La corona de hierba (125 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—Hace siglos que odian a Roma y son los que con más tesón lo hacen —dijo Sila con un suspiro—. Yo esperaba que cuando llegase el momento de embarcarme para Grecia, Aesernia y Nola hubiesen capitulado, pero tal como está la situación, a lo mejor me están esperando cuando regrese de la guerra.

—No, si podemos impedirlo —dijo el Meneítos.

Entró discretamente un criado y anunció que la cena estaba lista, si Lucio Cornelio lo estaba.

Sí lo estaba. Se levantó y encabezó la marcha al comedor. Mientras comían y los criados iban de un lado para otro sirviéndolos, Sila mantuvo una conversación intrascendente y disfrutaron del lujo, permisible tan sólo a viejos amigos, de ocupar cada uno una sola camilla.

—¿No recibes nunca a mujeres, Lucio Cornelio? —inquirió Mamerco, una vez que se hubieron retirado los criados.

Sila se encogió de hombros, haciendo una mueca.

—¿Cuando estoy de campaña, lejos de la esposa, quieres decir?

—Sí.

—Las mujeres dan muchos quebraderos de cabeza, Mamerco. Mi respuesta es no —dijo Sila, riendo—. Si me lo has preguntado por tu deber de custodiar a Dalmática, te he dicho la verdad.

—En realidad no te lo he preguntado más que por simple y vulgar curiosidad —replicó Mamerco con desenfado.

Sila dejó la copa y miró de hito en hito a Mamerco, que ocupaba la camilla opuesta, y lo examinó más detenidamente que nunca. No era ningún Paris ni ningún Adonis, desde luego. Tenía el cabello negro muy corto, prueba de que no era ondulado y su barbero había renunciado a todo; un rostro desigual, con nariz deforme y más bien chata, de ojos oscuros hundidos y la tez morena y brillante como mejor característica. Era un hombre sano aquel Mamerco Emilio Lépido Liviano. Con fortaleza para haber matado a Silo en singular combate, hazaña que le había valido la corona cívica. Sí, era un valiente. No era de una inteligencia que hubiera constituido nunca un peligro para el Estado, pero tampoco era tonto. Según el Meneítos, era un hombre tranquilo en el que se podía confiar en cualquier situación grave, y muy de fiar en situaciones de mando. Escauro le había tenido profundo afecto y le había nombrado albacea testamentario.

Naturalmente, Mamerco se percató de que estaba siendo objeto de un minucioso examen. ¿Por qué se sentía como evaluado por un amante en potencia?

—Mamerco, ¿estás casado, verdad? —inquirió Sila.

—Sí, Lucio Cornelio —respondió sorprendido.

—¿Tienes hijos?

—Una niña de cuatro años.

—¿Quieres mucho a tu esposa?

—No, es una mujer horrible.

—¿Has pensado alguna vez en divorciarte?

—Cuando estoy en Roma, constantemente. Cuando estoy fuera, procuro no pensar en ella lo más mínimo.

—¿Cómo se llama? ¿De qué familia es?

—Claudia. Es hermana de Apio Claudio Pulcher, el que está sitiando Nola.

—¡Ah, no ha sido una buena elección, Mamerco! Es una familia muy rara.

—¿Rara? Yo más bien diría que es estrambótica.

Metelo Pío ya no estaba reclinado; se había sentado erguido, con los ojos muy abiertos y clavados en Sila.

—Mi hija se ha quedado viuda y aún no ha cumplido veinte años. Tiene dos hijos; una niña y un niño. ¿La conoces?

—No —contestó Mamerco, displicente—, creo que no.

—Yo soy su padre y no valgo como juez, pero dicen que es preciosa —añadió Sila, cogiendo la copa de vino.

—¡Ah, ya lo creo, Lucio Cornelio! ¡Es un encanto! —terció el Meneítos con fatua sonrisa.

—Ahí tienes; una opinión ajena a la familia —dijo Sila, mirando su copa y echando hábilmente los posos en una bandeja vacía—. ¡Cincos! —exclamó complacido—. Los cincos me traen suerte —añadió mirando fijamente a Mamerco—. Busco un buen marido para mi pobre hija, a quien la familia del difunto esposo hace la vida imposible. Tiene una dote de cuarenta talentos, muy superior a las de muchas, ha demostrado ser fértil, tiene un hijo, es joven todavía, es patricia por partida doble, su madre era una Julia, y es de buen carácter. Aunque no quiero decir que sea de esas que se echa al suelo a lamerte las botas, pero se lleva bien con casi todos. Su difunto esposo, el joven Quinto Pompeyo Rufo, estaba loco por ella. ¿Qué me dices? ¿Te interesa?

—Depende —contestó Mamerco con cautela—. ¿De qué color tiene los ojos?

—No lo sé —contestó el padre.

—De un azul precioso —dijo el Meneítos.

—¿Y el pelo?

—Rojo… marrón… castaño… No sé —contestó Sila.

—Es del mismo color del cielo cuando acaba de ponerse el sol —dijo el Meneítos.

—¿Es alta?

—No lo sé —contestó Sila.

—Te llegará a la punta de la nariz —dijo el Meneítos.

—¿Cómo tiene la tez?

—No sé —contestó Sila.

—Crema claro como una flor, con seis pequitas doradas en la nariz —dijo el Meneítos.

Sila y Mamerco se volvieron de pronto, mirando al ocupante de la camilla central, que súbitamente había enrojecido.

—Se diría que quieres casarte con ella, Quinto Cecilio —comentó el padre.

—¡No, no! —exclamó el Meneítos—. ¡Pero se la puede mirar, Lucio Cornelio! Es una mujer adorable.

—Entonces me la quedo yo —dijo Mamerco, sonriendo a su buen amigo el Meneítos—. Admiro tu gusto en mujeres, Quinto Cecilio. Y te doy las gracias, Lucio Cornelio. Considérala prometida en matrimonio.

—Le faltan siete meses para acabar el plazo de luto; así que no hay prisa —añadió Sila—. Hasta entonces, vivirá con Dalmática. Ve a verla, Mamerco. Yo le escribiré.

Cuatro días más tarde, Sila se ponía en marcha hacia Brundisium con las tres eufóricas legiones. Al llegar, se encontraron con Lúculo que seguía acampado en las afueras de la ciudad, sin ningún problema para que pastasen los caballos y las mulas, ya que la mayor parte de la tierra era itálica y apenas había comenzado el invierno. El tiempo era húmedo y tempestuoso y nada propicio para emprender tan largo viaje; la tropa se aburría y dedicaba la mayor parte del tiempo a juegos de azar. Pero al llegar Sila se animaron. Era a Lúculo a quien no podían tragar; él no entendía a los legionarios ni tenía interés en entender a personas tan inferiores a él en la escala social.

En el mes de marzo del calendario, Lúculo zarpó rumbo a Corcyra con sus dos legiones y dos mil caballos, acaparando todos los barcos disponibles. Con lo cual, a Sila no le quedaba más remedio que aguardar el regreso de las naves para embarcar él. Pero a principios de mayo —cuando ya le quedaba bien poco de los doscientos talentos de oro— cruzó finalmente el Adriático con tres legiones y un millar de acémilas.

Acostumbrado a navegar, se pasaba el rato acodado a la borda de popa, columbrando aquella raya borrosa en el horizonte que era Italia, hasta que desapareció. Y se sintió libre. A sus cincuenta y tres años, por fin iba a emprender una guerra contra un enemigo extranjero que le daría fama, gloria, despojos, batallas, sangre.

¡Se acabó Cayo Mario!, pensó entusiasmado. Esta guerra no puedes quitármela. ¡Esta guerra es mía!

X

F
ueron el joven Mario y Lucio Decumio quienes sacaron a Cayo Mario del templo de
Tellus
y le escondieron en la
cella
del templo de Júpiter Stator en el Velia; y ellos dos también quienes buscaron a Publio Sulpicio, a Marco Letorio y a los otros nobles que habían esgrimido la espada para defender Roma de Lucio Cornelio Sila. Y fueron ellos dos quienes, poco después, condujeron a Sulpicio y a otros nueve al templo de Júpiter Stator.

—No hemos podido hacer otra cosa, padre —dijo el joven Mario, sentándose a su lado en el suelo—. Me han dicho que han visto a Marco Letorio, Publio Cetego y Publio Albinovano escapar no hace mucho por la puerta Capena. Pero no he podido hallar rastro de los hermanos Granio. Espero que eso signifique que ya habían podido salir de la ciudad.

—Qué ironía —comentó Mario amargamente, sin dirigirse a nadie en particular—, tener que ocultarse en un templo dedicado al dios patrón de los soldados en retirada. Los míos no aguantaron en el combate, por mucho que les prometí.

—No eran soldados romanos —dijo el joven Mario.

—¡Lo sé!

—Nunca creí que Sila se atrevería a tanto —dijo Sulpicio, jadeante como si hubiese estado corriendo durante horas.

—Yo sí… después de haberle visto en la Via Latina en Tusculum —dijo el pretor urbano Marco Junio Bruto.

—Bien, Sila es ahora dueño de Roma —añadió el joven Mario—. Padre, ¿qué vamos a hacer?

Fue Sulpicio quien contestó, harto de que todos se dirigieran a Cayo Mario, que habría sido cónsul seis veces y ayudado, sin duda, a un tribuno de la plebe decidido a doblegar al Senado, pero que en aquel momento no era más que un
privatus
.

—Nos vamos a casa y como si no hubiera pasado nada —dijo con firmeza.

Mario se volvió, mirándole estupefacto, cansado como nunca en su vida y notando horrorizado que tenía embotados brazo, mano y mandíbula izquierda.

—Puedes irte si quieres —dijo, pasándose la lengua por la boca para sentir aquel curioso hormigueo—. Pero yo conozco a Sila y sé lo que hará. Apresurarse a matarme.

—Creo que tienes razón —dijo Bruto, con los labios más amoratados que de costumbre y jadeante—. Si nos quedamos aquí, nos matará. Lo leí en sus ojos en Tusculum.

—¡No puede hacerlo! —exclamó convencido Sulpicio, que, al ser más joven, iba recuperando la cabeza a la par que el aliento—. Nadie mejor que él sabe que sería
nefas
. A partir de ahora se contendrá y mirará de hacerlo todo legal.

—¡Tonterías! —exclamó Mario con sorna—. ¿Qué crees que va a hacer, regresar mañana mismo con sus tropas a Campania? ¡Ni mucho menos! Ocupará Roma y hará lo que se le antoje.

—No se atreverá —replicó Sulpicio, dándose cuenta de que, como tantos otros miembros del Senado, no conocía bien a Sila.

—¿Que no? —insistió Mario, haciendo un esfuerzo para reír—. ¿Que Lucio Cornelio Sila no se atreverá? ¡Vamos, Publio Sulpicio! Sila se atreve con todo. Lo ha hecho siempre. Y lo que es más, se atreve en cuanto lo piensa. ¡No, claro que no nos juzgará por traición ante un tribunal amañado! No es tan tonto; pero nos encerrará en algún sitio oculto, nos matará y dirá que hemos muerto en combate.

—Eso mismo creo yo, Cayo Mario —dijo Lucio Decumio—. Ése sería capaz de matar a su madre —añadió con un estremecimiento, alzando la mano derecha con el puño cerrado y el índice y el meñique estirados, conjurando el maleficio—. Ése no es un hombre como los demás.

Los nueve personajes secundarios permanecían sentados en el suelo del templo, escuchando la discusión de los famosos; ellos no eran hombres importantes en el Senado ni en el
Ordo equester
, aunque sí miembros de distintos organismos. Había sido una causa digna luchar para impedir la entrada de un ejército en Roma, pero ahora que habían fracasado miserablemente, todos ellos habían llegado a la conclusión de que habían sido unos ilusos. Al día siguiente volverían a mostrarse erguidos, pues todos creían que valía la pena dar la vida por Roma, pero allí, en el templo de Júpiter Stator, agotados y desilusionados, todos esperaban que Mario se impusiera a Sulpicio.

—Si tú te vas, Cayo Mario, yo no puedo quedarme —dijo Sulpicio.

—Es mejor marcharse, créeme. Yo, desde luego, es lo que pienso hacer —dijo Mario.

—¿Y tú, Lucio Decumio? —inquirió el joven Mario.

—No —contestó Lucio Decumio moviendo la cabeza—, yo no puedo irme. ¡Pero tendré suerte! Da igual. Tengo que cuidar de Aurelia y del pequeño César… que su
tata
está ahora con Lucio Cinna en Alba Fucentia. Cuidaré de Julia, Cayo Mario.

—Todas las propiedades mías a las que Sila pueda echar mano serán confiscadas —dijo Mario con una sonrisa de presunción—. ¡Suerte que tengo dinero oculto por todas partes!

Marco Junio Bruto se puso en pie.

—Tengo que ir a casa a recoger lo que pueda —dijo, mirando a Mario en lugar de a Sulpicio—. ¿A dónde nos dirigiremos? ¿Vamos cada uno por nuestro lado o todos juntos?

—Tendremos que salir de Italia —dijo Mario, tendiendo la mano derecha a su hijo y la izquierda a Lucio Decumio y levantándose con cierta facilidad—. Creo que debemos salir de Roma por separado y seguir cada uno por nuestro lado hasta hallarnos lejos de la ciudad. Luego será mejor que vayamos juntos. Sugiero que nos demos cita en la isla de Aenaria dentro de un mes, en los idus de diciembre. No me costará localizar a Cneo y Quinto Granio para decirles que acudan allá, y espero que sepan el paradero de Cetego, Albinovano y Letorio. Una vez que nos encontremos en Aenaria, yo me encargo de lo demás. Conseguiré un barco y probablemente iremos a Sicilia. El gobernador, Norbano, es cliente mío.

—¿Por qué en Aenaria? —inquirió Sulpicio, renuente a abandonar Roma.

—Porque, siendo una isla, está fuera de las rutas concurridas y no muy lejos de Puteoli —contestó Mario, moviendo la mano izquierda como en gesto de desagrado—. Tengo un primo segundo que es banquero, Marco Granio, que también es primo de Cneo y Quinto, y acudirán a él. Marco Granio maneja una buena parte de mi fortuna en efectivo y mientras nos diseminamos, para luego reunirnos en Aenaria, Lucio Decumio le llevará una carta a Puteoli, de manera que nos envíe fondos suficientes para que nosotros veinte podamos vivir decentemente mientras estemos fuera —añadió, metiendo la mano incontrolable en el fajín de general—. Lucio Decumío se encargará de localizar a los demás. Seremos veinte, ya veréis. El destierro es costoso, pero no os preocupéis; yo tengo dinero y Sila no va a quedarse eternamente en Roma. Tendrá que ir a luchar contra Mitrídates. ¡Mal rayo le parta! Y cuando esté bien ocupado en la guerra y no pueda regresar a Italia, nosotros volveremos a Roma. Mi cliente Lucio Cinna será cónsul en año nuevo y nos garantizará el regreso.

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