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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

La caza del meteoro (18 page)

BOOK: La caza del meteoro
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—¡Sea! —concedió Zephyrin Xirdal, sin insistir—. Ha vendido usted, por lo tanto, acciones de minas de oro. Eso no es muy grave; eso prueba única y exclusivamente que usted tenía acciones de minas de oro.

—Al contrario, no tenía ni una sola.

—¿Y cómo es posible eso de vender lo que no se tiene? No entiendo yo cómo se puede hacer eso.

—Esto es lo que se llama una especulación a plazo, mi querido Zephyrin —explicó el banquero—. Cuando sea necesario entregar los títulos compraré; he ahí todo.

—Entonces, ¿qué ventaja hay en ello...? Eso de vender para comprar después no parece ingenioso a primera vista.

—En eso te equivocas, mi querido amigo, toda vez que en ese momento las acciones de minas estarán más baratas.

—¿Y por qué estarán más baratas?

—Pues sencillamente porque el bólido pondrá en circulación más oro del que la Tierra contiene actualmente. ¿Comprendes ahora?

—Sí —dijo Zephyrin, no muy convencido.

—Pues bien; las perturbaciones observadas en la marcha del bólido provocaron una primera baja de veinticinco por ciento sobre las minas. Persuadido yo de que esa baja aumentaría, he vendido en considerables proporciones.

—Es decir...

—Es decir, que he vendido una considerable cantidad dé minas de oro.

—¿Siempre sin tenerlas, por supuesto?

—Claro es... Imagínate, pues, mis angustias al ver lo que pasa; desaparecido tú; el bólido detenido en su caída... Resultado; las minas han vuelto a subir y pierdo sumas enormes... ¿Qué quieres tú que piense de todo esto?

Zephyrin Xirdal observaba a su padrino con curiosidad. Jamás había visto a aquel hombre, tan frío de ordinario, agitado con una emoción semejante.

—No he penetrado bien su combinación; son demasiado fuertes para mí esas historias. He creído comprender, no obstante, que le sería a usted agradable el ver caer el bólido.

—Justamente.

—Pues bien: tranquilícese usted; caerá.

—¿Me lo aseguras?

—Se lo aseguro. ,

—¿Formalmente?

—Formalmente... Pero, por su parte, ¿me ha comprado usted el terreno?

—Indudablemente... Estamos en regla; tengo yo en mi bolsillo los títulos de propiedad.

—Entonces todo marcha perfectamente... Hasta puedo anunciarle que mi experiencia quedará terminada para el día cinco de julio próximo. Ese día abandonaré París para ir en busca del bólido.

—¿Qué caerá?

—Sí.

—Partiré contigo —dijo Monsieur Lecoeur entusiasmado.

—Si a usted le agrada... está bien —dijo Zephyrin Xirdal.

Ya fuese el sentimiento de su responsabilidad respecto de Monsieur Robert Lecoeur, ya fuese tan sólo el interés científico, es el caso que no volvió a hacer otras tonterías. La experiencia comenzada continuó metódicamente.

De tiempo en tiempo Zephyrin Xirdal tomaba una observación astronómica del meteoro.

En la mañana del 5 de julio dirigió por última vez su objetivo hacia el cielo.

—Allí está —dijo, separándose del instrumento—. Ahora puede dejársele correr.

Pasó en seguida a ocuparse en arreglar y empaquetar debidamente su equipaje.

En primer término, su máquina y algunas ampollas de recambio... Tocóle en seguida el turno a su equipaje personal, después de haber embalado cuidadosamente, lo más cuidadosamente que pudo y supo, su anteojo.

Una seria dificultad hubo de detenerle al dar el primer paso... No tenía baúl... Por fin, encontró arrinconada una maleta, sin funda y sin correas, que colocó en medio de la habitación, abierta y en disposición de recibir el equipaje.

«Sólo lo necesario —díjose a sí mismo—. Debo, pues, efectuar una selección razonable y proceder metódicamente.»

De conformidad con este principio, comenzó por depositar en ella tres piezas de calzado; más adelante debió lamentarse de que esas tres piezas estuviesen constituidas por una botina de botones, un zapato de lazo y una zapatilla. Pero, por el momento, al menos, aquello no ofrecía ningún inconveniente, y un rincón de la maleta estaba ya lleno.

Embaladas ya las tres susodichas piezas, Zephyrin Xirdal, sumamente fatigado, se secó la frente que la tenía inundada de sudor.

Desesperando de conseguir nada útil por el método clásico, resolvió entregarse a su inspiración.

Metió, pues, las manos en sus cajones y en el montón de trajes que constituían su guardarropa, y fue llenando uno de los lados de la maleta de los objetos más heterogéneos.

Era posible que el otro compartimiento de la maleta estuviese vacío, pero Zephyrin Xirdal no sabía nada de ello; así es que se vio en la necesidad de hacer presión con los pies, hasta que llegaron a ponerse suficientemente de acuerde el continente y el contenido.

Visen entonces la maleta rodeada por una fuerte cuerda, ligada por una serie de nudos, de tal manera complicados, que su autor debía verse más adelante en la imposibilidad de deshacerlos; después de lo cual, contempló su obra con una satisfacción bastante vanidosa.

Quedaba ahora el trasladarse a la estación... ¿Cómo transportar su equipaje...?

Monsieur Robert Lecoeur apareció en el umbral.

—¿Estás ya dispuesto? —preguntó.

—Le estaba esperando, como usted ve —respondió con gran candor Zephyrin Xirdal, que se había olvidado totalmente de que su padrino debía acompañarle.

—En marcha, pues... ¿Cuántos bultos tienes?

—Tres: mi máquina, mi anteojo y mi maleta.

—Dame uno y coge tú los otros dos. Abajo tengo el coche.

—¡Hombre, qué buena idea! —dijo, admirado, Zephyrin Xirdal, cerrando tras sí la puerta de su casa.

Y tío y sobrino bajaron a la calle.

Capítulo XV

Donde J. B. K. Lowenthal designa el agraciado con el premio gordo

Desde que J. B. K. Lowenthal había anunciado crudamente el error que habían cometido, por primera malaventura seguida del humillante fracaso de su tentativa cerca de la Conferencia Internacional, la vida carecía de encantos para Mr. Dean Forsyth y para el doctor Sydney Hudelson. Olvidados, habiendo descendido al rango de ciudadanos cualesquiera, no podían digerir la indiferencia del público, ellos que habían conocido los dulces placeres de la gloria.

En sus pláticas con los últimos fieles que les quedaban, protestaban con violencia de la ceguera de la muchedumbre y defendían su causa con gran copia de argumentos.

Si era cierto que habían cometido un error, no era justo imputársele, ya que otros, el propio Lowenthal entre ellos, se habían equivocado también...

—¡Cierto! —decían, los últimos fieles respectivos.

En cuanto a la Conferencia Internacional, ¿era posible imaginar algo más inicuo que la denegación de su justicia? Que tomase ella las precauciones que quisiese para dejar a salvo el orden financiero del mundo; pero ¿cómo se atrevía a negar los derechos del descubridor del meteoro?

—Y ese descubridor —afirmaba enérgicamente Mr. Dean Forsyth, fuera de sí—, ¡he sido yo!

—¡He sido yo! —afirmaba, por su parte, el doctor Sydney Hudelson con no menor energía.

—¡Cierto! —decían, aprobando, los últimos fieles.

Por mucho que esta aprobación confortase a los dos astrónomos, no podían remplazar a las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre. Esto, no obstante, como era materialmente imposible convencer a todos los transeúntes unos tras otros, forzoso les era contentarse con el modesto aplauso de aquellos admiradores.

Los desengaños experimentados no disminuían su ardor; al contrario. Mientras más se negaban sus derechos al bólido, más se encarnizaban en reivindicarlos; mientras menos en serio parecía tomarse su pretensión, más se obstinaba cada uno de ellos en afirmar su cualidad de propietario único y exclusivo.

En tal estado de espíritu, una reconciliación habría sido imposible; por eso ni se pensaba siquiera en ella; muy lejos de ello, cada día parecía separar más a los dos desventurados prometidos.

Los señores Forsyth y Hudelson anunciaban en voz alta su decidido propósito de protestar hasta el último suspiro contra la expoliación de que se juzgaban víctimas y de agotar todos los recursos.

Sería realmente un espectáculo maravilloso. Mr. Forsyth, de una parte; el doctor Hudelson, de otra, y en contra de ellos todo el resto del mundo; he ahí, un proceso verdaderamente grandioso..., si se llegaba, no obstante, a encontrar el tribunal competente.

En espera de ello, los dos antiguos amigos, transformados en encarnizados adversarios, no salían ya de sus casas respectivas, pasando su vida solitarios sobre la plataforma de la torre o de la torrecilla.

Francis Gordon, retenido por mil recuerdos de la infancia, no había abandonado la casa de Elisabeth Street, pero no dirigía la palabra a su tío. Se almorzaba y se comía sin pronunciar una palabra. Como la propia Mitz no daba curso a su pintoresca elocuencia, la casa permanecía silenciosa y triste, como un convento.

No eran más agradables las relaciones familiares en casa del doctor Hudelson. Loo estaba enfurruñada constantemente, a pesar de las suplicantes miradas de su padre; Jenny lloraba sin consuelo, a pesar de las exhortaciones de su madre. Por lo que hace a ésta, no hacía más que suspirar, esperando del tiempo un remedio a aquella situación, que tenía tanto de ridícula como de odiosa.

Mrs. Hudelson tenía razón, ya que el tiempo, como suele decirse, todo lo arregla; fuerza era, con todo, reconocer que por esta vez no parecía apresurarse demasiado a arreglar los asuntos de aquellas dos familias. Aun cuando Mr. Dean Forsyth y el doctor Sydney Hudelson no permanecieran indiferentes ante la reprobación que les rodeaba, esta reprobación no les causaba un fastidio comparable al que habrían de seguro experimentado en otras circunstancias. Su idea fija servía de coraza contra toda emoción que no tuviera el bólido por objeto.

¡Con qué afán leían las notas diarias de J. B. K. Lowenthal y las reseñas de las sesiones de la Conferencia Internacional! Allí estaban sus enemigos comunes, y contra ellos estaban, por fin, unidos en un mismo odio.

Por eso hubo de ser vivísima su satisfacción cuando supieron las dificultades con que tropezaron las reuniones preparatorias, y más viva aún cuando conocieron con qué lentitud y por qué vías tortuosas la Conferencia Internacional, definitivamente constituida, se dirigía hacia un acuerdo que continuaba siendo del todo problemático e incierto.

Había, en efecto, para utilizar una locución familiar, había tirantez en Washington.

Desde su segunda sesión, la Conferencia Internacional había dejado la impresión de que no llevaría sus trabajos a término feliz sino con grandes esfuerzos; pues desde el principio pareció difícil llegar a una inteligencia.

La primera proposición que se hizo en firme fue la de dejar la propiedad del bólido al país que le recibiese del cielo. Esto era reducir la cuestión a una lotería, en la que no habría más que un premio; ¡pero vaya si el premio era un premio gordo!

Esta proposición, hecha por Rusia y sostenida por Inglaterra y por la China, estados éstos de vastos territorios, provocó lo que en estilo parlamentario se llama «movimientos diversos». Los demás estados estaban muy indecisos; se suspendió la sesión; hubo entonces conciliábulos, intrigas de pasillo... Por fin, se acordó, por mayoría, a propuesta de Suiza, que no se discutiese esa solución más que en el caso de que no se llegase a un reparto equitativo.

Pero, ¿cómo adquirir en semejante materia la noción de lo que es equitativo y de lo que no lo es?

Problema extremadamente delicado.

Sin que llegase a derivarse de la discusión una opinión precisa a este respecto, en vano acumuló las sesiones la Conferencia Internacional, muchas de las cuales fueron tempestuosas, hasta el extremo de que Mr. Harvey tuvo que cubrirse y abandonar el sillón presidencial.

De temer era que la sobreexcitación fuera en aumento de día en día, ya que de día en día, según las notas de J. B. K. Lowenthal, la caída del bólido debía considerarse como más y más probable cada vez.

Después de unas diez comunicaciones, en que se relataban los locos movimientos del meteoro, el astrónomo pudo comprobar que, de repente, en la noche del 11 al 12 de junio, cesando el meteoro en sus fantásticas peregrinaciones, era de nuevo solicitado por una fuerza regular y constante, que no por ser desconocida era menos contraria a todo lo racional.

El sabio director del observatorio de Boston, en sus últimas notas escalonadas del 5 al 14 de julio, se mostraba más audaz en sus pronósticos. Anunciaba al propio tiempo, en términos más explícitos cada vez, que una nueva y muy importante modificación había sobrevenido en la marcha del bólido, cuyas consecuencias el público no tardaría en conocer.

En esa fecha precisamente del 14 de julio, la Conferencia Internacional se había metido en un callejón sin salida.

Habiendo sido rechazadas todas las combinaciones que sucesivamente habían ido discutiéndose, faltaba ahora materia sobre qué discutir, y los delegados se miraban entre sí sin saber qué decir ni hacer.

Rechazada en las primeras sesiones la repartición del bólido entre todos los estados proporcionalmente a su superficie territorial, a pesar de que esta combinación respetaba la equidad, ya que las naciones de mayor superficie tenían mayores necesidades y hacían a mayor abundamiento el sacrificio de sus mayores probabilidades de ser agraciados con la caída del meteoro.

Los países de población densa propusieron en seguida efectuar la repartición, no en razón del número de kilómetros cuadrados, sino en el de habitantes.

También este sistema tenía algo de equitativo, puesto que era conforme al gran principio de la igualdad de derechos entre los hombres; pero fue combatido por Rusia, Brasil, la República Argentina y por muchas otras naciones.

Rechazadas estas y otras soluciones, Rusia y China juzgaron llegado el momento oportuno para exhumar la proposición enterrada al principio, suavizándola, no obstante, en lo que tenía de demasiado rigurosa.

Propusieron, pues, estos dos estados, que se concediese la propiedad del bólido a aquella nación cuyo territorio fuese elegido por la suerte, teniendo la obligación de entregar a los demás países una indemnización, calculada a razón de mil francos por ciudadano.

Tan grande era la lasitud, que tal vez aquella misma tarde esta solución transaccional habría ¿ido votada si no hubiese tropezado con la protesta del representante de los Valles de Andorra.

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