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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

La caza del meteoro (2 page)

BOOK: La caza del meteoro
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«Después de todo —se decía, no sin consultar su reloj—, aún no hay retraso... Es a las diez y siete minutos y son apenas las nueve y media... La distancia que separa Whaston de Steel, de donde ella debe venir, es igual a la que separa Whaston de Brial, de donde yo vengo, y puede franquearse en veinte minutos escasos... El camino es bueno, el tiempo seco y yo no sé que el puente haya sido arrastrado por una crecida... No habrá, pues, ni impedimento ni obstáculo... De manera que si ella falta a la cita es que así lo habrá querido... Por lo demás, la exactitud consiste en estar a la hora justa y no en presentarse demasiado temprano... En realidad, soy yo el inexacto, ya que me he adelantado más de lo que conviene a un hombre metódico... Cierto que, aun a falta de todo otro sentimiento, la cortesía me obligaba a llegar el primero a la cita...»

Este monólogo duró todo el tiempo que el extranjero tardó en descender de nuevo por Exeter Street y no terminó hasta el momento en que los cascos del caballo golpearon otra vez el piso de la plaza.

Decididamente, quienes habían apostado en favor de la vuelta del extranjero ganaban su apuesta. Así, pues, cuando éste pasó ante los hoteles, ofreciéronle un semblante agradable, en tanto que los perdidosos le saludaron con un alzamiento de hombros.

Las diez sonaron por fin en el reloj municipal; el extranjero contó los golpes, asegurándose en seguida de que el reloj marchaba de perfecto acuerdo con el que sacó de su bolsillo.

Faltaban sólo siete minutos para que fuese la hora de la cita, que pronto habría pasado.

Seth Stanfort volvió a la entrada de Exeter Street. Era claro como la luz del día que ni su montura ni él podían conservar el reposo.

Un público bastante numeroso animaba a la sazón esta calle. Para nada se preocupaba Seth Stanfort de los que subían por ella; toda su atención estaba puesta en los que la bajaban, y su mirada les distinguía tan pronto como asomaban en lo alto de la pendiente. Exeter Street es lo bastante larga para que un peatón emplee diez minutos en recorrerla, pero sólo tres o cuatro se necesitan para un carruaje que avance rápidamente o para un caballo al trote.

Pues bien; no era a los peatones a los que atendía nuestro caballero; ni siquiera los veía. Su amigo más querido hubiera pasado cerca de él a pie sin que le viera. La persona esperada no podía llegar más que a caballo o en coche.

Pero ¿llegaría a la hora fijada? Sólo faltaban tres minutos, el tiempo estrictamente necesario para bajar Exeter Street, y ningún vehículo aparecía en lo alto de la calle, ni motociclo, ni bicicleta, así como tampoco ningún automóvil que, andando ochenta kilómetros por hora, hubiera anticipado aún el instante de la cita.

Seth Stanfort lanzó una última mirada por Exeter Street. Un vivo relámpago brotó en sus pupilas, mientras murmuraba con un tono de inquebrantable resolución :

—Si a las diez y siete minutos no está aquí no me caso.

Como una respuesta a esta declaración, en aquel momento dejóse oír el galope de un caballo hacia lo alto de la calle. El animal, un ejemplar magnífico, hallábase montado por una joven que le manejaba con tanta gracia como seguridad. Los paseantes se apartaban a su paso, y a buen seguro que no tropezaría con ningún obstáculo hasta la plaza.

Seth Stanfort reconoció a la que esperaba. Su fisonomía volvió a recobrar su impasibilidad. No pronunció una sola palabra, ni hizo el menor gesto; tranquilamente, encaminóse derecho a la casa del juez.

Todo ello era para fastidiar a los curiosos, que se aproximaron, sin que el caballero les prestase la menor atención.

Pocos momentos después desembocaba en la plaza la amazona, y su caballo, blanco de espuma, se detuvo a dos pasos de la puerta.

El extranjero descubrióse y dijo:

—Saludo a Miss Arcadia Walker.

—Y yo a Mr. Seth Stanfort —respondió Arcadia Walker, con un gracioso movimiento.

Se nos puede dar crédito; los indígenas no perdían de vista a aquella pareja que les era a todos absolutamente desconocida. Y decían entre ellos:

—Si han venido para un proceso, es de desear que el proceso se arregle en beneficio de ambos.

—Se arreglará o Mr. Proth no será el hombre hábil que es.

—Y si ni uno ni otro están casados, lo mejor sería que el asunto acabase con un matrimonio.

Así juzgaban las lenguas, así se hacían los comentarios.

Pero ni Seth Stanfort ni Miss Arcadia Walker parecían percatarse de la curiosidad, enojosa más que nada, de que eran objeto.

Seth Stanfort disponíase a echar pie a tierra para llamar a la puerta de Mr. John Proth, cuando esta puerta se abrió ante él.

El juez apareció en el umbral, y detrás de él mostróse esta vez la anciana sirvienta Kate.

Ambos habían percibido ruido de caballos ante la casa y, abandonando aquél su jardín y dejando ésta su cocina, quisieron saber lo que pasaba.

Quedóse, pues, en la silla Seth Stanfort, y dirigiéndose al magistrado dijo:

—Señor juez John Proth, yo soy Mr. Seth Stanfort, de Boston, Massachusetts.

—Mucho gusto en conocerle, Mr. Seth Stanfort.

—Y he aquí a Miss Arcadia Walker, de Trenton, Nueva Jersey.

—Honradísimo de hallarme en presencia de Miss Arcadia Walker.

Y Mr. John Proth, después de haber fijado su atención sobre el forastero, consagrándola a la extranjera clavando en ella su límpida mirada.

Siendo Miss Arcadia Walker una persona verdaderamente encantadora, no nos desagradará hacer de ella un rápido bosquejo. Edad, veinticuatro años; ojos, azul pálido; cabellos de un castaño oscuro; en la tez, una frescura que apenas alteraba el soplo del viento; dientes de una blancura y de una regularidad perfectas; estatura un poco más que mediana; maravillosa apostura; los movimientos de una rara elegancia, suaves y nerviosos a la vez. Bajo la amazona con que iba vestida, prestábase con gracia exquisita a los movimientos de su caballo, que piafaba como el de Seth Stanfort. Sus manos, finamente enguantadas, jugaban con las riendas, y un conocedor habría adivinado en ella una hábil
écuyére
. Toda su persona llevaba el sello de una extrema distinción, con un no sé qué peculiar de la clase elevada de la Unión, lo que podría llamarse la aristocracia americana, si esa palabra casara con los instintos democráticos de los naturales del Nuevo Mundo.

Miss Arcadia Walker, nacida en Nueva Jersey, no contando más que con parientes lejanos, libre en sus acciones, independiente por su fortuna, dotada del espíritu aventurero de las jóvenes americanas, llevaba una existencia conforme con sus gustos. Viajando desde hacía muchos años, habiendo visitado las principales capitales de Europa, se hallaba al corriente de cuanto se hacía y se decía en París, en Londres, en Viena o en Roma. Y lo que había oído o visto en el curso de sus incesantes peregrinaciones, podía hablarlo con los franceses, los ingleses, los alemanes, los italianos en su propio idioma. Era una persona culta, cuya educación, dirigida por un tutor que ya había desaparecido del mundo, había sido muy escogida y cultivada. Ni aun le faltaba la práctica de los negocios, y de ello daba pruebas en la administración de su fortuna, con la inteligencia en manejar sus intereses.

Lo que acaba de decirse de Miss Arcadia Walker puede aplicarse simétricamente —esta es la palabra exacta— a Mr. Seth Stanfort. Libre también, también rico, amando también los viajes, habiendo corrido el mundo entero, residía muy poco en Boston, su ciudad natal. En el invierno era el huésped del Antiguo Continente y de las grandes capitales, en las que había encontrado con frecuencia a su aventurera compatriota. Durante el verano, volvía a su país de origen, hacia las playas en que se reunían en familia los yanquis opulentos. También allí había vuelto a encontrarse con Miss Arcadia Walker.

Los mismos gustos habían aproximado poco a poco a esos dos seres, jóvenes y valerosos, a quienes los curiosos, y sobre todo los curiosos de la plaza, juzgaban nacidos el uno para el otro. Y en verdad, ávidos los dos de viajes, ansiosos ambos de trasladarse allí donde cualquier incidente de la vida política o militar excitaba la atención pública, ¿cómo no habían de convenirse? Nada, pues, tiene de extraño que Mr. Seth Stanfort y Miss Arcadia Walker hubiesen llegado poco a poco a la idea de unir sus existencias, lo cual no cambiaría para nada sus hábitos. No serían ya dos buques marchando en conserva, sino uno solo y, puede creerse, magníficamente construido, maravillosamente dispuesto para cruzar todos los mares del Globo.

¡No! No era un proceso, una discusión, la regulación de cualquier negocio lo que llevaba a Mr. Seth Stanfort y a Miss Arcadia Walker ante el juez de aquella ciudad. ¡No! Después de haber llenado todas las formalidades legales ante las autoridades competentes de Massachusetts y de Nueva Jersey, habíanse dado ellos cita en Whaston para aquel mismo día 12 de marzo y a aquella hora, las diez y siete minutos, para realizar un acto que, al decir de los ama.te.urs, es el más importante de la vida humana.

Hecha, según se ha dicho, la presentación de Mr. Seth Stanfort y de Miss Arcadia Walker al juez, éste no tuvo que hacer otra cosa que preguntar al viajero y a la bella viajera cuál era el motivo de comparecer ante él.

—Seth Stanfort desea convertirse en el marido de Miss Arcadia Walker —respondió el uno.

—Y Miss Arcadia Walker desea convertirse en la esposa de Mr. Seth Stanfort —agregó la otra.

El magistrado se inclinó reverente diciendo:

—Estoy a su disposición, Mr. Stanfort, y a la de usted, Miss Arcadia Walker.

Ambos jóvenes se inclinaron a su vez.

—¿Cuándo desean que se efectúe ese matrimonio? —preguntó Mr. John Proth.

—Inmediatamente..., si está usted libre —respondió Seth Stanfort.

—Pues abandonaremos Whaston tan pronto yo sea Mrs. Stanfort —declaró Miss Arcadia Walker.

Mr. John Proth indicó, con su actitud, cuánto lamentaba él, y con él toda la ciudad, el no poder conservar más tiempo dentro de los muros de Whaston aquella encantadora pareja, que en tal momento honraba con su presencia la ciudad. Luego añadió:

—Estoy por completó a sus órdenes. —Y retrocedió algunos pasos para dejar libre la entrada.

Pero Mr. Seth Stanfort le detuvo con un gesto.

—¿Es preciso —preguntó— que Miss Arcadia y yo bajemos del caballo?

Mr. John Proth reflexionó un instante.

—En manera alguna —afirmó, por fin—; puede uno casarse a caballo lo mismo que a pie.

Difícil habría sido encontrar un magistrado más acomodaticio, aun en ese original país de América.

—Una sola pregunta —dijo Mr. John Proth—; ¿están llenadas todas las formalidades impuestas por la ley?

—Lo están —contestó Seth Stanfort.

Y tendió al juez un doble permiso en debida forma, que había sido redactado por los escribanos de Boston y de Trenton después del abono de los derechos de licencia.

Mr. John Proth cogió los papeles y, haciendo cabalgar sobre su nariz los lentes con montura de oro, leyó atentamente aquellos documentos, legalizados con toda regularidad y cubiertos con el timbre oficial.

—Los papeles —dijo— se hallan en perfecto orden y estoy dispuesto a certificar el matrimonio.

Nada tiene de extraño que los curiosos, cuyo número había aumentado considerablemente, rodeasen a la pareja, como otros tantos testigos de una unión celebrada en condiciones que parecían un tanto extraordinarias en cualquier otro país; pero la cosa no era para apurar ni para desagradar a los dos novios.

Subió entonces Mr. John Proth los primeros peldaños de la escalinata y, con una voz que se dejó oír de todos, habló así:

—Mr. Seth Stanfort. ¿consiente usted en tomar por esposa a Miss Arcadia Walker?

—Sí.

—Miss Arcadia Walker, ¿consiente usted en tomar por marido a Mr. Seth Stanfort?

—Sí.

Recogióse el magistrado durante algunos segundos y, serio como un fotógrafo en el momento del sacramental «no os mováis», declaró:

—En nombre de la ley, Mr. Seth Stanfort, de Boston, y Miss Arcadia Walker, de Trenton, yo les declaro unidos por el matrimonio.

Ambos esposos se aproximaron y se dieron la mano como para sellar el acto que acababan de realizar.

Luego, cada uno de ellos presentó al juez un billete de quinientos dólares.

—Como honorarios —dijo Mr. Seth Stanfort.

—Para los pobres —dijo Mrs. Arcadia Stanfort.

Y uno y otro, después de inclinarse ante el juez, soltaron las riendas a sus caballos, que se lanzaron en la dirección del Faubourg de Wilcox.

—¡Muy bien...! ¡Muy bien...! —exclamó Kate, hasta tal punto paralizada por la sorpresa, que, por rara excepción, habíase quedado diez minutos sin hablar.

—¿Qué quiere decir esto, Kate? —preguntó el juez Proth.

La anciana Kate soltó la punta de su delantal, que desde hacía un instante retorcía como un cordelero de profesión.

—Mi opinión, señor juez —dijo—, es que esas gentes están locas.

—Sin duda, venerable Kate, sin duda —aprobó Mr. John Proth, cogiendo de nuevo su pacífica regadera—. Pero ¿qué tiene eso de extraño? ¿No están siempre un poco locos todos los que se casan?

Capítulo II

Que introduce al lector en la residencia de Dean Forsyth y le pone en relación con su sobrino Francis Gordon y la buena Mitz

—¡Mitz...! ¡Mitz...!

—¿Qué, hijo?

—¿Qué es lo que tiene mi tío Dean? ¿Qué le ocurre?

—Nada, que yo sepa.

—¿Es que está enfermo?

—¡Oh, no! Pero si esto continúa, llegará seguramente a estarlo.

Estas preguntas y respuestas se cambiaban entre un joven de veintitrés años y una mujer de sesenta y cinco en el comedor de una mansión de Elisabeth Street, precisamente, en aquella ciudad de Whaston donde acababa de realizarse la más original de las bodas a la moda americana.

Pertenecía esta casa de Elisabeth Street a Mr. Dean Forsyth. Este señor tenía cuarenta y cinco años y los representaba efectivamente. Cabeza grande, desgreñada, ojos pequeños, con lentes muy gruesos; espaldas un poco encorvadas; cuello poderoso, envuelto en todas las estaciones del año con una corbata que le daba dos vueltas y le subía hasta la barba; levita amplia y arrugada; chaleco flojo, cuyos botones inferiores jamás se utilizaban; pantalón demasiado corto, cubriendo apenas sus zapatos demasiado anchos; casquete, colocado hacia atrás, sobre una cabellera rebelde; cara con mil pliegues y arrugas terminando con la perilla habitual de los americanos del Norte; carácter irascible, a un paso siempre de la cólera: tal era Dean Forsyth, de quien hablaban Francis Gordon, su sobrino, y Mitz, su anciana sirvienta, en la mañana del 21 de marzo.

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