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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (3 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Hatshepsut giró la cabeza lista para lanzar otra exclamación de impaciencia, pero quedó muda al ver a Neferu: estaba llorando; las lágrimas le caían a raudales por las mejillas. Hatshepsut la contempló atónita: Neferu siempre le había parecido tan controlada y dueña de sí, que ese súbito desahogo acaparó todo su interés. No pareció sentirse cohibida en absoluto y, al cabo de un par de segundos, apartó la mano de la boca del cervatillo y se la secó en el faldellín.

—¿Qué te pasa, Neferu? ¿Estás enferma o algo por el estilo?

Neferu sacudió la cabeza con vehemencia y apartó la mirada, esforzándose por controlar el llanto. Por último tomó el ruedo de su túnica y se secó la cara.

—Lo siento, Hatshepsut. No sé qué me pasa. Hoy no he podido dormir y supongo que estoy un poco cansada.

—Oh.

Fue el único comentario que Hatshepsut atinó a hacer, y comenzó a sentirse cada vez más incómoda. Así que cuando vio que Nebanum reaparecía con un jarro alto y fino en las manos, corrió hacia él con gran alivio.

—¡Deja que yo lo lleve! ¿Pesa mucho? Tú ábrele la boca y yo le verteré la leche.

Nebanum abrió el corral y ambos entraron. Con mucha suavidad sujetó al animal entre las rodillas y con ambas manos lo obligó a abrir las quijadas. Hatshepsut, con la lengua asomándole por entre los dientes, acercó el jarro a esa cara que se retorcía y comenzó a inclinarlo para verter su contenido. Por el rabillo del ojo vio que Neferu daba media vuelta y se alejaba. Furiosa, maldijo en su interior a su hermana por haberle arruinado el día. En ese momento las manos le temblaron y una cascada de leche le empapó el frente del cuerpo, formando un charco bajo sus pies descalzos.

Nebanum tomó el jarro cuando ella se lo extendió, y el cervatillo se alejó bamboleándose, lamiéndose el hocico y lanzándoles una mirada soñolienta por entre los párpados entornados.

—Gracias, Nebanum. Es más difícil de lo que parece, ¿no crees? Volveré mañana y haré un nuevo intento. Adiós.

El hombre hizo una reverencia exagerada para disimular la sonrisa que le asomaba a los labios.

—Adiós, Alteza. Siempre es un verdadero placer teneros por aquí.

—¡Por supuesto! —le contestó por encima del hombro, mientras salía de allí a la carrera.

Alcanzó a Neferu justo cuando su hermana trasponía la puerta. Hatshepsut la tomó impulsivamente del brazo.

—No estés enojada conmigo, Neferu. ¿He hecho algo para ponerte así?

—No —respondió su hermana mayor, rodeando sus hombros pequeños y huesudos con el brazo—. ¿Quién podría enfadarse contigo? Eres preciosa, inteligente y buena. Nadie te tiene antipatía, Hatshepsut, ni siquiera yo.

—¿Por qué me dices eso? No te entiendo, Neferu-khebit. Yo te quiero. ¿Acaso no me quieres tú también?

Neferu la arrastró a la sombra de los árboles, dejando que los sirvientes las esperaran en medio del sendero.

—Sí, yo también te quiero. Pero lo que pasa es que últimamente… oh, no sé si debería contarte todo esto; eres demasiado joven para entenderlo. Pero necesito decírselo a alguien.

—¿Tienes un secreto, Neferu? —exclamó Hatshepsut—. ¡Sí! ¡Lo tienes, lo tienes! ¿Estás enamorada? ¡Oh, por favor, cuéntamelo todo! —Estiró a Neferu del brazo y las dos se dejaron caer sobre el césped fresco—. ¿Por eso lloras? Todavía tienes los ojos un poco hinchados.

—¿Cómo puedes imaginar siquiera lo que siento? —se lamentó Neferu en voz baja—. Para ti la vida será fácil; día tras día, no será más que un juego continuo. Cuando tengas edad para ello, podrás casarte con quien se te antoje y vivir donde te plazca: en las provincias, en los nomos, en las montañas. Serás libre, libre de viajar o no, de hacer lo que tú y tu marido deseéis, de disfrutar de tus hijos. En cambio yo… —entrelazó las manos y se recostó contra el tronco del árbol—. A mí se me aparta de los demás y se me prodigan toda clase de cuidados —continuó diciendo con expresión estoica—. Me alimentan con exquisiteces y me visten con las telas más finas. Las joyas se amontonan como guijarros en mis alhajeros y arcones, y todo el día esclavos y nobles se postran frente a mí. No hago más que ver coronillas. Cuando me levanto, me visten; cuando tengo hambre, me alimentan; cuando estoy cansada, surge un montón de manos para abrirme la cama y apartar las sábanas. Incluso en el templo, cuando oro, canto y agito el sistro, allí están. —Sacudió la cabeza con gesto de fatiga y el cabello se le soltó y le cubrió la nuca—. No quiero ser Gran Esposa Real. No quiero ser Divina Consorte. No quiero casarme con el tonto y bienintencionado Tutmés. Sólo quiero que me dejen en paz, Hatshepsut, para vivir como me dé la gana.

Cerró los ojos y se quedó callada. Tímidamente, Hatshepsut le acarició el brazo. Se quedaron allí un rato, tomadas de la mano, hasta que el sol comenzó a hundirse en el horizonte y poco a poco las sombras se fueron alargando. Por último Neferu se estremeció.

—He tenido un sueño —susurró—, un sueño espantoso. Lo tengo prácticamente cada vez que duermo. Por eso hoy no quise acostarme y preferí salir al jardín y quedarme tendida debajo de un árbol hasta que los ojos me ardieran de cansancio y el mundo me pareciera casi tan irreal como si hubiese dormido. Sueño… sueño que estoy muerta, y que mi
ka
está de pie en un recinto enorme y oscuro que huele a carne en descomposición. Hace mucho frío. En el otro extremo hay un portal por el que se cuela la luz; la luz hermosa, brillante y cálida del sol. Sé que allí me aguarda Osiris, pero en cambio donde está mi
ka
sólo hay penumbras, hedor y una terrible desesperanza porque entre la puerta y yo está la balanza, y detrás de la balanza está
Anubis
.

—Pero ¿por qué le temes a
Anubis
, Neferu? Lo único que él desea es que los platillos de la balanza se equilibren.

—Sí, ya lo sé. Toda mi vida he tratado de hacer el bien para no tener nada que temer cuando pesen mi corazón. Pero en este sueño las cosas son diferentes. —Se puso de rodillas, y las manos le temblaban cuando las apoyó en los hombros de Hatshepsut—. Me acerco a Dios. Tiene algo en la mano, algo que late y palpita. Yo sé que es mi corazón. La Pluma de
Maat
, tan hermosa, está sobre uno de los platillos.
Anubis
tiene la cabeza gacha. Coloca el corazón en el otro platillo y éste comienza a bajar. Yo me paralizo de terror. El platillo baja, sigue descendiendo, hasta que, con un golpe seco, golpea la mesa. En ese momento tengo la certeza de estar perdida y de que jamás recorreré ese suelo fresco hacia la gloria de Osiris, pero no grito. Por lo menos no hasta que el Dios levanta la cabeza y me mira.

De pronto Hatshepsut sintió la imperiosa necesidad de levantarse y salir comiendo, de huir lejos, bien lejos, a cualquier parte con tal de no tener que oír el final de esa pesadilla espantosa. Comenzó a retorcerse de miedo bajo las manos de su hermana, pero los dedos de Neferu la apretaron con más fuerza y su mirada ardiente la abraso.

—¿Sabes qué ocurre entonces, Hatshepsut? Me clava la vista, pero lo que veo no son sus centelleantes ojos de chacal sino los tuyos. Pues eres tú quien me condena, Hatshepsut; tú, con los ropajes del Dios pero con el rostro de una criatura. Y lo que siento es más terrible que si
Anubis
hubiese vuelto hacia mí su rostro de perro y, entreabriendo la boca, me hubiese mostrado los dientes con gesto amenazador. Grito, pero la expresión de tu cara no cambia. Tu mirada es tan fría e implacable como el viento que sopla en ese lugar maldito. Yo grito y grito, y mis propios alaridos me despiertan y las sienes me laten furiosamente.

La voz de Neferu fue debilitándose hasta volver a convertirse en un susurro, y entonces abrazó con fuerza a esa pequeña criatura asustada y confundida. Apretada contra el pecho de su hermana, Hatshepsut oía el galope desigual del corazón de Neferu. De repente el mundo ya no le pareció ese lugar seguro y lleno de diversiones de momentos antes. Por primera vez cobró conciencia de los reinos ignotos que se ocultan tras los ojos sonrientes de las personas amigas, de aquéllas en las que se confía. Tuvo la cabal sensación de entrar a formar parte del sueño de Neferu-khebit, sólo que ella estaba de pie al otro lado de la puerta, bendecida por Osiris, y veía a sus espaldas las tenebrosas tinieblas de la Sala del Juicio final. Forcejeó hasta librarse del abrazo de su hermana y se puso de pie sacudiéndose el pasto que había quedado adherido a las manchas de leche de su faldellín.

—Tienes razón, Neferu-khebit. No entiendo nada. Lo que es más: me asustas, y eso no me gusta. ¿Por qué no vas a ver a los médicos?

—Ya lo he hecho. No hacen más que asentir con la cabeza, y sonreír y decirme que debo tener paciencia, que las personas jóvenes suelen tener extraños pensamientos cuando crecen. ¡Y para qué hablar de los sacerdotes! Me aconsejan que presente más ofrendas, que Amón-Ra tiene en sus manos el poder de despojarme de todos mis temores. Así que oro y hago ofrendas, pero el mismo sueño sigue acosándome.

También Neferu se incorporó, y Hatshepsut se le colgó del brazo cuando se encaminaron al sendero.

—¿Se lo has contado a nuestra madre o a nuestro padre?

—Sé que la reacción de mi madre sería sonreír y regalarme un nuevo collar. Y ya sabes que mi padre no tiene mucha paciencia conmigo, que suele irritarse si permanezco demasiado tiempo a su lado. No; creo que lo único que me queda es esperar y ver si esto desaparece con el correr del tiempo. Lamento haberte perturbado, mi pequeña, pero ocurre que estoy rodeada de gente pero no tengo amigos. A menudo tengo la sensación de que a nadie le importa en absoluto lo que me pasa, lo que siento. Por lo menos sé que nuestro padre no se preocupa por averiguarlo; y si él no lo hace, entonces ¿cómo pretender que lo hagan los demás? Porque él es el mundo, ¿no es así?

Hatshepsut suspiró. A esa altura, había perdido por completo el hilo de los pensamientos de Neferu.

—Dime, Neferu, ¿por qué tienes que casarte con Tutmés?

Neferu se encogió de hombros con desaliento.

—No creo que tampoco puedas entender eso, y en este momento estoy demasiado cansada para tratar de explicártelo. ¿Por qué no se lo preguntas al faraón? —le sugirió con aire un poco sombrío, y continuaron caminando en silencio.

Cuando llegaron al vestíbulo bañado por el sol que conducía a los aposentos de las mujeres, Neferu se detuvo y se desprendió con suavidad de Hatshepsut.

—Ahora ve a buscar a Nozme y haz que te laven un poco. Por el aspecto que tienes, cualquiera diría que eres un pilluelo mugriento que se metió aquí por error —le dijo, riendo—. Yo debo regresar a mis aposentos y tratar de decidir qué me pondré esta noche. También ustedes pueden irse —dijo, dirigiéndose a los dos fatigados sirvientes apostados detrás de ellas—. Más tarde preséntense a la nodriza real.

Palmeó la cabeza de Hatshepsut con aire ausente y se esfumó sigilosamente, seguida por el tintineo de sus pulseras.

Muy alicaída, Hatshepsut se dirigió a sus propias habitaciones. La vida había sido tanto más sencilla y feliz cuando ella y Neferu eran más chicas y se pasaban el día jugando y riendo. Pero ahora se había abierto una brecha entre ambas. Después del sencillo y tradicional rito que indicaba que Neferu había alcanzado su plena condición de mujer, algo que para Hatshepsut seguía siendo una cosa misteriosa y atemorizadora, la habían mudado al ala norte del palacio, donde tenía su propio jardín con estanque, sus propias esclavas, consejeros y portavoces, y también su propio sacerdote personal, encargado de hacer sacrificios en su nombre. Hatshepsut la había visto cambiar, convertirse de una muchacha despreocupada y amable en una persona adulta majestuosa y remota, que deambulaba de aquí para allá con su séquito con una actitud distante y fría.

Yo nunca cambiaré así, se prometió Hatshepsut con vehemencia mientras se volvía para dirigirse a su dormitorio y Nozme salía bruscamente del suyo para recibirla. Yo seré siempre una persona alegre, tendré sueños hermosos y seguiré amando a los animales. Pobre Neferu.

Estaba inquieta y preocupada e hizo oídos sordos a los rezongos instantáneos y estruendosos de Nozme por el lamentable aspecto en que se encontraba su segundo faldellín limpio del día. Se quedó pensando en el sueño de Neferu, envuelta en una nube de abatimiento que se negaba a abandonarla. Hasta que, por último, los gruñidos de la nodriza lograron abrirse paso hasta ella y la pequeña tuvo una reacción de empecinada rebelión.

—¡Cállate, Nozme! —dijo—. Quítame el faldellín, cepíllame el mechón y aféitame el resto de la cabeza; y hazme el favor de callarte de una vez.

El resultado fue sorprendente: como por arte de magia se terminaron los gritos y las farfullas. Al cabo de un silencio casi escandalizado durante el cual la nodriza se quedó inmóvil, con los labios fuertemente apretados y las manos paralizadas flotando en el aire, le hizo una reverencia y se volvió.

—Muy bien, Alteza —fue lo único que atinó a decir, con plena conciencia de que la última de las criaturas a su cargo estaba probando sus alas, un poco sorprendida frente a su propia osadía, y que sus días como nodriza real estaban contados.

El sol había decidido, por fin, comenzar a declinar. Ra iniciaba su trayecto hacia el reposo, y los ribetes rojos y flameantes de su ardiente barca se esparcían por los jardines imperiales cuando Hatshepsut fue a saludar a su padre. El Gran Horus meditaba instalado en su enorme sitial y su abdomen asomaba por encima del enjoyado cinturón. Su torso voluminoso lanzaba llamaradas de oro y sobre su cabeza se erguían los símbolos de la realeza, que centelleaban con los rayos oblicuos de su Padre Celestial.

Tutmés I se estaba volviendo viejo. Tenía más de sesenta años, pero todavía parecía aquel hombre de fuerza colosal y gran empuje que no había vacilado en asir con decisión el cayado y el desgranador, las insignias reales que su predecesor le entregara, y emplear ese poder para borrar para siempre hasta el último vestigio de la dominación de los hicsos. Gozaba de inmensa popularidad entre la gente sencilla del pueblo de Egipto: por fin tenían un Dios, un símbolo de libertad y de venganza, que hizo que las fronteras fueran algo más que una palabra hueca. Sus campañas fueron famosas por la maestría de la táctica empleada y trajeron como resultado, no sólo un generoso botín para los templos y el pueblo, sino también un clima de seguridad que permitió que la gente se dedicara de lleno al cultivo de la tierra o a sus respectivos trabajos u ocupaciones. Había sido general del ejército del faraón Amenofis I, y el rey decidió pasar por encima de su propio hijo y colocar la doble corona en la testa más dispuesta de Tutmés. Era también un individuo despiadado que no vaciló en renunciar a su esposa para casarse con Ahmose, la hija de Amenofis I, con el fin de convalidar su derecho al trono. Los dos hijos que había tenido con su primera esposa servían en ese momento en la filas de su ejército, y eran hombres ya crecidos y aguerridos, cuya misión consistía en patrullar las guarniciones de frontera en nombre de su padre. El poder y la popularidad de Tutmés eran, quizá, mayores que los de cualquier otro faraón anterior, y ese poder no había disminuido ni menguado con el paso del tiempo. Su voluntad seguía poseyendo la fuerza y la solidez de un pilar de granito y, a su sombra, el pueblo de Egipto había restañado sus heridas para luego renacer y florecer.

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