La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (10 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—No. Tengo otros amigos en su departamento. Eso fue lo que me salvó.

—¿Cuándo asesinaron a Fiske?

—Ayer noche. De una cuchillada en el cuello. Y también asesinaron a uno de los centinelas que Bradford había situado en torno a la casa. En casa de Fransac se ha encontrado el cuchillo que se utilizó para el crimen. Y un traje con manchas de sangre. También se ha encontrado una lista con los nombres de ocho personas, todas las cuales han sido asesinadas. Le ahorcarán.

—No creí que lo hiciera. ¡Pobre Fiske! ¡Si hubieses visto lo asustado que vivía! Lo de menos fue el que le mataran. Su asesino le estuvo matando desde que Fiske se enteró de la muerte de Wetach. A partir de entonces comprendió que tarde o temprano él moriría. Todas sus precauciones fueron inútiles. Al final pagó la deuda contraída hace veinte años. Bien; me marcho a Los Ángeles. Discúlpame ante el presidente. Dile que volveré en breve y que le traeré abundantes datos acerca de cómo consideramos en California el problema amarillo.

—¿Por qué te marchas tan pronto?

—Porque ya no tengo nada que hacer aquí. He cumplido todas mis misiones. Ahora sólo me resta dar la grata noticia a fray Anselmo.

—¿Crees que fue Fransac quien vino ayer noche aquí? —preguntó Greene.

—¿Quién podía ser, si no?

—¿Irás a ver a Bradford?

—No.

—¿No le extrañará tu marcha?

—¿Por qué ha de extrañarle?

—No olvides que el hallazgo de la esmeralda falsa llamará su atención hacia otras esmeraldas. Es posible que el crimen se cometiera momentos antes de haber entregado yo las piedras…

—El presidente no querrá que se complique un asunto con otro.

—No estoy muy seguro de eso.

—Yo, sí; y, para convencerte, iremos juntos a despedirnos de Bradford. Ya verás cómo no pone ningún reparo a mi marcha.

Bradford les recibió en su despacho. Parecía muy alegre.

—¿Qué les trae por aquí? —preguntó—. ¿Se han enterado de la muerte de Fiske?

—Sí —respondió Greene—. Un suceso muy lamentable, ¿verdad?

—Hasta cierto punto —replicó Bradford—. Usted ya debía de saber que se estaban haciendo investigaciones sobre el comportamiento del señor Fiske durante la guerra. Muchas de las armas fabricadas por él llegaron misteriosamente a manos de la Confederación, que las utilizó contra nosotros. No hace mucho extendió un cheque por un millón de dólares. Sospechamos que fue para ocultar su capital.

—Si Fiske tuvo relaciones con la Confederación, ¿cómo es que le ha asesinado un sudista? —preguntó Greene.

Bradford se encogió de hombros.

—Fransac ignoraba las relaciones que existieron entre el Sur y Fiske. Por eso le mató. Además, parece que existen otros motivos relacionados con unas piedras preciosas. He informado al presidente y…

Sonó una llamada a la puerta y un ordenanza anunció, cuando Bradford le dio permiso para que entrase:

—El coronel Mullons, de la Casa Blanca.

—Permítame un momento —pidió Bradford, levantándose—. Vuelvo enseguida. Seguramente se tratará de asunto reservado.

Al quedar solos, César se puso en pie y comenzó a examinar detalladamente el despacho y los muebles que en él se encontraban.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Edmonds.

—El despacho de un jefe de policía es siempre muy interesante. Daría mil pesos por poder estar a solas una hora en este sitio. ¿Te imaginas la de emocionantes secretos que debe de haber? ¿Te has fijado en lo curiosa que es esta mesa? Observa estos cuatro agujeros. —Don César señaló cuatro agujeros abiertos junto al borde superior de la mesa, separados unos de otros por unos treinta centímetros y rodeados de dibujos tallados en la madera.

—Es un adorno de mal gusto, pero muy corriente.

—Sí; pero no esperaba encontrarlo en este despacho. En cambio hay ahí una puerta secreta muy lógica —y don César señaló un punto de la pared—. Un jefe de policía tiene que poder entrar y salir a su gusto sin que nadie le moleste.

Acercándose a la ventana, don César miró a la calle, comentando:

—La puerta secreta debe de comunicar con este lado del edificio. Siento tentaciones de utilizar ese pasadizo.

En aquel momento regresó Harold Bradford.

—El presidente desea que no se dé una innecesaria publicidad al asunto de las esmeraldas. Opina que no puede existir ninguna relación entre las esmeraldas de San Benito de Palermo y la que se encontró en poder del señor Fiske. Bien. ¿Deseaban decirme algo?

—Nada más que despedirme de usted —dijo don César—. Regreso a Los Ángeles. En cuanto reúna los informes que solicitó el presidente, volveré.

—Si conoce usted al
Coyote
, adviértale que dentro de poco tendrá que luchar conmigo.

—Se lo haré decir por mediación de alguien que le conoce muy bien —prometió don César—; pero hace usted mal en prevenirle.

—Me gusta la emoción de la pelea —dijo Bradford—. Y soy amigo de luchar cara a cara; no me gusta cazar al acecho.

—Eso es propio de los hombres audaces. Yo, en cambio, prefiero luchar con todas las probabilidades de victoria a mi favor. De lo contrario, no lucho.

—¿Piensa lo mismo
El Coyote
?

—Debe de pensar como yo, porque hasta ahora nadie le ha vencido.

—Tal vez porque hasta ahora yo no había intervenido en la caza del
Coyote
.

—Seguramente será por eso. Adiós, señor Bradford.

—Adiós, don César de Echagüe. No olvide mi aviso al
Coyote
.

—No lo olvidaré.

—Adiós, señor Greene.

Los dos hombres abandonaron el despacho y cuando estuvieron de nuevo en la Avenida Pennsylvania, Greene comentó, con violento temblor en la voz:

—Ese Bradford te ha descubierto.

—El día es precioso —replicó César—. Y por allí veo venir a la señorita Hayden. Permíteme. Quiero decirle algo.

Don César se separó de su cuñado y, avanzando hacia la señorita Hayden, la saludó con una profunda inclinación.

—Buenos días, señorita. Es usted tan madrugadora como el sol… y tan bonita como él.

—Sigue usted sin escarmentar, don César. Sus cortesías le perjudicarán. No lo olvide.

—¿Ha visitado usted Mount Vernon?

—¿La residencia del general Washington?

—Claro.

—La he visitado un par de veces.

—Pues hoy es, para usted, un día idea para visitarla por tercera vez antes de hablar con el señor Bradford.

—No comprendo.

—Como todos los días, acude usted hoy en busca de órdenes, ¿no es cierto?

—Sí.

—Las órdenes que hoy recibiría no le agradarían nada. Es preferible que el señor Bradford no la vea. Recuerde que es el consejo de un amigo.

—Está bien. Le haré caso. ¿Se ha enterado de la muerte del señor Fiske?

—Sí. Ha sido un asesinato muy desagradable. Le deseo buen viaje, señorita Hayden. Esta noche me marcho a Los Ángeles. Tomaré el tren que sale a las diez.

—Si estoy de vuelta, le llevaré un ramo de flores.

—No lo haga. Las despedidas me resultan muy deprimentes. Adiós.

—Feliz viaje.

Cuando don César y su cuñado reanudaron el camino hacia su casa, Green preguntó:

—¿Por qué no has querido que vea a Bradford?

—Porque seguramente la lanzaría en pos de mí; y no me gustan los enemigos a quienes no puedo herir. No habrás imaginado que yo sea capaz de pegarle un tiro a la señorita Hayden.

—Sospecho que se le está acabando la cuerda al
Coyote
. Ese Bradford es astuto como un zorro.

—Y yo soy peligroso como un coyote. Ahora te dejo solo, pues quiero hacer unas cuantas cosas urgentes y tú me servirías de estorbo. Di que preparen mi equipaje.

Capítulo VIII: La justicia del
Coyote

Don César de Echagüe y su hijo se instalaron en su departamento del tren que debería conducirlos en su primera parte del viaje a través del continente.

—No me gustan las despedidas en la estación —había dicho don César antes de salir de casa de su hermana—. Prefiero que nos despidamos aquí.

Padre e hijo marcharon solos a la estación Classic Union, y al llegar al andén, un empleado que se había hecho cargo de su equipaje anunció:

—Falta más de hora y media para que el tren salga de la estación. Se ha anticipado usted mucho. Solamente son las ocho.

—Pero… ¿no sale el tren a las ocho y media? —preguntó don César.

—No, señor. Sale a las nueve y media.

El jefe del tren confirmó las palabras del mozo.

—En efecto: el tren sale a las nueve y media. Acabamos de colocar los primeros vagones.

—Pero… antes salía a las ocho y media.

—Era cuando se utilizaban los tres puentes interinos. Ahora se han construido ya los definitivos y no hay que perder tanto tiempo al cruzarlos. Ya se hace sin miedo a que se hundan, como ocurría con los de madera.

—¿Podremos, al menos, instalarnos en nuestro reservado?

—Desde luego, señor —replicó el jefe del tren—. Síganme.

Don César y su hijo viajaban en un departamento aislado del resto del vagón. Iba provisto de dos literas para dormir y sillones independientes. Era uno de los nuevos coches de Pullman, y sólo los ricos los utilizaban.

Cuando el mozo acababa de colocar el equipaje en su sitio, don César exclamó:

—¡Por Dios! He olvidado mi tabaco. ¿Quiere traerme unos cuantos cigarros habanos?

El mozo tomó los cinco dólares que le tendía don César y regresó un momento después con varias cajas de cigarros para que el californiano eligiera. Don César escogió cinco cigarros bastante largos y los guardó en el bolsillo superior de su levita.

—Guárdese el cambio —dijo al mozo, el cual se retiró llevándose la mano a la visera de la gorra. Luego, dirigiéndose al jefe del tren, le dijo, mientras encendía uno de los cigarros—: Estos coches son magníficos.

—Los mejores del mundo, señor. No creo que se superen.

—Desde luego. Tome un cigarro. Son muy buenos.

—Demasiado suaves para mí —sonrió el jefe del tren—; mas, por una vez, variaré un poco. Si me necesita estaré cerca, don César.

—No espero necesitarle. Que no me molesten para nada.

—Esté tranquilo.

Apenas se hubo retirado el jefe del tren, César de Echagüe se quitó la levita, sacó otra más oscura de una de las maletas y, mientras se la ponía, dijo a su hijo:

—Ya sé que no te va a gustar lo que te voy a pedir, pero esta vez te necesito de veras. Has de fumar este cigarro y quizá la mitad de este otro. —Y don César dejó sobre la mesita adosada bajo la ventanilla otro cigarro.

—¿Me dejas fumar? —preguntó, asombrado, el pequeño.

—No me queda otro remedio. Ve sacudiendo la ceniza en este cenicero; pero cuando fumes el otro cigarro haz lo posible para que la ceniza no se te caiga y se conserve entera. ¿Entiendes?

—No; pero lo haré.

—Cualquier otro muchacho se marearía y no sería capaz de hacer lo que te pido que hagas. Haz un esfuerzo. Es necesario.

—¿Y tú qué harás, papá?

—Debo marcharme; pero volveré antes de una hora. Nadie debe saber que estoy fuera.

—¿Quieres que el jefe del tren crea que has estado fumando todo el rato?

—Eso es.

El pequeño César tomó el cigarro y se lo llevó a los labios, dándole unas prudentes chupadas que no le parecieron cosa muy difícil.

Entretanto don César eligió otro sombrero, sacó los revólveres, que guardó en los bolsillos interiores de su levita, y, por último, sacó un antifaz, que guardó también en un bolsillo. Hecho esto entró al lavabo adyacente al reservado y ante el espejo procedió a adornar su rostro con unas canosas patillas muy pobladas. Se puso unas hirsutas cejas sobre las suyas y, por fin, completó el disfraz con un belicoso bigote, cuyas guías le acariciaban las patillas.

Los que vieron al caballero que después de dar un breve paseo por el arcén se dirigía hacia la puerta de salida, no imaginaron que era el mismo don César de Echagüe que estaba consumiendo uno de los mejores cigarros de La Habana en su reservado, por cuya ventana se escapaba el humo del incendio.

Una vez en la calle, el hombre tomó un coche y se hizo conducir por la Avenida de Louisiana hasta un punto determinado de la Avenida de la Constitución. Allí se apeó, pagó al cochero y dirigióse hacia el edificio de los archivos municipales.

Pero su punto de destino estaba más allá. Entró en un jardín, saltando la cerca, y ocultó su rostro con el antifaz, aunque sin quitarse las patillas ni el bigote. Unos instantes de hurgar en una cerradura con un ganchito de acero le permitieron la entrada en la casa. Luego ascendió por una oscura y estrecha escalera hasta la meta que se había asignado.

*****

A las ocho y media se abrió la puerta de la habitación en que se encontraba
El Coyote
. Un hombre entró, cerrando tras él con llave, y luego se dirigió hacia la mesa. Desde la calle entraba un reflejo de luz que permitió al recién llegado localizar la lámpara de encima de la mesa y encenderla.

—Bien —murmuró—. Bien.

Fue a sentarse en el sillón colocado en el otro lado de la mesa, y cuando estaba a punto de acomodarse en él, lanzó una exclamación de asombro al ver instalado en uno de los sillones, frente a la mesa, a un hombre cuyo rostro estaba oculto por un antifaz, unas grandes patillas y un amplio bigote.

—Buenas noches, señor Blodgett —saludó el enmascarado.

—¿Quién es usted?


El Coyote
, señor Blodgett. No me esperaba, ¿verdad?

—Yo no soy Blodgett —tartamudeó el otro.

—Ya sé que el señor Wetach creía que Blodgett había muerto; pero yo sé que no murió. No murió a pesar de la paliza que recibió de manos de André Fransac. ¿Cuántos latigazos fueron? ¿Cincuenta? Ni el propio Fransac lo recuerda.

—Disimula usted muy mal su voz, don César —dijo Blodgett—. Ni su antifaz, ni sus patillas, ni ese bigote son necesarios.

—No trato de engañar al famoso jefe de policía de Washington, señor Blodgett. Ya sé que es demasiado sagaz para ello. Sólo quiero engañar a los demás, crearme eso que ustedes, los policías, llaman una coartada. En estos momentos me encuentro lejos de aquí. Nadie sabe que he venido. Sólo una personita que está sufriendo un gran martirio fumándose el mejor cigarro habano que he visto en muchos años. Precisamente la misma personita que ayer noche estuvo a punto de meterle una bala en la cabeza.

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