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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

La caza del meteoro (3 page)

BOOK: La caza del meteoro
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Francis Gordon, habiendo perdido a sus padres siendo muy pequeño, había sido educado por Mr. Dean Forsyth, hermano de su madre. Aun cuando debía heredar cierta fortuna de su tío, no por eso se había creído dispensado de trabajar, y tampoco lo había creído así Mr. Dean Forsyth. El sobrino, una vez terminados sus estudios de humanidades en la célebre Universidad de Harvard, los había completado con los de Derecho, y era a la sazón un abogado en Whaston, donde la viuda, el huérfano y las paredes medianeras no tenían defensor más resuelto y decidido. Conocía perfectamente las leyes y la jurisprudencia y hablaba con facilidad, con una voz ardiente y penetrante. Todos sus colegas, jóvenes y viejos, le estimaban y nunca se había creado un enemigo. De muy buena presencia, poseedor de cabellos castaños muy hermosos y de bellos ojos negros, de maneras elegantes, espiritual sin chocarrería, servicial y amable sin ostentación, diestro en los diversos géneros de deporte, a los que se entregaba con pasión la gentry americana, ¿cómo no había de ocupar un puesto entre los más distinguidos jóvenes de la ciudad, y cómo habría podido dejar de amarle aquella encantadora Jenny Hudelson, hija del doctor Hudelson y de su esposa
née
Flora Clarish?

Pero es demasiado pronto para llamar la atención del lector sobre esta señorita; es más conveniente que no entre en escena sino en medio de su familia, y aún no ha llegado ese momento, que no tardará, por lo demás: conviene, empero, aportar un método riguroso en el desenvolvimiento de esta historia, que exige extrema precisión.

En lo referente a Francis Gordon, añadiremos que Permanecía en la casa de Elisabeth Street, y no la abandonaría, sin duda, hasta el día de su matrimonio con Miss Jenny... Pero dejemos una vez más a Miss Jenny Hudelson donde está y digamos tan sólo que la buena Mitz era la confidente del sobrino de su amo y que le quería como a un hijo, o, mejor aún, como a un nieto, ya que las abuelas son las que generalmente superan la ternura maternal.

Mitz, sirvienta modelo, de la que no se podría hoy encontrar semejante, descendía de esa especie, ya extinguida, que tiene algo a la vez del perro y del gato; del perro, por lo que se adhiere a sus amos, y del gato, por lo que se adhiere a la casa. Como fácilmente puede imaginarse, Mitz hablaba con toda libertad a Mr. Dean Forsyth. Cuando éste se deslizaba, decíaselo aquélla claramente, si bien en un lenguaje extravagante, que sólo de un modo aproximado podría ser expresado en francés. Si él no quería hacerle caso, le quedaba sólo un recurso; abandonar la plaza, encerrarse en su gabinete y dar dos vueltas a la llave.

Por lo demás, Mr. Dean Forsyth no tenía por qué temer encontrarse nunca solo en el gabinete: seguro estaba de hallar siempre allí a otro personaje, que se sustraía de igual modo a las advertencias y sermones de Mitz.

Este personaje respondía al llamamiento de «Omicron», nombre extraño que debía a su mediana estatura, y se le habría apellidado «Omega» si su talla no hubiera sido demasiado pequeña. De cuatro pies y seis pulgadas de alto, desde la edad de quince años no había crecido más. Con su verdadero nombre de Ton Wife, había entrado a esa edad en la casa de Mr. Dean Forsyth, en vida de su padre, en calidad de joven criado, y había rebasado ya el medio siglo; de donde fácil será calcular que hacía ya treinta y cinco años que se hallaba al servicio del tío de Francis Gordon.

Importa especificar a qué se reducía este servicio. A lo siguiente: Ayudar a Mr. Dean Forsyth en sus trabajos, por los cuales experimentaba una pasión igual, cuando menos, a la de su dueño.

¿Trabajaba, pues Mr. Dean Forsyth?

Sí, como aficionado; pero, con un fuego y un ardor de que pronto podrá juzgarse.

¿En qué se ocupaba el señor Dean Forsyth? ¿En Medicina, en Derecho, en Literatura, en Arte, en negocios, como tantos y tantos ciudadanos de la libre América?

Nada de eso.

¿En qué entonces?, se preguntará el lector. ¿En Ciencias?

No estáis en lo cierto. No en Ciencias, así en plural, sino en ciencia, en singular. Únicamente, exclusivamente, en esa ciencia sublime que se llama Astronomía.

Él sólo soñaba con descubrimientos planetarios o estelares. Nada o casi nada de lo que pasaba en la superficie del Globo parecía interesarle y vivía en los espacios infinitos. Sin embargo, como en ellos no encontraría qué almorzar ni qué comer, forzoso era que bajase por lo menos dos veces al día. Y precisamente aquella mañana no bajaba él a la hora habitual; se hacía esperar, lo cual ponía de muy mal humor a Mitz, quien dando vueltas en torno de la mesa, repetía:

—¿No vendrá?

—¿No está allí «Omicron»? —preguntó Francis Gordon.

—Siempre está donde está su amo —repuso Mitz—. Yo, sin embargo, no tengo bastantes piernas —sí, así fue realmente como se expresó la estimable Mitz— para encaramarme a su habitual gallinero.

El gallinero en cuestión no era ni más ni menos que una torre, cuya galería superior dominaba en unos treinta pies el techo de la casa, un observatorio, para darle su verdadero nombre. Debajo de la galería existía una cámara circular con cuatro ventanas orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. En el interior había algunos anteojos y telescopios de un alcance bastante considerable, y si sus objetivos no se gastaban no era por falta de uso. Lo que era más bien de temer era que Mr. Dean Forsyth y «Omicron» acabasen por perder los ojos a fuerza de aplicarlos a los oculares de de sus instrumentos.

En esta cámara era donde ambos pasaban la mayor parte del día y de la noche, relevándose, a la verdad. Miraban, observaban, se sumían en las zonas interestelares, arrastrados por la perpetua esperanza de hacer algún descubrimiento al que pudiera ir unido el nombre de Dean Forsyth. Cuando el cielo estaba puro, todo marchaba bien; pero no siempre está así por encima de la fracción del treinta y siete paralelo que atraviesa el estado de Virginia; también había nubes, cirros, nimbus, cúmulos, tantos como se quisieran y seguramente más de lo que hubieran deseado el amo y el criado. Así, ¡qué de lamentaciones, qué de amenazas contra aquel firmamento sobre el que la brisa amontonaba densos vapores!

Precisamente durante aquellos últimos días de marzo, la paciencia de Mr. Dean Forsyth se hallaba como nunca sometida a ruda prueba. Desde hacía muchos días obstinábase el cielo en permanecer cubierto, con gran furia del astrónomo.

Aquella mañana, 21 de marzo, un fuerte viento del Oeste continuaba arrastrando casi al ras del suelo todo un mar de nubes de una desoladora opacidad.

—¡Qué fastidio! —suspiró por décima vez Mr. Dean Forsyth, tras una última e inútil tentativa para vencer la densa bruma—. Tengo el presentimiento de que pasamos al lado de un descubrimiento sensacional.

—Es muy posible —respondió «Omicron»—. Hasta es muy probable, porque hace algunos días, durante un claro, creí yo percibir...

—Y yo vi, «Omicron».

—¡Ambos entonces, ambos a un mismo tiempo!

—¡«Omicron»...! —dijo en son de protesta Mr. Dean Forsthy.

—Sí, usted primero, sin duda alguna —concedió «Omicron», con un significativo movimiento de cabeza—; pero cuando yo creí percibir la cosa en cuestión, parecióme que debía ser... que era...

—Y yo... —atajó Mr. Dean Forsyth—; yo afirmo que se trataba de un meteoro, desplazándose del Norte al Sur...

—Sí, Mr. Dean, perpendicularmente al sentido del Sol.

—A su sentido aparente, «Omicron».

—Aparente, naturalmente.

—Y era el dieciséis de este mes.

—El dieciséis.

—A las siete, treinta y siete minutos y veinte segundos.

—Veinte segundos —repitió «Omicron»—, según pude hacerlo constar en nuestro reloj.

—Y ¡no ha vuelto a reaparecer! —clamó Mr. Dean Forsyth, extendiendo hacia el cielo un puño amenazador.

—Y ¿cómo podría haberlo hecho...? ¡Nubes...! ¡Nubes...! ¡Nubes...! ¡Desde hace cinco días ni un trozo de azul en el cielo bastante para dibujar un pañuelo de bolsillo!

—Parece hecho
ex profeso
—se lamentó Dean Forsyth, golpeando el suelo con el pie—, y creo en verdad que estas cosas no le ocurren a nadie más que a mí.

—A nosotros —rectificó «Omicron», que se consideraba acreedor a una mitad en los trabajos de su amo.

A decir verdad, todos los habitantes de la región tenían el mismo derecho a quejarse si espesas nubes cubrían su cielo. Luzca o no el Sol, es igual para todo el mundo.

Pero por general que este derecho fuese, nadie podría tener la pretensión de estar de tan mal humor como Mr. Dean Forsyth, cuando la ciudad se hallaba envuelta por una de esas brumas contra las que nada pueden los telescopios más potentes ni los anteojos más perfeccionados. Y tales brumas no son raras en Whaston, aun cuando la ciudad se halle bañada por las claras aguas del Potomac y no por las turbias y cenagosas del Támesis.

Sea de ello lo que quiera, ¿qué habían visto o creído ver el 16 de marzo, cuando el cielo estaba puro, el amo y el sirviente...? Nada menos que un bólido de forma esférica, desplazándose de Norte a Sur con una vertiginosa rapidez y con un brillo tal que luchaba victoriosamente contra la luz difusa del Sol. No obstante, como su distancia de la Tierra debía de ser de cierto número de kilómetros, hubiera sido posible seguirle, a pesar de su velocidad, durante un tiempo apreciable, si una niebla intempestiva no hubiese venido a impedir toda observación.

Desde entonces comenzó a desenvolverse el hilo de las lamentaciones que provocaba tan mala suerte. ¿Volvería a presentarse ese bólido sobre el horizonte de Whaston? ¿Podrían calcularse sus elementos, determinar su masa, su peso, su naturaleza? ¿No sería otro astrónomo más favorecido quien lo encontrase en otro punto del cielo? ¿Estaría Dean Forsyth en condiciones de dar su nombre a este descubrimiento, habiéndole tenido tan poco tiempo bajo su telescopio? ¿No recaería al fin y al cabo todo el honor sobre uno de esos astrónomos del Antiguo o del Nuevo Continente que pasan su existencia observando el espacio día y noche?

—¡Acaparadores! —gritaba en tono de protesta Dean Forsyth—. ¡Piratas del cielo!

Durante toda aquella mañana del 21 de marzo, ni Dean Forsyth ni «Omicron» habían podido dedicarse, a pesar del mal tiempo, a alejarse de aquella ventana que se abría de cara al Norte. Y su rabia había aumentado a medida que las horas iban transcurriendo; a la sazón, no hablaban ya. Dean Forsyth recorría con la mirada el vasto horizonte que limitaba por aquel lado el perfil caprichoso de las colinas de Serbor, por encima de las cuales una brisa bastante viva daba caza a las nubes grisáceas. «Omicron» se alzaba sobre la punta de los pies para aumentar el campo visual que reducía su exigua estatura. El uno había cruzado los brazos y sus grandes puños se aplastaban contra su pecho. El otro, con los dedos crispados buscaba el apoyo de la ventana. Algunas aves cruzaban próximas lanzando gritos, como si se burlasen del amo y del sirviente, a quienes su cualidad de bípedos retenía en la superficie de la Tierra. ¡Ah, si ellos hubiesen podido seguir a aquellos pájaros en su vuelo, en qué poco tiempo habrían atravesado la corteza de vapores, y tal vez entonces hubiesen visto al asteroide continuando su marcha en la luz esplendorosa del Sol!

En aquel momento golpearon a la puerta.

Dean Forsyth y «Omicron», absortos, nada oyeron.

Abrióse la puerta y Francis Gordon apareció sobre el umbral decidido y sonriente.

Dean Forsyth y «Omicron» ni siquiera se volvieron.

El sobrino marchó hacia el tío y le tocó suavemente en el brazo.

Mr. Dean Forsyth dejó caer sobre su sobrino una mirada de tal modo absorta y distraída, que debía venir de Sirio o por lo menos de la Luna.

—¿Qué hay? —inquirió.

—Mi querido tío, el almuerzo espera hace rato.

—¡Ah! Sí, ¿el almuerzo espera? ¡Pues bien: también nosotros estamos esperando!

—¡Ustedes esperan...! ¿Qué?

—El Sol —declaró «Omicron», cuya respuesta fue aprobada con un signo por su amo.

—Pero, tío mío, yo creo que usted no habrá invitado al Sol a almorzar, y puede uno sentarse a la mesa sin él.

¿Qué contestar a esto? Si el astro radiante no se mostraba en todo el día, ¿se empeñaría Mr. Dean Forsyth en ayunar hasta la noche?

Tal vez, después de todo, porque el astrónomo no parecía dispuesto a obedecer a la invitación.

—Mi querido tío —prosiguió Francis—, la buena Mitz se impacienta; se lo prevengo.

De pronto Mr. Dean Forsyth adquirió conciencia de la realidad. Conocía las impaciencias de la buena Mitz. Puesto que ella le había despachado un expreso, prueba de que la situación era grave y había que acudir sin tardanza.

—¿Qué hora es, pues? —preguntó.

—Las once y cuarenta y seis —respondió Francis Gordon.

Tal era, efectivamente, la hora marcada por el reloj, siendo así que de ordinario el tío y el sobrino se sentaban a la mesa, el uno frente al otro, a las once en punto.

—¡Las once y cuarenta y seis! —exclamó Mr. Forsyth, simulando un vivo descontento a fin de ocultar su inquietud—. ¡No me explico que Mitz se haya descuidado de ese modo!

—Pero, tío —replicó Francis—, por tres veces hemos llamado inútilmente a la puerta.

Sin contestar, dirigióse Mr. Dean Forsyth a la escalera, en tanto que «Omicron», que servía ordinariamente la comida, quedaba en observación acechando la vuelta del Sol.

Tío y sobrino penetraron en el comedor.

Allí les esperaba Mitz. Miró a su amo cara a cara y éste bajó la cabeza.

—L'ami Krone (el amigo Krone)...? —porque de esta manera designaba Mitz, en su ignorancia, a la quinta vocal del alfabeto griego.

—Está ocupado allá arriba —contestó Francis Gordon—. Nos pasaremos sin él esta mañana.

—Con mucho gusto —declaró Mitz con áspero y avinagrado acento—; puede permanecer en su
hautservatoire
(observatorio) todo el tiempo que guste. Todo irá aquí mejor sin él.

Comenzó el almuerzo; las bocas sólo se abrían para comer. Mitz, que habitualmente conversaba de muy buen grado al llevar los platos y retirar las fuentes, no abría los labios. Aquel silencio pesaba, aquella violencia angustiaba. Francis Gordon, deseoso de ponerle término, dijo, por decir algo:

—¿Está usted contento, tío, de su mañana?

—No —contestó Dean Forsyth—. El estado del cielo no era propicio, y ese contratiempo me ha fastidiado hoy de un modo especial.

—¿Se hallaba usted sobre la pista de algún descubrimiento astronómico?

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