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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (6 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—Trámaco no solía hablar mucho —dijo ella—. Y no parecía preocupado.

—¿Te pidió ayuda en alguna ocasión? —preguntó Heracles.

—No. ¿Por qué había de hacerlo?

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—Hace una luna.

—¿Nunca te hablaba de su vida?

—A mujeres como yo, ¿quién nos habla?

—¿Su familia estaba de acuerdo con vuestra relación?

—No había ninguna relación: él me visitaba de vez en cuando, me pagaba y se iba.

—Pero puede que a su familia no le gustara que su noble hijo se desahogara contigo de vez en cuando.

—No lo sé. No era a su familia a quien yo tenía que complacer.

—Así pues, ¿ningún familiar te prohibió que siguieras viéndolo?

—Nunca hablé con ninguno… —replicó Yasintra, cortante.

—Pero quizá su padre supo algo de lo vuestro… —insistió Heracles con calma.

—El no tenía padre.

—Es verdad —dijo Heracles—: Quise decir su madre.

—No la conozco.

Hubo un breve silencio. Diágoras miró al Descifrador, buscando ayuda. Heracles se encogió de hombros.

—¿Puedo marcharme ya? —dijo la muchacha—. Estoy cansada.

No le respondieron, pero ella se apartó de la pared y se alejó. Su cuerpo, envuelto en un largo chal oscuro y una túnica, se movía con la bella parsimonia de un animal del bosque. Las ajorcas y brazaletes invisibles resonaban con los pasos. En el límite de la oscuridad se volvió hacia Diágoras. 

—No quería golpearte —dijo.

Regresaban a la Ciudad en plena noche, por el camino de los Muros Largos.

—Siento lo del rodillazo —comentó Heracles un poco apenado por el hondo silencio que había mantenido el filósofo desde la conversación con la hetaira—. ¿Aún te duele?… Bueno, no se puede decir que no te lo advertí… Yo conozco muy bien a esa clase de hetairas bailarinas. Son muy ágiles y saben defenderse. Cuando huyó, comprendí que nos atacaría si la abordábamos.

Hizo una pausa confiando en que Diágoras diría algo, pero su compañero siguió caminando con la cabeza inclinada, la barba apoyada en el pecho. Las luces del Pireo habían quedado atrás hacía tiempo, y la gran vía de piedra (no muy concurrida pero más segura y más rápida que la ruta común, según Heracles), flanqueada por los muros que construyera Temístocles y derribara Lisandro para ser reconstruidos después, se extendía oscura y silenciosa bajo la noche invernal. A lo lejos, hacia el norte, el débil resplandor de las murallas de Atenas destacaba como un sueño.

—Ahora eres tú, Diágoras, quien no habla desde hace mucho tiempo. ¿Te has desanimado?… Bueno, me dijiste que querías colaborar en la investigación, ¿no es cierto? Mis investigaciones siempre comienzan así: parece que no tenemos nada, y después… ¿Acaso te ha parecido una pérdida de tiempo venir al Pireo para hablar con esta hetaira?… Bah, por experiencia te digo que seguir un rastro nunca es perder el tiempo, todo lo contrario: cazar es saber rastrear huellas, aunque éstas parezcan no llevarnos a ninguna parte. Después, clavar la flecha en el lomo del ciervo, a diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, resulta ser lo más…

—Era un niño —murmuró Diágoras de improviso, como si respondiera a alguna pregunta formulada por Heracles—. Aún no había cumplido la edad de la efebía. Su mirada era pura. Atenea misma parecía haber bruñido su alma…

—No te culpes más. A esas edades también buscamos desahogos.

Diágoras apartó por primera vez la vista del oscuro camino para observar al Descifrador con desprecio.

—No lo entiendes. En la Academia, educamos a los adolescentes para que amen la sabiduría sobre todas las cosas y rechacen los placeres peligrosos que sólo conllevan un beneficio inmediato y breve. Trámaco conocía la virtud, sabía que es infinitamente más útil y provechosa que el vicio… ¿Cómo pudo ignorarla en la práctica?

—¿De qué forma enseñáis la virtud en la Academia? —preguntó Heracles, intentando por enésima vez distraer al filósofo.

—A través de la música y del goce del ejercicio físico.

Otro silencio. Heracles se rascó la cabeza.

—Bueno, digamos que a Trámaco le pareció más importante el goce del ejercicio físico que la música —comentó, pero la mirada de Diágoras le hizo callar de nuevo.

—La ignorancia es el origen de todos los males. ¿Quién elegiría lo peor a sabiendas de que se trata de lo peor? Si la razón, a través de la enseñanza, te hace ver que el vicio es peor que la virtud, que la mentira es peor que la verdad, que el placer inmediato es peor que el duradero, ¿acaso los escogerías conscientemente? Sabes, por ejemplo, que el fuego quema: ¿pondrías la mano sobre las peligrosas llamas por tu propia voluntad?… Es absurdo. ¡Un año visitando a esa… mujer! ¡Pagando su placer!… Es mentira… Esa hetaira nos ha mentido. Yo te aseguro que… ¿De qué te ríes?

—Disculpa —dijo Heracles—, estaba recordando a alguien a quien, una vez, vi poner la mano sobre las llamas por voluntad propia: un viejo amigo de mi
demo
, Crántor de Póntor. Él opinaba todo lo contrario: decía que no basta con razonar para elegir lo mejor, ya que el hombre se deja guiar por sus deseos y no por sus ideas. Un día le apeteció quemarse la mano derecha, y la puso sobre el fuego y se quemó.

Hubo un largo silencio tras aquellas palabras. Al cabo del tiempo, Diágoras dijo:

—Y tú… ¿estás de acuerdo con esa opinión?

—En modo alguno. Siempre he creído que mi amigo estaba loco.

—¿Y qué ha sido de él?

—No lo sé. De repente quiso marcharse de Atenas y se marchó. Y no ha regresado.

Tras un nuevo silencio y varios pasos más por la vía de piedra, Diágoras dijo:

—Bueno, hay muchas clases de hombres, desde luego, pero todos elegimos nuestras acciones, por absurdas que parezcan, después de un debate razonado con nosotros mismos. Sócrates pudo haber evitado su condena durante el juicio, pero escogió beber la cicuta porque sabía, razonablemente, que eso era lo mejor para él. Y realmente era así, ya que de esa forma acataba las leyes de Atenas, que tanto había defendido durante toda su vida. Platón y sus amigos intentaron hacerle cambiar de opinión, pero él los convenció con sus argumentos. Cuando se conoce la utilidad de la virtud, jamás se elige el vicio. Por eso creo que esta hetaira nos ha mentido… En caso contrario —añadió, y Heracles percibió la amargura de su voz—, tendré que suponer que Trámaco tan sólo
fingía
aprender mis enseñanzas…

—¿Y qué opinas de la hetaira?

—Es una mujer extraña y peligrosa —se estremeció Diágoras—. Su rostro… su mirada… Me he asomado a sus ojos y he visto cosas horribles…

En su visión, ella era ajena a él y hacía cosas imprevistas: bailaba en las nevadas cumbres del Parnaso, por ejemplo, llevando como único atuendo la breve piel de un cervato; su cuerpo se movía sin pensar, casi sin voluntad, como una flor entre los dedos de una muchacha, girando peligrosamente al borde de los resbalosos abismos.

En su visión, ella podía incendiar sus cabellos y azotar con aquel peligroso pelo el aire frío; o volcar la cabeza encendida hacia atrás mientras el hueso de la garganta despuntaba entre los músculos del cuello como el tallo de un lirio; o gritar como si pidiera ayuda, llamando a Bromion de pies de ciervo; o entonar el rápido peán en la
oreibasía
nocturna, la danza ritual incesante que las mujeres bailan en la cima de las montañas durante los meses invernales. Y es sabido que muchas mueren de frío o de cansancio sin que nadie pueda evitarlo; y también se sabe —aunque ningún hombre lo haya visto nunca— que las manos de las mujeres, en tales danzas, manipulan peligrosos reptiles de velocísimo veneno y anudan sus colas con hermosura, como una muchacha trenzaría, sin ayuda, una corona de lirios blancos; y se sospecha —aunque ningún hombre lo sabe con certeza— que en esas peligrosas noches de rápidos tambores las mujeres sólo son formas desnudas, brillantes de sangre por las llamas de las hogueras y el jugo de los pámpanos, y dejan, con sus pies descalzos, rastros apresurados y audaces en la nieve, como presas heridas por el cazador, sin escuchar el grito de socorro de la cordura, que, como una adolescente de esbelta figura vestida de blanco, exige en vano el final de los rituales. «Ayúdame», clama la vocecilla, pero es inútil, porque el peligro, para las bailarinas, es como un lirio brillante posado en la otra orilla del río: no hay ninguna que resista la tentación de nadar velozmente, sin pensar siquiera en buscar ayuda, hasta que sus manos alcanzan la flor y pueden sostenerla. «Cuidado: hay peligro», clama la voz, pero el lirio es demasiado hermoso y la muchacha no hace caso.

Todo aquello formaba parte de su visión, y él lo tenía por cierto.
[17]

—¡Extrañas cosas ves en las miradas de los demás, Diágoras! —se burló Heracles de buena fe—. No dudo que nuestra hetaira baile de vez en cuando en las procesiones Leneas, pero, sinceramente, creer que se revuelca con las ménades en los éxtasis en honor a Dioniso, esos peligrosos rituales que, si aún persisten, sólo son practicados por algunas tribus de campesinos tracios en lejanos y desolados montes de la Hélade, me parece una exageración. Me temo que tu imaginación posee una vista más aguda que la de Linceo…

—Te he contado lo que he podido contemplar con los ojos del pensamiento —replicó Diágoras—, capaces de vislumbrar la Idea en sí. No los desprecies tan rápido, Heracles. Ya te expliqué que nosotros también somos partidarios de la razón, pero creemos que hay algo superior a ella, y es la Idea en sí, que es la luz ante la cual todos, los seres y cosas que poblamos el mundo, no somos sino vagas sombras. Y, en ocasiones, sólo el mito, la fábula, la poesía o el sueño pueden ayudarnos a describirla.

—Sea, pero tus Ideas en sí no me resultan útiles, Diágoras. Yo me muevo en el campo de lo que puedo comprobar con mis propios ojos y razonar con mi propia lógica.

—¿Y qué viste tú en la muchacha?

—Poca cosa —repuso Heracles con modestia—. Tan sólo que nos mentía —Diágoras interrumpió sus rápidos pasos con brusquedad y se volvió para contemplar al Descifrador, que sonrió suavemente y con cierto aire culpable, como un niño regañado por una peligrosa jugarreta—. Le tendí una trampa: le hablé del padre de Trámaco. Como sabes, Meragro fue condenado a muerte hace años, acusado de colaborar con los Treinta…
[18]

 

—Lo sé. Fue un juicio triste, como el de los almirantes de Arginusa, porque Meragro pagó por las culpas de muchos otros —Diágoras suspiró—. Trámaco nunca quería hablar de su padre conmigo.

—Precisamente. Yasintra dijo que Trámaco apenas le hablaba, pero sabía muy bien que su padre había muerto en deshonor…

—No: sabía tan sólo que había muerto.

—¡En modo alguno! Ya te he explicado, Diágoras, que yo descifro lo que puedo ver, y yo veo lo que alguien me dice de igual forma que veo, ahora mismo, las antorchas de la Puerta de la Ciudad. Todo lo que hacemos o decimos es un texto susceptible de ser leído e interpretado. ¿No recuerdas sus palabras exactas? No dijo: «Su padre murió» sino «Él
no tenía padre
». Es la frase que emplearíamos comúnmente para negar la existencia de alguien a quien no queremos recordar… Es la clase de expresión que Trámaco habría utilizado. Y yo me pregunto: si Trámaco le habló de su padre a esa hetaira del Pireo (un tema que ni siquiera quería compartir contigo), ¿qué otras cosas no le habrá dicho que tú desconoces?

—Así pues, la hetaira miente.

—Eso creo.

—Por tanto, yo
también
decía la verdad cuando afirmaba que nos había
mentido
—Diágoras recalcó ostensiblemente sus palabras.

—Sí, pero…

—¿Te convences, Heracles, de que los ojos del pensamiento también vislumbran la Verdad, aunque por otros métodos?

—Lamento no poder estar de acuerdo —dijo Heracles—, porque tú te referías a la relación de Trámaco con la hetaira, y yo creo, precisamente, que
eso
es lo
único
en que no ha mentido.

Tras un par de rápidos pasos silenciosos, Diágoras dijo:

—Tus palabras, Descifrador de Enigmas, son flechas veloces y peligrosas que han ido a clavarse en mi pecho. Hubiera jurado ante los dioses que Trámaco tenía conmigo una confianza absoluta…

—Oh, Diágoras —Heracles meneó la cabeza—, debes abandonar ese noble concepto que pareces tener sobre los seres humanos. Encerrado en tu Academia, enseñando matemáticas y música, me recuerdas a una jovencita de cabellos de oro y alma de lirio blanco, muy hermosa pero muy crédula, que jamás hubiera salido del gineceo, y que, al conocer por vez primera a un hombre, gritara: «Ayuda, ayuda, estoy en peligro».

—¿No te hartas de burlarte de mí? —repuso el filósofo con amargura.

—¡No es burla sino compasión! Pero vamos al tema que nos interesa: otra cosa me intriga, y es por qué huyó Yasintra cuando preguntamos por ella…

—No creo que le falten razones. Lo que aún no comprendo es cómo supiste que se había ocultado en el túnel…

—¿Y dónde, si no? Huía de nosotros, en efecto, pero sabía que jamás podríamos alcanzarla, porque ella es ágil y joven mientras que nosotros somos viejos y torpes… Hablo sobre todo por mí —alzó una obesa mano con rapidez, deteniendo a tiempo la réplica de Diágoras—. Así que deduje que no precisaría seguir corriendo y que le bastaría con ocultarse… ¿Y qué mejor escondite que la oscuridad de aquel túnel tan cercano a su casa? Pero… ¿por qué huyó? Su medio de vida consiste, precisamente, en no huir de ningún hombre…

—Más de un delito pesará sobre su conciencia. Te reirás de mí, Descifrador, pero jamás he visto una mujer más extraña. El recuerdo de su mirada aún me estremece… ¿Qué es eso?

Heracles miró hacia donde indicaba su compañero. Una procesión de antorchas vagaba por las calles próximas a la Puerta de la Ciudad. Sus integrantes llevaban tamboriles y máscaras. Un soldado se detuvo a hablar con ellos.

—El inicio de las fiestas Leneas —dijo Heracles—. Ya es la fecha.

Diágoras movió la cabeza en ademán desaprobador.

—Mucha prisa se dan siempre a la hora de divertirse.

Atravesaron la Puerta, tras identificarse ante los soldados, y siguieron caminando hacia el interior de la Ciudad. Diágoras dijo:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Descansar, por Zeus. Tengo los pies doloridos. Mi cuerpo se hizo para rodar como una esfera de un lugar a otro, no para apoyarse sobre los pies. Mañana hablaremos con Antiso y Eunío. Bueno, hablarás tú y yo escucharé.

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