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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (2 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—¡Por favor, maestro, no lo castigue! ¡Ayer ya recibió una tunda, y mi padre estaba muy enojado!

Tutmés se ruborizó y la fulminó con la mirada. Lo del látigo de hipopótamo era una broma vieja y gastada, pues sólo se trataba de una delgada y flexible vara de sauce que Khaemwese llevaba a veces bajo el brazo como el bastón de mando de un general del estado mayor. El auténtico látigo se usaba sólo con los delincuentes y los agitadores políticos. El hecho de que una muchacha hubiese salido en su defensa fue como un puñado de sal arrojado en una herida abierta, y Tutmés masculló en voz baja cuando el maestro le indicó con gesto perentorio que tomara asiento.

—Muy bien, Neferu. Puesto que deseas que se le conmute la sentencia, supongo que estás dispuesta a ocupar su lugar. Ponte de pie y continúa.

Neferu-khebit era un año mayor que Tutmés y considerablemente más inteligente que él. Ya había pasado de los cacharros viejos y rotos a los rollos de papiro, así que la lectura le resultó sencilla.

Como de costumbre, la clase concluyó con la Oración a Anión. Cuando Khaemwese abandonó el recinto los alumnos se pusieron de pie y estallaron en un parloteo simultáneo.

—No te preocupes por lo que ha pasado, Tutmés —dijo alegremente Hatshepsut mientras enrollaba su estera—. Después de la siesta ven conmigo a ver el nuevo cervatillo del zoológico. Papá mató a su madre, así que ahora no tiene a nadie a quien querer. ¿Me acompañarás?

—No —le respondió bruscamente—. Ya no me interesa acompañarte en tus correrías. Además, de ahora en adelante todas las tardes debo ir al cuartel para que Aahmes pen-Nekheb me enseñe a usar el arco y la lanza.

Fueron a un rincón y depositaron allí sus esteras sobre la pila que formaban las de los demás chicos, mientras Neferu-khebit llamaba por señas a la esclava desnuda que aguardaba pacientemente junto a la enorme jarra de plata. La mujer les sirvió agua y la entregó con una reverenda.

Hatshepsut bebió con avidez, chasqueando los labios.

—¡Ah, qué agua tan exquisita! ¿Y tú, Neferu? ¿No quieres acompañarme esta tarde?

Neferu bajó la mirada y sonrió a su hermana menor. Le acarició la cabeza rapa da casi por completo y le acomodó el mechón infantil
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para que volviera a caerle decorosamente sobre el hombro izquierdo.

Veo que has vuelto a mancharte el faldellín con tinta, Hatshepsut. ¿No crecerás nunca? Muy bien, iré contigo si Nozme te autoriza. Pero nada más que por un rato. ¿De acuerdo?

—¡Oh, sí! —respondió la pequeña brincando de alegría—. ¡Ven a buscarme cuando te levantes!

En la habitación sólo estaban la esclava y ellos tres; los otros chicos habían partido deprisa a sus casas con sus respectivas esclavas, pues el calor aumentaba y ya se había convertido en una masa compacta y pesada de aire abrasador que parecía abatirse sobre ellos y adormilarlos. Tutmés bostezó.

—Me voy a buscar a mi madre. Supongo que debería agradecerte, Neferu-khebit, que me hubieras salvado del castigo, pero te ruego que en el futuro te ocupes de tus propios asuntos. Puede que a los otros varones les resulte un espectáculo divertido, pero para mí es humillante.

—¿Así que prefieres una paliza a hacer el ridículo? —le preguntó Hatshepsut, con aire burlón—. Realmente, Tutmés, tienes demasiado amor propio. Y además es cierto, eres un holgazán.

—¡Cállate! —le ordenó Neferu—. Tutmés, sabes bien que sólo lo hice pensando en ti. Aquí está Nozme. Portaos bien. Te veré más tarde, pequeña Hat.

Depositó un beso en la coronilla de Hatshepsut y salió al resplandor del jardín. A Nozme le estaba permitido tomarse casi las mismas libertades que a Khaemwese con los hijos de la familia real. Como nodriza real los regañaba, los persuadía con halagos, ocasionalmente les propinaba una paliza y en todo momento los adoraba. Debía velar por su seguridad y responder con su vida ante el faraón. Había entrado al servicio de la segunda esposa de éste, Mutnefert, en calidad de ama de leche cuando nacieron los mellizos Uatchmes y Amunmes, y luego la Divina Consorte Ahmose la había conservado para que cuidara de Neferu-khebit y Hatshepsut. En cambio, Mutnefert misma se había encargado de amamantar a Tutmés, su tercer hijo; lo protegía como un águila a su pichón, pues el hijo varón era un don muy preciado, sobre todo tratándose de un hijo real, y sus dos otros pequeños habían muerto víctimas de la peste. En la actualidad Nozme tenía la lengua rápida, el rostro enjuto y estaba tan flaca que las vestiduras colgaban libremente de su cuerpo esquelético y flameaban y cacheteaban sus tobillos desnudos mientras corría de aquí para allá, gritándoles a las esclavas y sermoneando a los chicos. Ya nadie le temía y sólo Hatshepsut seguía teniéndole afecto tal vez porque, con el veleidoso egoísmo propio de la infancia, la pequeña se sabía amada por todos y tenía la certeza de que nadie se opondría a sus deseos.

Al ver a Nozme surgir de la penumbra del vestíbulo, Hatshepsut corrió hacia ella y la abrazó.

Nozme le devolvió el abrazo y le chilló a la esclava:

—¡Tira esa agua de una vez y lava la jarra! Barre el piso para la clase de mañana. Luego puedes irte a tu cuarto y descansar. ¡Vamos, deprisa!

Le lanzó una mirada a Neferu-khebit y se preguntó a dónde iría a esa hora del día, pero ahora que la joven ya no llevaba la cabeza rapada sino cubierta de brillantes trenzas de pelo negro que le llegaban a los hombros y se vestía como las mujeres adultas, Nozme ya no tenía autoridad sobre ella. Luego, tomando a la pequeña de la mano, la condujo lentamente por el laberinto de columnatas y umbrosos atrios hasta llegar a la puerta del departamento de los niños, contiguo a las habitaciones de las mujeres.

En el departamento de Su Alteza Real la princesa Hatshepsut Khnum-amun corría una leve brisa. Las aberturas del techo apresaban cualquier brisa del norte, formando pequeños remolinos de aire caliente. Cuando Nozme y la pequeña entraron a la habitación, las dos esclavas que allí esperaban se incorporaron de un salto y levantaron los abanicos. Nozme no se dignó saludarías. Mientras le quitaba a Hatshepsut el faldellín de hilo blanco, ladró una orden, y apareció otra esclava con un jarro lleno de agua y toallas. La nodriza lavó con presteza el cuerpo de la niña.

—Veo que de nuevo tienes la ropa manchada con tinta —le dijo—. ¿Por qué eres tan descuidada?

—De veras, lo siento —mintió Hatshepsut, de pie y medio dormida, mientras el agua le mojaba los brazos y le surcaba la piel morena del torso—. Neferu-khebit también me riñó por lo mismo. No puedo imaginar cómo pudo haberme ocurrido.

—¿La clase de hoy ha sido buena?

—Supongo que sí. Pero la escuela no me entusiasma: hay que aprender demasiadas cosas y siempre tengo la sensación de que en cualquier momento Khaemwese me reprenderá por algo. Además, no me gusta ser la única chica.

—También está Su Alteza Neferu.

—Su caso es distinto. A Neferu le importan un bledo las sonrisas de superioridad de los varones.

A Nozme le habría gustado responder que Neferu no parecía interesarse por nada en absoluto, pero de pronto recordó que esa pequeña de ojos despiertos y rostro atractivo que bostezaba sin cesar mientras se dirigía al lecho era la niña mimada del Gran Faraón, y sin duda le contaba a su padre cada una de las palabras pronunciadas en ese recinto. Nozme se mostraba abiertamente contraria a todo lo que implicaba apartarse de las costumbres tradicionales y, por consiguiente, la idea de que las niñas, aunque fueran las hijas del rey, estudiaran con los varones, constituía una permanente fuente de irritación para ella. Pero el faraón había hablado: deseaba que sus hijas recibieran una educación adecuada, y así se hizo. Nozme se tragó las herejías que pugnaban por salir de su boca y se inclinó para besarle la mano a la pequeña.

—Duerme bien, Alteza. ¿Necesitas algo más?

—No, Nozme. Neferu prometió que más tarde me llevaría a ver los animales. ¿Puedo ir?

—Desde luego, siempre que te acompañen una esclava y un guardia. Ahora descansa. Te veré más tarde —dijo, hizo una seña a las figuras inmóviles que estaban de pie en la penumbra y salió del cuarto.

Las dos mujeres se acercaron, con su piel negra brillante por la transpiración, y comenzaron a balancear lentamente los grandes abanicos sobre la cabeza de Hatshepsut sin quebrar el silencio.

Pequeñas oleadas de aire se desplazaron sobre su cuerpo y, por un momento, la pequeña se quedó mirando las plumas que se mecían y vibraban encima de ella, mientras poco a poco le fue invadiendo una sensación de seguridad y de paz. Cerró los párpados y giró el cuerpo para quedar de costado. La vida era hermosa, a pesar de los regaños de Nozme y de que Tutmés últimamente no hacía más que mirarla con el ceño fruncido.

No sé por qué se ha vuelto tan rezongón, pensó, adormilada. A mí me encantaría ser soldado y aprender a tirar con el arco y a arrojar la lanza. Quisiera poder marchar con los hombres y pelear junto a ellos. Los sueños comenzaron a poblar su cabecita y se quedó dormida.

Cuando despertó, el sol todavía estaba alto pero había perdido gran parte de su fuerza. A su alrededor, el palacio se sacudía de su letargo y comenzaba a avanzar pesadamente hacia el fin de otro día, como un enorme hipopótamo que se yergue en el barro.

En cuanto asomó afuera —limpia, fresca y llena de impaciencia—, rompió a correr y a la esclava y al guardia les costó mantenerse a su par. Por cada lugar que pasaba, los jardineros se incorporaban y la saludaban con una reverencia, pero ella casi no los veía.

Desde que comenzó a dar sus primeros pasos, el mundo siempre la había venerado como la Hija del Dios; así que en ese momento, a los diez años, la imagen de su destino fluía dentro de ella con la misma naturalidad que su sangre, sin que jamás se le hubiera ocurrido cuestionarse sus derechos a ese mundo y a todo lo que implicaba. Estaba el rey: el Dios, su padre. Estaba la Divina Consorte, su madre. Estaban Neferu-khebit, su hermana, y Tutmés, su medio hermano. Y también, por supuesto, el pueblo, que sólo existía para adorarla. Y, en algún lugar, al otro lado de los altos muros del palacio, estaba Egipto, esa tierra hermosa que jamás había visto pero que la rodeaba y le provocaba un temor reverente. Sabía que para conocerla bien debía esperar a ser grande, pues las personas mayores pueden hacer lo que se les antoje. Así que esperaría.

Neferu la aguardaba junto a la cerca, sola. Volvió la cabeza y sonrió cuando vio que Hatshepsut se le acercaba a toda carrera, jadeando. Neferu estaba pálida y tenía los ojos cansados. No había dormido. Hatshepsut tomó a su hermana mayor de la mano y echaron a andar.

—¿Dónde está tu esclava? —le preguntó Hatshepsut—. Yo tuve que traer la mía.

—Le dije que se fuera. Hay momentos en que me gusta estar a solas, y ya tengo edad suficiente para hacer casi todo lo que deseo. ¿Has dormido bien?

—Sí. Nozme ronca como un toro, pero me las ingenio para dormir. Sin embargo, extraño la época en que dormías en el lecho de al lado; ahora la habitación me parece inmensa y vacía.

Neferu sonrió.

—En realidad es un cuarto muy pequeño, querida Hatshepsut, como comprobarás cuando te trasladen a un departamento amplio y lleno de ecos como el mío. —Lo dijo con un dejo de amargura, pero la pequeña ni siquiera lo advirtió.

Traspusieron el portón y caminaron por un amplio sendero arbolado, flanqueado por jaulas ocupadas por una gran variedad de animales: algunos propios de la zona, como los íbices, la familia de leones, las gacelas; otros, en cambio, traídos por su padre de las tierras remotas donde había realizado sus campañas siendo joven. La mayoría de los animales dormían tendidos a la sombra y su olor fue como un manto cálido y cordial que rodeó a las muchachas en su deambular. El sendero desembocaba en el muro principal, que se erguía súbitamente frente a ellas y parecía velar el sol. A sus pies había una modesta casa de adobe de dos ambientes donde vivía el guardián del Zoológico Real, quien las aguardaba de pie en la galería. Cuando las vio acercarse salió al exterior, cayó de rodillas y se postró con la frente sobre el suelo.

—Salud, Nebanum —dijo Neferu—. Puedes levantarte.

—Salud, Alteza —respondió el hombre, poniéndose trabajosamente de pie y conservando la cabeza gacha.

—¡Salud! —exclamó Hatshepsut—. Vamos Nebanum, ¿dónde tienes el cervatillo? ¿Está bien?

—Sí, muy bien, Alteza —replicó Nebanum con voz grave y un brillo divertido en los ojos—, pero lo único que le interesa es comer. Lo tengo en un corral detrás de mi casa. Si tenéis la amabilidad de seguirme… Es un pequeño muy alborotador; anoche gritó toda la noche.

—¡Pobrecito! Se ve que extraña a su madre. ¿Crees que permitirá que lo alimente?

—Tengo lista un poco de leche de cabra por si Su Alteza quiere hacer el intento. Pero debo advertir a Su Alteza que se trata de un animalito muy fuerte, capaz de tirarla al suelo o de derramar la leche sobre su faldellín.

—Oh, eso no tiene ninguna importancia. Vosotros dos —dijo, volviéndose y dirigiéndose a la paciente y sudada pareja que le servía de escolta—: quedaos aquí. Esperadme sentados debajo de un árbol o donde prefiráis. No pienso escaparme. —Luego se acercó a Nebanum y le dijo—: ¡Vamos!

Neferu asintió y la pequeña comitiva rodeó la casa. El muro se encontraba a sólo diez pasos y proyectaba sobre ellos una sombra fresca; justo debajo había un corral pequeño y provisional formado por un cerco de estacas de madera y cordel, por encima del cual asomaba una cabeza de color tostado con enormes ojos y larguísimas pestañas. Al verlo, Hatshepsut lanzó una exclamación, echó a correr hacia el animal y estiró los brazos para acariciarlo. Inmediatamente el cervatillo abrió su aterciopelada boca y de ella asomó una lengua rosada.

La niña gritó, excitada:

—¡Mira, Neferu! ¡Mira cómo me lame los dedos! ¡Oh, apresúrate, Nebanum; está tan hambriento que debería hacerte azotar! ¡Trae la leche de una vez!

Nebanum casi no pudo disimular una sonrisa. Hizo una reverencia y desapareció por el otro lado de la casa.

Neferu se acercó y se quedó parada junto al corral.

—Es hermoso —dijo, mientras le acariciaba el fino pescuezo—. Pobrecito, verse convertido en un prisionero.

—¡No digas tonterías! —exclamó Hatshepsut—. Si nuestro padre no lo hubiese traído, habría perecido en el desierto, devorado por los leones, las hienas y algún otro animal feroz.

—Ya lo sé. Pero en cierta forma tiene un aspecto tan patético, parece tan necesitado de cariño, tan solo…

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