Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (4 page)

BOOK: La corona de hierba
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Yo creo que no hay duda alguna de que a Mítrídates se le hace la boca agua ante la perspectiva de apoderarse de la provincia de Asia —dijo Mario.

—Pero él es oriental —añadió Sila muy serio—, y todos los reyes orientales tienen miedo de Roma… incluso a Yugurta, que mantenía un mayor contacto con Roma que ningún monarca oriental, le aterraba Roma. Recordad las afrentas e indignidades que aguantó Yugurta antes de entrar en guerra con nosotros. Prácticamente le obligamos a ello.

—Oh, yo creo que Yugurta siempre pensó en declararnos la guerra —añadió Rutilio Rufo.

—No estoy de acuerdo —adujo Sila con el entrecejo fruncido—. Yo creo que soñaba entrar en guerra contra nosotros, pero se daba cuenta perfectamente de que era un sueño. Fuimos nosotros quienes le forzamos a entrar en guerra cuando Aulo Albino entró a saco en Numidia. En realidad es así como suelen iniciarse nuestras guerras. Se concede el mando de las legiones romanas a algún codicioso incapaz de dirigir un desfile infantil, y allá va él a por un buen botín no para Roma, sino para su propio bolsillo. Carbón y los germanos, Cepio y los germanos, Silano y los germanos… la lista es interminable.

—Te vas por las ramas, Lucio Cornelio —terció Mario con voz queda.

—¡Lo siento! —replicó Sila con desenfado, sonriendo afectuoso a su antiguo comandante—. De todos modos, creo que la situación en Oriente es parecida a la que se daba en Africa antes de que Yugurta nos declarase la guerra. Bien sabemos que Bitinia y el Ponto son enemigos tradicionales, y sabemos que tanto a Nicomedes como a Mitrídates les encantaría expansionarse, al menos en Anatolia. Y en Anatolia hay dos regiones de gran riqueza que los hacen babear: Capadocia y nuestra provincia de Asia. Quien poseyera Capadocia tendría rápido acceso a Cilicia con su fertilísimo suelo, y de apoderarse de nuestra provincia de Asia, un inmejorable acceso costero al Mediterráneo, con medio centenar de excelentes puertos y un interior riquísimo. Es muy humano que esos reyes codicien esas tierras.

—Bueno, a mí Nicomedes de Bitinia no me preocupa —dijo Mario interrumpiéndole— porque está atado a Roma de pies y manos, y él lo sabe. Ni creo que, al menos de momento, nuestra provincia de Asia corra ningún peligro. Lo que me preocupa es Capadocia.

—Exacto —añadió Sila, y asintió con la cabeza—. La provincia de Asia es romana, y no creo que Mitrídates sea muy distinto a los otros reyes orientales y no le atemorice Roma como para invadirla, por muy desgobernada que esté. Pero Capadocia no es romana, y, aunque cae en nuestra esfera de influencia, me parece que tanto Nicomedes como el joven Mitrídates dan por sentado que es una región lo bastante remota y carente de importancia para Roma como para merecer una guerra. Por otra parte, se mueven furtivamente como ladrones para hacerse con ella, enmascarando sus motivaciones con títeres y parientes.

—¡Yo no veo que sea nada furtivo el casamiento de Nicomedes con la regente de Capadocia! —Gruñó Mario.

—No, pero esa situación no duró mucho, ¿no es cierto? ¡Mitrídates sintió tal indignación que asesinó a su hermana! Y al hijo le repuso en el trono de Capadocia sin ningún miramiento.

—Desgraciadamente nuestro amigo y aliado es Nicomedes y no Mitrídates —dijo Mario—. Es una lástima que no estuviera yo en Roma cuando se trató todo esto.

—¡Bah, no me vengas con ésas! —dijo Rutilio Rufo indignado—. ¡Hace más de cincuenta años que los soberanos de Bitinia tienen oficialmente el título de amigos y aliados de Roma! Durante la última guerra que sostuvimos contra Cartago, también el rey del Ponto fue oficialmente amigo y aliado, pero el padre de este Mítrídates anuló la posibilidad de amistad con Roma al comprar Frigia al padre de Manio Aquilio. Desde entonces Roma no mantiene relaciones con el Ponto. Aparte de que es imposible conceder el privilegio de amigos y aliados a dos reyes que están enemistados, a menos que se pueda impedir la guerra entre ambos. En el caso de Bitinia y el Ponto, el Senado consideró que concederles a los dos la condición de amigo y aliado sólo habría servido para empeorar la situación entre ellos. Y eso, a su vez, era como recompensar a Nicomedes de Bitinia por haberse portado mejor que el Ponto.

—¡Bah, Nicomedes no es más que un vejestorio estúpido! —dijo Mario, impaciente—. Lleva reinando más de cincuenta años y no era ningún niño cuando desalojó del trono a su
tata
. Debe de tener más de ochenta años ¡y no hace más que exacerbar la situación en Anatolia!

—Imagino que quieres decir «actuando» como un vejestorio estúpido. — La réplica fue acompañada de un destello casi morado en los ojos de Rutilio Rufo, muy parecidos a los de su sobrina Aurelia y casi igual de penetrantes—. ¿Crees, Cayo Mario, que tú y yo rondamos ya la edad de que se nos llame vejestorios estúpidos?

—Vamos, vamos, no os enfurruñéis —terció Sila, sonriente—. Sé lo que quieres decir, Cayo Mario. Nicomedes está en plena senectud, sea o no capaz de gobernar, y hay que suponer que es muy capaz. Es el más helenizado de todos los monarcas de Oriente, pero sigue siendo un oriental. Lo que significa que si se mea en los zapatos, su hijo le deja sin trono. Por consiguiente no debe de haber perdido su astucia y seguirá vigilante, por quisquilloso y rencoroso que sea; por el contrario, en Ponto reina un hombre de apenas treinta años, vigoroso, inteligente, agresivo y presuntuoso. No, es muy difícil que Nicomedes dé una lección a Mitrídates, ¿no creéis?

—Difícilmente —dijo Mario—. Creo que sería lógico pensar que si llegan a las manos será una lucha desigual. Nicomedes se ha limitado a aferrarse a lo que tenía al comienzo de su reinado, mientras que Mitrídates es un conquistador. ¡Ya lo creo, Lucio Cornelio, que tengo que ver a ese Mitrídates! —añadió apoyándose en el codo izquierdo y mirando angustiado a Sila—. ¡Vente conmigo, Lucio Cornelio! ¿Cuál es la alternativa? Otro aburrido año en Roma, y más con el Meneítos parloteando en el Senado, mientras su retoño se lleva todo el mérito de haber logrado el regreso de su
tata
.

—No, Cayo Mario —contestó Sila moviendo la cabeza.

—Me han dicho —terció Rutilio Rufo mordiéndose morosamente una uña— que la carta oficial revocando el exilio en Rodas de Quinto Cecilio Metelo el Numídico la firman el primer cónsul Metelo Nepo y nada menos que el Meneítos hijo. ¡Del tribuno de la plebe Quinto Calidio, que obtuvo la derogación del decreto, ni palabra! ¡Firmada por un senador tan joven que para colmo es
privatus
!

—¡Pobre Quinto Calidio! —dijo Mario riendo—. Espero que el Meneítos le pague bien sus desvelos —añadió mirando a Rutilio Rufó—. Ese clan de los Cecilio Metelos no cambia con los años, ¿verdad? Cuando yo era tribuno de la plebe ya me trataban como si fuese basura.

—Y con razón —añadió Rutilio Rufo—, porque todo lo que hiciste por entonces les complicaba bastante las cosas en política a los Metelos. ¡Y eso que creían tenerte en sus garras! ¡Dalmático se puso hecho una furia!

Al oír aquel nombre, Sila se encogió, percatándose del rubor que encendía sus mejillas. El padre de ella era el difunto hermano mayor del Meneítos. ¿Cómo estaría Dalmática? ¿Qué le habría hecho Escauro?

—Por cierto —dijo alzando la voz—. Sé de muy buena fuente que el Meneítos hijo va a hacer un estupendo matrimonio de conveniencia.

Ya había borrado los recuerdos.

—¡Pues yo no he oído nada! —dijo Rutilio Rufo un tanto asombrado, convencido de que las mejores fuentes de información en Roma eran las suyas.

—Pues es cierto, Publio Rutilio.

—¡Explícate!

Sila se llevó una almendra a la boca y la masticó antes de contestar.

—Buen vino, Cayo Mario —alabó llenándose la copa con la jarra que los sirvientes le habían puesto a mano antes de marcharse y añadiéndole agua, despacio.

—¡Venga, Lucio Cornelio, no le tengas en ascuas! —dijo Mario con un suspiro—. Publio Rutilio es el mayor chismorrero del Senado.

—En eso estoy de acuerdo, pero tienes que admitir que escribía unas cartas muy entretenidas cuando estábamos en Afríca y en la Galia —contestó Sila sonriente.

—¿Quién es ella? —exclamó Rutilío Rufo sin inmutarse.

—Licinia Minor, la hija menor de nada menos que nuestro pretor urbano Lucio Licinio Craso Orator.

—¡No hablas en serio! —dijo Rutilio Rufo conteniendo una exclamación.

—Ya lo creo que hablo en serio.

—¡Pero sí no tendrá la edad!

—Dieciséis años cumple el día antes de la boda, según me han dicho.

—¡Abominable! —gruñó Mario frunciendo las cejas.

—¡Desde luego cada vez se hacen cosas más absurdas! —dijo Rutilio Rufo con auténtica preocupación—. ¡La edad conveniente son los dieciocho cumplidos! ¡Somos romanos, no infanticidas orientales!

—Bueno, por lo menos el Meneítos hijo tiene poco más de treinta años —añadió Sila—. ¿Qué me decís de la esposa de Escauro?

—¡Cuanto menos digamos, mejor! —espetó Publio Rutilio Rufo, falto de ánimo—. Desde luego, Craso Orator es digno de admiración. Es una familia en la que no falta dinero para las dotes y han colocado muy bien a sus hijas. La mayor la han casado nada menos que con Escípión Nasica, y ahora la pequeña con Meneítos hijo, único heredero, Creo que a Licinia le fue bastante mal casándose a los diecisiete años con un animal como Escípíón Nasica. ¿Sabíais que está embarazada?

Mario dio unas palmadas para llamar al mayordomo.

—¡Marchaos los dos a casa! Cuando la conversación degenera en simple cotilleo de viejas es que está todo agotado. ¡Embarazada! ¡En el cuarto de los niños con las mujeres tenías que estar, Publio Rutilio!

Para aquella cena en casa de Mario habían traído a todos los niños y estaban ya todos dormidos al concluir la fiesta. Sólo el pequeño Mario se quedaba allí, pues los demás tenían que regresar a sus casas con los padres. En el paseo había dos grandes literas, una para los hijos de Sila, Cornelia Sila y el pequeño Sila, y la otra para los tres de Aurelia: Julia Maior, a quien llamaban Lia, Julia Minor, llamada Ju-ju, y el pequeño César. Mientras los adultos seguían charlando en voz baja en el recibidor, un equipo de criados trasladaba cuidadosamente a los niños dormidos a las literas.

Julia parecía no conocer al que llevaba al pequeño César; se irguió y cogió angustiada a Aurelia por el brazo.

—¡Si es Lucio Decumio! —dijo, conteniendo un grito.

—Pues claro que sí —respondió Aurelia, sorprendida,

—¡Aurelia, no deberías consentirlo!

—Tontadas, Julia. Lucio Decumio es para mí una torre de fortaleza. Como bien sabes, el camino hasta mi casa no es un dechado de seguridad y hay que cruzar guaridas de ladrones, ir por vericuetos y qué sé yo… ¡Aún no lo sé después de siete años! No es que salga mucho de casa, pero cuando salgo siempre voy con Lucio Decumio y un par de hermanos suyos para que me acompañen a casa. El pequeño César tiene el sueño ligero, pero cuando le coge Lucio Decumío ni se mueve.

—¿Un par de hermanos suyos? —musitó Julia horrorizada—. ¿Quieres decir que en la casa hay más personajes como Lucio Decumio?

—¡No! —replicó Aurelia con desdén—. Me refiero a sus hermanos de la cofradía del cruce, Julia…, sus sirvientes. ¡Ah, no sé a qué vengo a estas cenas familiares en las raras ocasiones que lo hago! —añadió malhumorada—. ¿Por qué no acabas de entender que tengo mi vida perfectamente organizada y me sobran todos esos aspavientos y prevenciones?

Julia no dijo nada hasta que ella y Cayo Mario fueron a acostarse, después de dejarlo todo recogido, comprobar que los criados se retiraban a sus dependencias, echar el cerrojo de la puerta que daba a la calle y hacer la ofrenda al trío de dioses que protegen el hogar romano, Vesta de la tierra, los Penates de la despensa y los Lares de la familia.

—Aurelia ha estado imposible —comentó una vez en el dormitorio.

Mario estaba cansado, sensación que experimentaba con mayor frecuencia que antaño, lo cual le avergonzaba. Por eso, en lugar de hacer lo que le apetecía, que era darse la vuelta y dormirse, se tumbó de espaldas, cogió a su mujer con el brazo izquierdo y se resignó a oír algún comentario sobre mujeres y asuntos domésticos.

—¿Por qué? —inquirió.

—¿No puedes hacer que regrese a Roma Cayo Julio? Aurelia se está convirtiendo en una especie de vestal solterona. ¡No sé…! Está amargada, hosca, reseca… Sí, ésa es la palabra: reseca —contestó Julia—. Y ese niño la está matando.

—¿Qué niño? —refunfuñó Mario.

—Su pequeño César, de veintidós meses. ¡Oh, Cayo Mario, es asombroso! Ya sé que a veces nacen niños así, pero yo no lo había visto nunca ni sabía de nada semejante entre nuestras amistades. Me refiero a que a todas las madres nos complace que los hijos sepan lo que son la
dignitas
y la
auctoritas
cuando los padres los llevan por primera vez al Foro cuando cumplen siete años. ¡Pues ese pequeñajo lo sabe ya sin haber conocido a su padre! De verdad, esposo mío, que ese pequeño César es un niño asombroso.

Se estaba animando y se acordó de otra cosa de suficiente importancia para hacerla rebullirse.

—¡Ah!, ayer estuve hablando con Mucia, la esposa de Craso Orator, y me contó que él presume de que tiene un cliente con un hijo igual que el pequeño César —añadió, dándole un codazo en las costillas—. Cayo Mario, tú debes conocer a la familia porque son de Arpinum.

Mario no había estado prestando mucha atención, pero el codazo acabó de completar lo que había iniciado el agitado rebullir de su mujer; desvelado, pensando en Arpinum, su pueblo de origen, dijo:

—¿De Arpinum? ¿Quién es?

—Ese cliente de Craso Orator se llama Marco Tulío Cicerón y el hijo lleva el mismo nombre.

—Desgraciadamente conozco a esa familia. Son una especie de primos nuestros. ¡Una pandilla de litigantes! Hace unos cien años se quedaron con unas tierras nuestras y ganaron el caso ante los tribunales. Desde entonces no nos hablamos —añadió, sintiendo los párpados pesados.

—Ah, ya —dijo Julia arrimándose más—. Bueno, el niño tiene ocho años y es tan listo que va a estudiar al Foro. Y Craso Orator dice que causará sensación. Me imagino que cuando el pequeño César tenga ocho años también levantará un buen revuelo.

—¡Hummm! —contestó Cayo Mario con un sonoro bostezo.

—¡No te duermas, Cayo Mario! —insistió ella con otro codazo—. ¡Despierta!

Abrió los ojos y efectuó una especie de rugido sordo.

—¿Quieres que echemos una carrera por el Capitolio? —dijo.

BOOK: La corona de hierba
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Negotiation Tactics by Lori Ryan [romance/suspense]
Say it Louder by Heidi Joy Tretheway
Waltzing at Midnight by Robbi McCoy
Condominium by John D. MacDonald
The Comet Seekers: A Novel by Helen Sedgwick
Illidan by William King
The Conformity by John Hornor Jacobs
The Way Back to Happiness by Elizabeth Bass