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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (7 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—¿Qué debo preguntarles?

—Déjame pensarlo. Nos veremos mañana, buen Diágoras. Te enviaré a un esclavo con un mensaje. Relájate, descansa tu cuerpo y tu mente. Y que la preocupación no te robe el dulce sueño: recuerda que has contratado al mejor Descifrador de Enigmas de toda la Hélade…
[19]

IV
[20]

La Ciudad se preparaba para las Leneas, las fiestas invernales en honor a Dioniso.

Con el fin de adornar las calles, los servidores de los
astínomos
arrojaban cientos de flores a la Vía de las Panateneas, pero el violento paso de bestias y hombres terminaba convirtiendo el tornasolado mosaico en una pulpa de pétalos deshechos. Se organizaban concursos de canto y danza al aire libre, previamente anunciados en tablillas de mármol sobre el monumento a los Héroes Epónimos, si bien las voces de los cantantes no eran, generalmente, muy agradables de oír, y los bailarines, en gran medida, ejecutaban saltos torpes y furiosos, y desobedecían la instrucción de los oboes. Como los arcontes no estaban interesados en contrariar al pueblo, las diversiones callejeras, aunque mal vistas, no habían sido prohibidas, y adolescentes de distintos
demos
competían entre sí con pésimas representaciones teatrales y se formaban corros en cualquier plaza para contemplar violentas pantomimas sobre los antiguos mitos realizadas por aficionados. El teatro Dioniso Eleútero abría sus puertas a autores nuevos y consagrados, en particular de comedias —las grandes tragedias se reservaban para las Fiestas Dionisiacas—, tan repletas de brutales obscenidades que, por regla general, sólo los hombres acudían a verlas. En todas partes, pero sobre todo en el ágora y el Cerámico Interior, y desde la mañana hasta la noche, se aglomeraban los ruidos, los gritos, las carcajadas, los odres de vino y el público.

Como la Ciudad presumía de ser liberal, para distinguirse de los pueblos bárbaros y aun de otras ciudades griegas, los esclavos también tenían sus fiestas, aunque mucho más modestas y solitarias: comían y bebían mejor que el resto del año, organizaban bailes y, en las casas más nobles, a veces se les permitía asistir al teatro, donde podían contemplarse a sí mismos en forma de actores enmascarados que, haciendo de esclavos, se burlaban del pueblo con torpes chanzas.

Pero la actividad preferente de los festejos era la religión, y las procesiones mantenían siempre el doble componente místico y salvaje de Dioniso Baco: las sacerdotisas enarbolaban por las calles brutales falos de madera, las bailarinas ejecutaban danzas desenfrenadas que imitaban el delirio religioso de las ménades o bacantes —las mujeres enloquecidas en las que todos los atenienses creían pero que ninguno, en realidad, había visto— y las máscaras simulaban la triple transformación del dios —en Serpiente, León y Toro—, imitada con gestos a veces muy obscenos por los hombres que las portaban.

Elevada por encima de toda aquella estridente violencia, la Acrópolis, la Ciudad Alta, permanecía silenciosa y virgen.
[21]

Aquella mañana —un día soleado y frío—, un grupo de burdos artistas tebanos obtuvo permiso para divertir a la gente frente al edificio de la Stoa Poikile. Uno de ellos, bastante viejo, manejaba varias dagas a la vez, aunque se equivocaba con frecuencia y los cuchillos caían al suelo rebotando entre violentos chasquidos metálicos; otro, enorme y casi desnudo, deglutía el fuego de dos antorchas y lo expulsaba brutalmente por la nariz; los demás hacían música en maltrechos instrumentos beocios. Después de la actuación preliminar, se enmascararon para representar una farsa poética sobre Teseo y el Minotauro: este último, interpretado por el gigantesco tragafuegos, inclinaba la cabeza en ademán de embestir a alguien con sus cuernos, y amenazaba así, en broma, a los espectadores reunidos alrededor de las columnas de la Stoa. De improviso, el legendario monstruo extrajo de una alforja un yelmo roto y lo colocó ostensiblemente sobre su testa. Todos los presentes lo reconocieron: se trataba de un yelmo de hoplita espartano. En ese instante, el viejo de las dagas, que fingía ser Teseo, se abalanzó sobre la fiera y la derribó a golpes: era una simple parodia, pero el público comprendió perfectamente el significado. Alguien gritó: «¡Libertad para Tebas!», y los actores corearon salvajemente el grito mientras el viejo se erguía triunfal sobre la bestia enmascarada. Se desató una breve confusión entre la cada vez más inquieta muchedumbre, y los actores, temerosos de los soldados, interrumpieron la pantomima. Pero los ánimos ya estaban exaltados: se cantaron consignas contra Esparta, alguien presagió la inmediata liberación de la ciudad de Tebas, que sufría bajo el yugo espartano desde hacía años, y otros invocaron el nombre del general Pelópidas —que se suponía exiliado en Atenas tras la caída de Tebas— llamándolo «Liberador». Se formó un violento tumulto en el que imperaban, por igual, el viejo rencor hacia Esparta y la divertida confusión del vino y de las fiestas. Intervinieron algunos soldados, pero, al comprobar que los gritos no iban contra Atenas sino contra Esparta, se mostraron remisos a la hora de imponer el orden.

Durante todo aquel violento barullo, un solo hombre permaneció inmóvil e indiferente, ajeno incluso al vocerío de la muchedumbre: era alto y enjuto y vestía un modesto manto gris sobre la túnica; debido a su tez pálida y a su brillante calvicie, más bien parecía una estatua polícroma que adornara el vestíbulo de la Stoa. Otro hombre, obeso y de baja estatura —de aspecto completamente opuesto al anterior—, de grueso cuello rematado por una cabeza que se afilaba en la coronilla, se acercó con tranquilos pasos al primero. El saludo fue breve, como si ambos esperasen aquel encuentro, y, mientras la muchedumbre se dispersaba y los gritos —insultos soeces ahora— iban amainando, los dos hombres se dirigieron calle abajo por una de las estrechas salidas del ágora.

—La plebe, furiosa, insulta a los espartanos en honor a Dioniso —dijo Diágoras, despectivo, acomodando torpemente su impetuosa forma de andar a los pesados pasos de Heracles—. Confunden la borrachera con la libertad, el festejo con la política. ¿Qué nos importa en realidad el destino de Tebas, o de cualquier otra ciudad, si hemos demostrado que nos trae sin cuidado la propia Atenas?

Heracles Póntor, que, como buen ateniense, solía participar en los violentos debates de la Asamblea y era un modesto amante de la política, dijo:

—Sangramos por la herida, Diágoras. En realidad, nuestro deseo de que Tebas se libere del yugo espartano demuestra que Atenas nos importa mucho. Hemos sido derrotados, sí, pero no perdonamos las afrentas.

—¿Y a qué se debió la derrota? ¡A nuestro absurdo sistema democrático! Si nos hubiéramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseeríamos un imperio…

—Prefiero una pequeña asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme —dijo Heracles, y de repente lamentó no disponer de ningún escriba a mano, pues le parecía que la frase le había quedado muy bien.

—¿Y por qué tendrías que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrías hablar, y si no, ¿por qué no dedicarte primero a estar entre los mejores?

—Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar.

—Pero no se trata de lo que tú quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ¿A quién dejarías el gobierno de un barco, por ejemplo? ¿A la mayoría de los marineros o a aquel que más conociera el arte de la navegación?

—A este último, desde luego —dijo Heracles. Y añadió, tras una pausa—: Pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesía.

—¡Hablar! ¡Hablar! —se exasperó Diágoras—. ¿De qué te sirve a ti el privilegio de hablar, si apenas lo pones en práctica?

—Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y déjame que ponga en práctica este privilegio, Diágoras, y zanje aquí nuestra conversación, pues lo que menos soporto en este mundo es la pérdida de tiempo, y aunque no sé muy bien lo que significa perder el tiempo, discutir de política con un filósofo es lo que más me lo recuerda. ¿Recibiste mi mensaje sin problemas?

—Sí, y debo decirte que esta mañana Antiso y Eunío no tienen clase en la Academia, así que los encontraremos en el gimnasio de Colonos. Pero, por Zeus, pensé que vendrías más temprano. Llevo aguardándote en la Stoa desde que se abrieron los mercados, y ya es casi mediodía.

—En realidad, me levanté con el alba, pero hasta ahora no había dispuesto de tiempo para acudir a la cita: he estado haciendo algunas averiguaciones.

—¿Para mi trabajo? —se animó Diágoras.

—No, para el mío —Heracles se detuvo ante un puesto ambulante de higos dulces—. Recuerda, Diágoras, que el trabajo es mío aunque el dinero sea tuyo. No estoy investigando el origen del supuesto miedo de tu discípulo sino el enigma que creí advertir en su cadáver. ¿A cuánto están los higos?

El filósofo resopló, impaciente, mientras el Descifrador rellenaba la pequeña alforja que colgaba de su hombro, sobre el manto de lino. Reanudaron el camino por la calle en pendiente.

—¿Y qué has averiguado? ¿Puedes contármelo?

—La verdad, poca cosa —confesó Heracles—. En una de las tablillas del monumento a los Héroes Epónimos se anuncia que la Asamblea decidió ayer organizar una batida de caza para exterminar a los lobos del Licabeto. ¿Lo sabías?

—No, pero me parece justo. Lo triste es que haya sido necesaria la muerte de Trámaco para llegar a esto.

Heracles asintió.

—También he visto la lista de nuevos soldados. Al parecer, Antiso va a ser reclutado de inmediato…

—Así es —afirmó Diágoras—. Acaba de cumplir la edad de la efebía. Por cierto, si no caminamos más deprisa se marcharán del gimnasio antes de que lleguemos…

Heracles volvió a asentir, pero mantuvo el mismo ritmo parsimonioso y torpe de sus pasos.

—Y nadie vio a Trámaco salir a cazar esa mañana —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Me han dejado consultar los registros de las Puertas Acarnea y Filé, las dos salidas que conducen al Licabeto. ¡Rindamos un pequeño homenaje a la democracia, Diágoras! Tal es nuestro afán por recabar datos para poder discutir en la Asamblea, que apuntamos incluso el nombre y la clase de aquellos que entran y salen diariamente de la Ciudad transportando cosas. Son largas listas en las que encuentras algo parecido a: «Menacles, mercader meteco, y cuatro esclavos. Odres de vino». De esta forma creemos controlar mejor nuestro comercio. Y las redes de caza y otros implementos de esta actividad son anotados escrupulosamente. Pero el nombre de Trámaco no venía, y esa mañana nadie salió de la Ciudad llevando redes.

—Puede que no las llevara —sugirió Diágoras—. Quizá sólo pretendía cazar pájaros.

—A su madre le dijo, sin embargo, que iba a tender trampas para las liebres. Al menos, así me lo refirió ella. Y me pregunto: si deseaba cazar liebres, ¿no era más lógico hacerse acompañar por un esclavo que vigilara las trampas o azuzara a las presas? ¿Por qué se marchó solo?

—¿Qué supones entonces? ¿Que no se marchó a cazar? ¿Que alguien lo acompañaba?

—A estas horas de la mañana no acostumbro a suponer nada.

El gimnasio de Colonos era un edificio de amplio pórtico al sur del ágora. Inscripciones con los nombres de célebres atletas olímpicos, así como pequeñas estatuas de Hermes, adornaban sus dos puertas. En el interior, el sol se despeñaba con fogosa violencia sobre la palestra, un rectángulo de tierra removida con pico, sin techo, dedicado a las luchas pancratistas. Un denso aroma a cuerpos aglomerados y a ungüentos de masaje suplantaba el aire. El lugar, pese a ser amplio, se hallaba atestado: adolescentes mayores, vestidos o desnudos; niños en pleno aprendizaje;
paidotribas
con el manto púrpura y el bastón de horquilla instruyendo a sus pupilos… Una feroz batahola impedía cualquier conversación. Más allá, tras un porche de piedra, se hallaban las habitaciones interiores, techadas, que incluían los vestuarios, las duchas y las salas de ungüentos y masajes.

Dos luchadores se enfrentaban en aquel momento sobre la palestra: sus cuerpos, desnudos por completo y brillantes de sudor, se apoyaban el uno en el otro como si pretendieran embestirse con las cabezas; los brazos ejecutaban nudos musculares en el cuello del oponente; era posible percibir, pese al estruendo de la multitud, los mugidores bramidos que proferían, debido al prolongado esfuerzo; blancas hilazas de saliva pendían de sus bocas como extraños adornos bárbaros; la lucha era brutal, despiadada, irrevocable.

Nada más entrar en el recinto, Diágoras tiró del manto de Heracles Póntor.

—¡Allí está! —dijo en voz alta, y señaló un área entre la muchedumbre.

—Oh, por Apolo… —murmuró Heracles.

Diágoras percibió su asombro.

—¿Exageré al describirte la belleza de Antiso? —dijo.

—No es la belleza de tu discípulo lo que me ha sorprendido, sino el viejo que charla con él. Lo conozco.

Decidieron que la entrevista tendría lugar en los vestuarios. Heracles detuvo a Diágoras, que ya se dirigía impetuosamente al encuentro de Antiso, para entregarle un trozo de papiro.

—Aquí están las preguntas que has de hacerles. Es conveniente que hables tú, pues eso me permitirá estudiar mejor sus respuestas.

Mientras Diágoras leía, un violento estrépito de los espectadores les hizo mirar hacia la palestra: uno de los pancratistas había lanzado un salvaje cabezazo hacia el rostro de su adversario. Hubiera podido afirmarse que el sonido se escuchó en todo el gimnasio: como un haz de juncos quebrados al mismo tiempo por la impetuosa pezuña de un enorme animal. El luchador trastabilló y a punto estuvo de caer, aunque no parecía afectado por el impacto sino, más bien, por la sorpresa: ni siquiera se llevó las manos al deformado semblante —exangüe al principio, roturado por el destrozo después, como un muro deshecho a cornadas por una bestia enloquecida—, sino que retrocedió con los ojos muy abiertos y fijos en su oponente, como si éste le hubiera gastado una broma inesperada, mientras, bajo sus párpados inferiores, la bien apuntalada armazón de sus facciones se desmoronaba sin ruido y una espesa línea de sangre se desprendía de sus labios y sus grandes fosas nasales Aun así, no cayó. El público lo azuzó con insultos para que contraatacara.

Diágoras saludó a su discípulo y le dijo unas palabras al oído. Mientras ambos se dirigían al vestuario, el viejo que había estado hablando con Antiso, de cuerpo renegrido y arrugado como una enorme quemadura, dilató los ónices de sus ojos al advertir la presencia del Descifrador.

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