuánto tiempo te ausentes, siguen siendo los mismos de siempre… Los atenienses… ¡Oh, vuestra pasión por los juegos de palabras, los sofismas, los textos, los diálogos! ¡Vuestra forma de aprender con el trasero apoyado en el banco, escuchando, leyendo, descifrando palabras, inventando argumentos y contraargumentos en un diálogo infinito! Los atenienses… un pueblo de hombres que piensan y escuchan música… y otro pueblo, mucho más numeroso pero gobernado por el primero, de gentes que gozan y sufren sin saber siquiera leer ni escribir… —se levantó de un salto y se dirigió a uno de los ventanucos de la pared, por donde se filtraba el confuso clamor de las diversiones leneas—. Escúchalo, Diágoras… El verdadero pueblo ateniense. Su historia nunca quedará grabada en las estelas funerarias ni se conservará escrita en los papiros donde vuestros filósofos redactan sus maravillosas obras… Es un pueblo que ni siquiera habla: muge, brama como un toro enloquecido… —se apartó de la ventana. Diágoras advertía en sus movimientos cierta cualidad salvaje, casi feroz—. Un pueblo de hombres que comen, beben, fornican y se divierten, creyéndose poseídos por el éxtasis de los dioses… ¡Escúchalos!… Están ahí fuera.

—Hay diferentes clases de hombres, al igual que hay diferentes clases de vinos, Crántor —observó Diágoras—: Ese pueblo que mencionas no sabe razonar bien. Los hombres que saben razonar pertenecen a una categoría más elevada, y, forzosamente, deben dirigir a…

El grito fue salvaje, inesperado. Cerbero, ladrando con violencia, acentuó las estentóreas exclamaciones de su amo.

—¡Razonar!… ¿De qué os sirve razonar?… ¿Razonasteis la guerra contra Esparta?… ¿Razonasteis la ambición de vuestro imperio?… ¡Pericles, Alcibíades, Cleón, los hombres que os condujeron a la matanza!… ¿Ellos eran razonables?… Y ahora, en la derrota, ¿qué os queda?… ¡Razonar la gloria del pasado!

—¡Hablas como si no fueras ateniense! —protestó Diágoras.

—¡Márchate de Atenas, y tú también dejarás de serlo! ¡Sólo se puede ser ateniense dentro de las murallas de esta absurda ciudad!… Lo primero que descubres cuando sales de aquí es que no hay una sola verdad: todos los hombres poseen la suya propia. Y más allá, abres los ojos… y sólo distingues la negrura del caos.

Hubo una pausa. Incluso los furiosos ladridos de Cerbero cesaron. Diágoras se volvió hacia Heracles como si éste hubiese dado muestras de querer intervenir, pero el Descifrador parecía sumido en sus propios pensamientos, por lo que Diágoras supuso que consideraba la conversación exclusivamente «filosófica» y, por tanto, le cedía todas las réplicas. Entonces se aclaró la garganta y dijo:

—Sé lo que quieres decir, Crántor, pero te equivocas. Esa negrura a la que te refieres, y en la que sólo ves el caos, es únicamente tu ignorancia. Crees que no hay verdades absolutas e inmutables, pero puedo asegurarte que sí las hay, aunque sea difícil percibirlas. Dices que cada hombre posee su propia verdad. Te respondo que cada hombre posee su propia
opinión
. Tú has conocido a muchos hombres muy diferentes entre sí que se expresan en distintos lenguajes y mantienen su particular opinión sobre las cosas, y has llegado a la errónea conclusión de que no hay nada que pueda tener el mismo valor para todos. Pero sucede, Crántor, que te quedas en las palabras, en las definiciones, en las imágenes de los objetos y de los seres. Sin embargo, hay ideas más allá de las palabras…

—El Traductor —dijo Crántor, interrumpiéndolo.

—¿Qué?

El enorme rostro de Crántor, iluminado desde abajo por las lámparas, parecía una misteriosa máscara.

—Es una creencia muy extendida en algunos lugares lejos de Grecia —dijo—. Según ella, todo lo que hacemos y decimos son palabras escritas en otro idioma en un inmenso papiro. Y hay Alguien que está leyendo ahora mismo ese papiro y descifra nuestras acciones y pensamientos, descubriendo claves ocultas en el texto de nuestra vida. A ese Alguien lo llaman el Intérprete o el Traductor… Quienes creen en Él piensan que nuestra vida posee un sentido final que nosotros mismos desconocemos, pero que el Traductor puede ir descubriendo conforme nos
lee
. Al final, el texto terminará y nosotros moriremos sin saber más que antes. Pero el Traductor, que nos ha leído, conocerá por fin el sentido último de nuestra existencia.
[28]

Heracles, que había permanecido en silencio hasta entonces, dijo:

—¿Y de qué les sirve creer en ese estúpido Traductor si al final se van a morir igual de ignorantes?

—Bueno, hay quienes piensan que es posible
hablar
con el Traductor —Crántor sonrió maliciosamente—. Dicen que podemos dirigirnos a El sabiendo que nos está escuchando, pues lee y traduce todas nuestras palabras.

—Y quienes así opinan, ¿qué le dicen a ese… Traductor? —preguntó Diágoras, a quien aquella creencia le parecía no menos ridícula que a Heracles.

—Depende —dijo Crántor—. Algunos lo alaban o le piden cosas como, por ejemplo, que les diga lo que va a sucederles en capítulos futuros… Otros lo desafían, pues saben, o creen saber, que el Traductor, en realidad, no existe…

—¿Y cómo lo desafían? —preguntó Diágoras.

—Le gritan —dijo Crántor.

Y de repente levantó la mirada hacia el oscuro techo de la habitación. Parecía buscar algo.

Te buscaba a ti.
[29]

—¡Escucha, Traductor! —gritó con su voz poderosa—. ¡Tú, que tan seguro te sientes de existir! ¡Dime quién soy!… ¡Interpreta mi lenguaje y defíneme!… ¡Te desafío a comprenderme!… ¡Tú, que crees que sólo somos palabras escritas hace mucho tiempo!… ¡Tú, que piensas que nuestra historia oculta una clave final!… ¡Razóname, Traductor!… ¡Dime quién soy… si es que, al leerme, eres capaz también de
descifrarme
!… —y, recobrando la calma, volvió a mirar a Diágoras y sonrió—. Esto es lo que le gritan al supuesto Traductor. Pero, naturalmente, el Traductor nunca responde, porque no existe. Y si existe, es tan ignorante como nosotros…
[30]

Pónsica entró con una crátera repleta y sirvió más vino. Aprovechando la pausa, Crántor dijo:

—Voy a dar un paseo. El aire de la noche me hará bien…

El perro blanco y deforme siguió sus pasos. Un momento después, Heracles comentó:

—No le hagas demasiado caso, buen Diágoras. Siempre fue muy impulsivo y muy extraño, y el tiempo y las experiencias han acentuado esas peculiaridades de su carácter. Nunca tuvo paciencia para sentarse y hablar durante largo rato; le confundían los razonamientos complejos… No parecía ateniense, pero tampoco espartano, pues odiaba la guerra y el ejército. ¿Te conté que se retiró a vivir solo, en una choza que él mismo construyó en la isla de Eubea? Eso ocurrió, poco más o menos, en la época en que se quemó la mano… Pero tampoco se encontraba a gusto como misántropo. No sé qué es lo que le complace y lo que le disgusta, y nunca lo he sabido… Sospecho que no le agrada el papel que Zeus le ha adjudicado en esta gran Obra que es la vida. Te pido disculpas por su comportamiento, Diágoras.

El filósofo le quitó importancia al asunto y se levantó para marcharse.

—¿Qué haremos mañana? —preguntó.

—Oh, tú nada. Eres mi cliente, y ya has trabajado bastante.

—Quiero seguir colaborando.

—No es necesario. Mañana llevaré a cabo una pequeña investigación solitaria. Si hay novedades, te pondré al tanto.

Diágoras se detuvo en la puerta:

—¿Has descubierto algo que puedas decirme?

El Descifrador se rascó la cabeza.

—Todo marcha bien —dijo—. Tengo algunas teorías que no me dejarán dormir tranquilo esta noche, pero…

—Sí —lo interrumpió Diágoras—. No hablemos del higo antes de abrirlo.

Se despidieron como amigos.
[31]

V

Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, podía volar.

Planeaba sobre la cerrada tiniebla de una caverna, ligero como el aire, en absoluto silencio, como si su cuerpo fuera una hoja de pergamino. Por fin encontró lo que había estado buscando. Lo primero que oyó fueron los latidos, densos cual paladas en aguas legamosas; después lo vio, flotando en la oscuridad como él. Era un corazón humano recién arrancado y aún palpitante: una mano lo aferraba como a un pellejo de odre; por entre los dedos fluían espesos regueros de sangre. No era, sin embargo, la desnuda víscera lo que más le preocupaba, sino la identidad del hombre que la apresaba tan férreamente, pero el brazo al que pertenecía aquella mano parecía cortado con pulcritud a la altura del hombro; más allá, las sombras lo cegaban todo. Heracles se acercó a la visión, pues sentía curiosidad por examinarla; le resultaba absurdo creer que un brazo aislado pudiera flotar en el aire. Entonces descubrió algo aún más extraño: los latidos de aquel corazón eran los únicos que escuchaba. Bajó la vista, horrorizado, y se llevó las manos al pecho. Encontró un enorme y vacío agujero.

Dedujo que aquel corazón recién extirpado era el suyo.

Se despertó gritando.

Cuando Pónsica penetró en su habitación, alarmada, él ya se sentía mejor, y pudo tranquilizarla.
[32]

El niño esclavo se detuvo a colocar la antorcha en el gancho de metal, pero esta vez consiguió hacerlo de un salto, antes de que Heracles pudiera ayudarlo.

—Has tardado en regresar —dijo, sacudiéndose el polvo de las manos—, pero mientras me sigas pagando no me importaría aguardarte hasta que llegue a la edad de la efebía.

—Llegarás antes de lo que impone la naturaleza, si continúas siendo tan astuto —replicó Heracles—. ¿Cómo está tu ama?

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