La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (16 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Nunca tendrá otra oportunidad semejante… Máteme ahora y todos creerán que me mató el amigo de Keno Kinkaid.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Por lo mismo que Eva comió la manzana; la mujer de Lot se volvió a mirar cómo ardían Sodoma y Gomorra; y la mujer de Barba Azul abrió el cuarto prohibido. Las mujeres somos terriblemente curiosas. De la misma forma que una manzana sólo nos interesa cuando no se nos permite comerla, y una puerta sólo tiene interés para nosotras cuando está cerrada, una cara sólo llama nuestra atención cuando se halla cubierta por un antifaz.

—Creo que Barba Azul le cortó la cabeza a su mujer, ¿no?

—Sí; pero eso era en otros tiempos —sonrió Irina.

—Tiene razón. Ahora utilizamos el revólver. Quizás algún día se escriba la historia de cómo la princesa Irina Petrovna Posof murió por haber descubierto la identidad del
Coyote
.

—¿Piensa matarme?

—Debo hacerlo. Me obliga usted a ello.

—No sea tonto, don
Coyote
. Usted es incapaz de matar a una mujer.

—Hasta ahora lo he sido; pero…

—¿Qué?

—Ahora sigo siéndolo; pero no debiera ser tan blando. A la larga me perjudicará esta debilidad que tengo con usted.

Don César retiró la mano que había mantenido sobre la culata de su revólver. Irina sonrió, y con voz muy suave, dijo:

—Don César o don
Coyote
, le amo demasiado para traicionarle.

—Eso no es ninguna seguridad para mí. He visto a una mujer matar de un tiro a su amado para que no pudiera amar a ninguna otra. La explicación que dio al juez fue la de que cometió el crimen impulsada por el amor.

—No hay ninguna otra mujer en su vida.

—Hay otra.

—No es rival peligrosa para mí.

—¿La conoces?

—No; pero lo leo en tus ojos. Tú no puedes amar a ninguna mujer vulgar ni sencilla. Necesitas una mujer como…

—¿Como tú?

—Sí. Ninguna sería capaz de compartir tus peligros y de ayudarte como yo lo haré.

—Pero tú no puedes ser la esposa de don César de Echagüe.

—¿Por qué?

—Porque los huesos de todos los Echagüe que han existido antes que yo se agitanan furiosos si lo vieran.

—Puedo ser la compañera del
Coyote
—replicó, sencillamente, Irina—. No pido más. A cambio de ello lo ofrezco todo.

—Es una locura, Irina.

—Sólo yo pagaré las consecuencias. Y no me quejaré, sean cuales sean esas consecuencias.

—Hubiese sido preferible que te quedaras en Méjico, Irina.

—No. Cuando volví lo hice dispuesta a todo. Sigo mi camino con los ojos muy abiertos. Si soy feliz durante un año, o sólo durante un mes, me daré por satisfecha… No pido más. Y si algún día me doy cuenta que soy un estorbo en tu vida…

—¿Qué?

—No necesitarás decirme que me marche. Me iré por mi propia voluntad. No podría resistir el espectáculo de tu indiferencia o de tu rencor.

—¿No sería mejor recordar esto como algo que pudo ser muy hermoso y que no llegó a ser feo?

—No. Ahora ya no podemos volvernos atrás,
Coyote
. La suerte ha sido echada, la bola está ya en la ruleta. Del azar depende la fortuna o la desgracia.

Don César se pasó la mano por la frente.

—Me has creado una situación difícil, Irina.

—¿No son las situaciones difíciles las que más te atraen?

—Pero no tan difíciles… No me importa jugarme la vida; pero me disgusta poner en juego el corazón de una mujer.

—¿Qué importancia tiene mi corazón?

—La tiene para mí. Me siento culpable de muchas cosas, Irina.

—Lo peor es que alguna vez decidieras ser
El Coyote
.

—Es verdad. De don César de Echagüe no te habrías enamorado, ¿verdad?

—Ahora no lo sé. Cuando le conocí me sentí atraída por él. No tanto como por
El Coyote
, desde luego, pero más que por los otros hombres con quienes me he cruzado.

—Escúchame, Irina. En Méjico tengo una casa; un palacio que nunca he habitado. Lo heredé de un pariente lejano que no sabía a quién dejárselo. Está lleno de obras de arte y de polvo. Quiero que vayas allí, que te instales en ese palacio y vivas en él hasta que yo llegue. Será nuestro hogar.

Irina miró fijamente al
Coyote
.

—¿Y tus haciendas de California?

—Quedarán para mi hijo. Dentro de once años podrá administrarlas por sí mismo.

—¿Y
El Coyote
?

—Murió en el momento que tú descubriste su identidad.

—Eso no está bien,
Coyote
—murmuró Irina.

—¿Qué defecto tiene?

—Sacrificas demasiadas cosas por una mujer que no lo merece. Sigamos juntos el camino que hemos emprendido; resolvamos el misterio de San Antonio Abad y luego…

—¿Qué?

—Luego… nos diremos adiós con una sonrisa, y cada uno marchará por su camino, como debiera haber sido.

—¿Ahora eres tú quien sugiere eso?

—Sí. No debiera haber descubierto la verdad. Fui una loca. Ahora tengo miedo de mí misma. ¿Sabré guardar tu secreto?

—Has guardado otros más difíciles.

—Sí… En fin, estamos haciendo el tonto y perdiendo el tiempo. Sigamos el camino hacia San Antonio. Allí hace falta
El Coyote
. ¿No tienes algún proyecto?

—Sí; pero no es un proyecto fácil. San Antonio Abad debe de tener mucho bueno y bastante malo. Yo me situaré en la parte de los buenos. Tú… si no temes el riesgo, deberías…

—¿Colocarme en el bando opuesto?

—Sí.

—Está bien. Así lo haré. Dime qué debo hacer.

—Aún no lo sé. Existe una línea de diligencias que va desde San Diego a Sacramento por Mojave, Tulare, Merced; luego cruza la Sierra Mariposa y desciende a Sacramento. San Antonio Abad es uno de los puntos donde se cambian los caballos para remontar los difíciles caminos de la Sierra. Ahora estamos tan lejos de San Antonio como de Merced. Dirígete a Merced y compra ropa y cuando necesites para parecer lo que no eres. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Luego, en la diligencia, llegas a San Antonio. Yo estaré allí; pero tú no me conocerás.

—¿Estarás como
Coyote
o como don César?

—Nadie sabrá que allí está don César, aunque se oirá hablar bastante del
Coyote
.

—¿Por qué no quieres que lleguemos juntos?

—Porque alguien nos ha visto juntos y no quiero que te suceda nada malo.

—Como quieras. Dime qué camino debo seguir.

Inclinándose hacia el suelo,
El Coyote
trazó en el polvo un breve plano.

—Debes ir hacia el Este. Puedes guiarte por las estrellas. Cuando alcances una línea de colinas que parecen montones de tierra hechos por un niño con ayuda de una maceta, verás, al otro lado, una carretera, síguela hacia el norte y no tardarás en llegar a Merced. No te des prisa.

—Adiós,
Coyote
.

Irina acercóse a don César y permaneció unos instantes junto a él con la cabeza algo echada hacia atrás.

Durante un minuto, cuyos segundos Irina sintió latir en su corazón, permanecieron inmóviles. Los ojos de la joven reflejaban los primeros luceros de la tarde. Luego, el reflejo cesó al interponerse entre los ojos y el cielo un obstáculo que se fue inclinando hacia delante, como atraído por aquel rojo imán.

Cuando Irina se alejó a través de las arenosas dunas del desierto,
El Coyote
tenía aún en sus labios el calor de los labios de Irina.

A la tarde siguiente, un jinete que descendía de lo alto de la Sierra Mariposa entraba en San Antonio Abad, y después de pasar junto a las ruinas de la vieja misión, iba a detenerse frente a una de las dos tabernas del pueblo.

Capítulo V: Jugo de tarántulas

Todos los que estaban en la taberna volvieron la cabeza cuando el forastero entró en el establecimiento. Tras un breve examen todos quedaron satisfechos y dedicaron nuevamente su atención al licor que tenían ante ellos. No había en el recién llegado nada de notable. Era uno de tantos mineros que acudían a arañar las laderas de Sierra Mariposa en busca del oro que debía de encontrarse por algún lugar, si no mentían quienes afirmaban que en Sierra Mariposa había más oro que en el resto del mundo.

El buscador vestía con pantalones muy recios, una camisa de franela, un sombrero de alas anchas. Lucía una barba bastante larga y canosa; su cabello también era canoso, y un lánguido bigote le ocultaba parte de la boca.

Además del equipo antes citado, llevaba unas deslucidas botas, cuya suela medía casi un par de pulgadas de grueso y estaba formada por diversas y no muy pulidas aplicaciones de capas de cuero. Aquellas botas no las había reparado ningún zapatero, porque los zapateros escaseaban mucho en aquellos lugares. Por eso si uno quería evitar que la suela de sus botas fuera sustituida por la planta de los pies, tenía que arreglarse las botas, a menos que dispusiera de la fortuna suficiente para comprar otras nuevas.

Por último, el minero iba armado con un imponente revólver de seis tiros, calibre 44, cuya culata proclamaba su venerable antigüedad que se remontaba, por lo menos, a los tiempos de la guerra contra Méjico, y que había sido reformado para adaptarlo al uso de cartuchos metálicos.

—¿Qué beberá? —preguntó el tabernero, acercándose al recién llegado, que encontró un lugar vacío en el extremo del largo mostrador.

—Cerveza —pidió el forastero.

—¿Por qué pide cerveza? —preguntó el tabernero.

—Porque me gusta.

—Le juzgarán muy mal si bebe cerveza sola.

—Añádale un poco de ginebra y whisky —propuso el recién llegado.

—Eso ya está mejor, pero le costará un dólar cada cosa. Tres dólares en total. ¿Los tiene?

—Sí.

—No se ofenda si le digo que me gustaría verlos.

—No me ofendo si me asegura que no duda de que los tengo.

—No dudo, señor… ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿O acaso no lo dijo?

—Me llamo Lin Rawlins y no lo dije. Ahora le enseñaré mis dólares. ¿No importa que sean mejicanos?

—Con tal de que sean de plata y pesen lo que debe pesar un buen dólar nacional, me tiene sin cuidado. En San Francisco se pueden cambiar por dólares de los nuestros.

El llamado Lin Rawlins sacó una bolsa de gamuza y la dejó sobre el mostrador, abriéndola con los dedos y mostrando su contenido al tabernero.

—Vea —dijo—. Cien dólares en oro y veinte en plata.

—Y en esa bolsita debe de llevar billetes de banco, ¿no?

El tabernero señalaba una bolsita también de gamuza que estaba entre el dinero.

—No —respondió Lin Rawlins—. Es oro. La más hermosa pepita que han visto mis ojos.

Sacó la bolsita y, abriéndola, extrajo de ella una pepita de oro del tamaño de un huevo de gallina.

—Hermosa, ¿eh? —preguntó tendiéndola al tabernero.

Éste retiró la mano y en voz baja y nerviosa, dijo:

—Que no se la vean, amigo. Trae desgracia.

—Eso creo; pero estoy seguro de que su maleficio ya ha terminado. ¿La conoce?

—Me la enseñó el viejo Dobbs. Y ahora Dobbs está muerto. —Con voz temblorosa, agregó—: Escóndala en seguida —y a continuación—: Creo que la cerveza no le gustará mucho. Está caliente…

Lin Rawlins sintió, en aquel momento, el duro y escalofriante contacto del cañón de un revólver apretado contra sus riñones, mientras una voz le pedía:

—Permítame ver ese hermoso huevo, forastero.

Lin Rawlins permaneció inmóvil, con las manos sobre el mostrador. Una tercera mano apareció junto a las suyas y apoderóse del huevo de oro. Luego cesó la presión del revólver, al mismo tiempo que la voz indicaba:

—Ya puede beber cerveza o lo que quieran servirle.

El buscador de oro se volvió muy despacio, conservando las manos lejos de la culata de su revólver. Frente a él vio a un hombre vestido con la negra levita y floreado chaleco de los jugadores profesionales. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, delgado, muy pálido, con breve perilla y cuidado bigote. Había enfundado el revólver; pero mantenía el brazo derecho colgante. En la manga de la levita debía de ocultar algún Derringer, que caería en su mano mediante un simple movimiento.

—¿Le gusta? —preguntó Lin.

—Es muy hermoso —replicó el otro sosteniendo el huevo de oro entre los dedos pulgar y corazón de la mano izquierda.

—Estoy buscando la «gallina» que los pone —comentó Rawlins.

—Esa «gallina» murió hace tiempo. ¿Dónde encontró el huevo, forastero?

—En Sierra Mariposa. Me lo dio uno que andaba muy de prisa hacia Sacramento.

—¿Quién era ese hombre?

—No sé si era hombre o mujer. Le vi a oscuras y su tipo y su traje parecían de hombre; pero la voz era de mujer. Claro que una voz no quiere decir nada, ¿verdad?

—Hay voces que no dicen nada y otras que dicen mucho. Yo soy Keno Kinkaid. ¿Qué dice su voz?

—Que yo soy Lin Rawlins. Vengo de la Alta California. Casi del Oregón.

—Esta pepita de oro era mía —siguió Kinkaid—. La perdí en el desierto. Alguien la encontró y se la dio a usted. ¿Hacia dónde va?

—Hacia el Sur. Me atrae el desierto de Mojave.

—Le daré cien dólares por la pepita. Es un amuleto. Me ha hecho ganar muchísimo dinero.

—Lo creo. También a mí me ha traído suerte.

—¿En qué sentido?

—Cien dólares, ¿no?

—Es verdad. Tome.

Kinkaid guardó la pepita de oro y tendió a Lin Rawlins un billete de cien dólares, que el minero metió en un bolsillo con evidente satisfacción.

—¿No le refrescaría la memoria otro billete de cien dólares, Rawlins?

—Si me dice qué quiere saber, tal vez mi memoria funcione bien.

—¿Qué le dijo el que le dio la pepita? ¿Por qué se la dio?

Lin Rawlins miró al tabernero y luego a Kinkaid.

—¿Quiere saber toda la verdad?

—Sí.

—¿Aquí o en una mesa?

Keno Kinkaid marchó lentamente hacia una mesa algo apartada. Sentóse ante ella y con un ademán indicó otra silla. Lin Rawlins se instaló en ella.

—Hable —dijo—. Nadie puede oírnos.

—Era un viajero extraño. Ya dije que no sé si era hombre o mujer. No me pregunte por qué no estoy seguro de eso. Fue una intuición. Iba a caballo y tenía prisa. Llegó a mi campamento atraído por el resplandor de mi hoguera. Me pidió café y yo le dije que el café es muy caro. Sacó una bolsa con dinero, y de la bolsa sacó un dólar de plata. Había mucho dinero en la bolsa, ¿comprende? Dijo que iba a Sacramento. Que tenía prisa. Que no pasaría la noche en el campamento. En cuanto su caballo descansara, reanudaría la marcha. Y cuando reanudó la marcha… la bolsa se quedó atrás. La encontré en mi bolsillo antes de saber cómo había llegado allí. Muy extraordinario, ¿eh?

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